Páginas de Espuma, Madrid, 2008. 251 pp. 15 €
Inés Matute
«Imaginemos una genealogía de la novela. Sin duda, los relatos de algunos miembros de las tribus primitivas debieron estar plagados de mentiras y exageraciones, que quedaban expuestas cuando se demostraba su falsedad. Aun así, es posible que alguno de aquellos primitivos narradores descubriese que podía mentir con el consentimiento de sus oyentes. Estableció así un acuerdo con su público: podía contar historias falsas siempre y cuando fuesen entretenidas y pareciesen verdaderas. Los humanos descubrieron así una nueva forma de transmitir sus conocimientos. A diferencia de los relatos verídicos, la ficción no estaba sujeta a límites rigurosos y podía alimentarse de una infinita variedad de ideas. La ficción adquirió así vida propia y se transformó en un organismo capaz de reproducirse a gran velocidad. Su capacidad de adaptación se volvió tan elevada que ha logrado sobrevivir a un sinfín de amenazas e incluso a intentos de exterminio. Acaso algunos animales sean capaces de mentir, pero sólo el homo sapiens puede tramar mentiras verosímiles —verdaderas, dice Vargas Llosa— y luego disfrutar, aprender e incluso sufrir gracias a ellas.»
Siempre es un placer leer a Jorge Volpi. Y es un placer porque, anécdotas aparte, se aprende mucho. Confieso que yo me prendé de la escritura del mexicano tras leer la novela En busca de Klingsor, y que desde entonces espero ansiosa la aparición de un nuevo título. En Mentiras contagiosas, una obra a caballo entre el ensayo y la ficción, exploradora de los límites de la escritura, la buena salud de la narrativa universal salta a la vista. Como punto de partida, Volpi arremete contra el tópico de la muerte de la novela, para enfocar su tesis del modo siguiente: las novelas se comportan como virus o parásitos, buscan contaminar al mayor número posible de lectores y, para lograrlo, están condenadas a luchar entre sí con pasión. Desde la publicación de El Quijote, las novelas infectan y contagian y a veces se convierten en auténticas epidemias —quizá fuera este un buen momento para reflexionar sobre el fenómeno Ken Follett o sobre la entretenida obra de Ruiz Zafón—. En cualquier caso, su punto de vista resulta cuando menos refrescante.
Bajo la irónica lupa de Volpi pasan los personajes de Cervantes como objeto de obsesión neurótica de Orson Welles. Pasa la ciencia y, de su mano, rigurosos estudios académicos que nos sirven, entre otras cosas, para desenmascarar los más sobados clichés. Pasa Rulfo — brillantes murmullos de Pedro Páramo— y con él toda la genealogía narrativa latinoamericana, desde el genial Fuentes al imaginativo Bolaño, declarado enemigo de las fronteras estilísticas aunque mal cuentista, según el autor (el análisis de la obra 2666 es riguroso y también muy original). Pasan Aira y Lezama Lima. Pasan Pitol y Cabrera Infante. Vargas Llosa y Cortázar. Onetti y Donoso. Pasa la mitad más creativa del Santoral. Pasan un sinfín de novelas “clonadas”, que se limitan a repetir esquemas intrascendentes, de rápida digestión. Pasan los mal llamados “profetas de América Latina”, con sus fantasías y sus furibundos arranques nacionalistas. Pasan y se desnudan los Buendía, esos “dioses brutales y caprichosos”. Pasa Verdi y pasa, sin pasar, Dan Brown: sólo el lector sabrá por qué. Y pasan todos vestidos de domingo, de carnaval o de fiesta bufa, en un desfile exhibicionista y lúcido digno de la mayor ovación.
Paradójicamente, Volpi desmonta el mito de que la evasión es patrimonio exclusivo de la novela facilona: para desconectar de los problemas, nada mejor que ejercitar la mente adentrándose en el mundo complejo de una novela compleja, que ponga a prueba nuestras neuronas. A fin de cuentas, ¿quién osa afirmar que lo difícil es necesariamente aburrido?. La salvación de la novela, siempre según Volpi, estriba en “mutaciones” que conduzcan a nuevas especies literarias. Las novelas que ofrecen el caldo de cultivo apropiado para la evolución literaria son aquellas que presentan textos profundos, que buscan la manera más sincera de exploración sin pensar en el éxito o la voracidad del mercado. La experimentación en esta novela debe ser de índole estética y ética, obliga a salirse de la propia piel, a ponerse en situaciones distintas y a enfrentarse a dilemas éticos. En Mentiras contagiosas, Volpi contrarresta la idea de que la novela es el espacio en el que el lector está recreando la historia. «Eso es cierto, pero también es cierto que se está enfrentando a un ambiente hostil, al que tiene que ir adaptándose poco a poco. Tiene que ir encontrando cuáles son las leyes que lo gobiernan y queriendo voluntariamente someterse a esas reglas, pero también cuestionándolas todo el tiempo». La novela, en fin, está perpetuamente abocada a “renovarse o morir” en un fenómeno análogo al de la selección natural. Siguiendo la estela de Vila-Matas, con Mentiras arriesgadas damos otra vuelta de tuerca a uno de los temas más tratados en la literatura contemporánea: los difusos límites entre la ficción y la realidad.
«Imaginemos una genealogía de la novela. Sin duda, los relatos de algunos miembros de las tribus primitivas debieron estar plagados de mentiras y exageraciones, que quedaban expuestas cuando se demostraba su falsedad. Aun así, es posible que alguno de aquellos primitivos narradores descubriese que podía mentir con el consentimiento de sus oyentes. Estableció así un acuerdo con su público: podía contar historias falsas siempre y cuando fuesen entretenidas y pareciesen verdaderas. Los humanos descubrieron así una nueva forma de transmitir sus conocimientos. A diferencia de los relatos verídicos, la ficción no estaba sujeta a límites rigurosos y podía alimentarse de una infinita variedad de ideas. La ficción adquirió así vida propia y se transformó en un organismo capaz de reproducirse a gran velocidad. Su capacidad de adaptación se volvió tan elevada que ha logrado sobrevivir a un sinfín de amenazas e incluso a intentos de exterminio. Acaso algunos animales sean capaces de mentir, pero sólo el homo sapiens puede tramar mentiras verosímiles —verdaderas, dice Vargas Llosa— y luego disfrutar, aprender e incluso sufrir gracias a ellas.»
Siempre es un placer leer a Jorge Volpi. Y es un placer porque, anécdotas aparte, se aprende mucho. Confieso que yo me prendé de la escritura del mexicano tras leer la novela En busca de Klingsor, y que desde entonces espero ansiosa la aparición de un nuevo título. En Mentiras contagiosas, una obra a caballo entre el ensayo y la ficción, exploradora de los límites de la escritura, la buena salud de la narrativa universal salta a la vista. Como punto de partida, Volpi arremete contra el tópico de la muerte de la novela, para enfocar su tesis del modo siguiente: las novelas se comportan como virus o parásitos, buscan contaminar al mayor número posible de lectores y, para lograrlo, están condenadas a luchar entre sí con pasión. Desde la publicación de El Quijote, las novelas infectan y contagian y a veces se convierten en auténticas epidemias —quizá fuera este un buen momento para reflexionar sobre el fenómeno Ken Follett o sobre la entretenida obra de Ruiz Zafón—. En cualquier caso, su punto de vista resulta cuando menos refrescante.
Bajo la irónica lupa de Volpi pasan los personajes de Cervantes como objeto de obsesión neurótica de Orson Welles. Pasa la ciencia y, de su mano, rigurosos estudios académicos que nos sirven, entre otras cosas, para desenmascarar los más sobados clichés. Pasa Rulfo — brillantes murmullos de Pedro Páramo— y con él toda la genealogía narrativa latinoamericana, desde el genial Fuentes al imaginativo Bolaño, declarado enemigo de las fronteras estilísticas aunque mal cuentista, según el autor (el análisis de la obra 2666 es riguroso y también muy original). Pasan Aira y Lezama Lima. Pasan Pitol y Cabrera Infante. Vargas Llosa y Cortázar. Onetti y Donoso. Pasa la mitad más creativa del Santoral. Pasan un sinfín de novelas “clonadas”, que se limitan a repetir esquemas intrascendentes, de rápida digestión. Pasan los mal llamados “profetas de América Latina”, con sus fantasías y sus furibundos arranques nacionalistas. Pasan y se desnudan los Buendía, esos “dioses brutales y caprichosos”. Pasa Verdi y pasa, sin pasar, Dan Brown: sólo el lector sabrá por qué. Y pasan todos vestidos de domingo, de carnaval o de fiesta bufa, en un desfile exhibicionista y lúcido digno de la mayor ovación.
Paradójicamente, Volpi desmonta el mito de que la evasión es patrimonio exclusivo de la novela facilona: para desconectar de los problemas, nada mejor que ejercitar la mente adentrándose en el mundo complejo de una novela compleja, que ponga a prueba nuestras neuronas. A fin de cuentas, ¿quién osa afirmar que lo difícil es necesariamente aburrido?. La salvación de la novela, siempre según Volpi, estriba en “mutaciones” que conduzcan a nuevas especies literarias. Las novelas que ofrecen el caldo de cultivo apropiado para la evolución literaria son aquellas que presentan textos profundos, que buscan la manera más sincera de exploración sin pensar en el éxito o la voracidad del mercado. La experimentación en esta novela debe ser de índole estética y ética, obliga a salirse de la propia piel, a ponerse en situaciones distintas y a enfrentarse a dilemas éticos. En Mentiras contagiosas, Volpi contrarresta la idea de que la novela es el espacio en el que el lector está recreando la historia. «Eso es cierto, pero también es cierto que se está enfrentando a un ambiente hostil, al que tiene que ir adaptándose poco a poco. Tiene que ir encontrando cuáles son las leyes que lo gobiernan y queriendo voluntariamente someterse a esas reglas, pero también cuestionándolas todo el tiempo». La novela, en fin, está perpetuamente abocada a “renovarse o morir” en un fenómeno análogo al de la selección natural. Siguiendo la estela de Vila-Matas, con Mentiras arriesgadas damos otra vuelta de tuerca a uno de los temas más tratados en la literatura contemporánea: los difusos límites entre la ficción y la realidad.
1 comentario:
si pero...¿es verdad o no lo que cuenta en el capítulo sobre CIde Hamete? ¿a ti que te parece? gracias y un saludo, me gusta este sitio.
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