Juan Pablo Heras
Cuando uno empieza a interesarse por la historia de los exiliados por la Guerra Civil, debe acercarse inevitablemente a obras de referencia fundamentales como El exilio republicano español de 1939, dirigida por José Luis Abellán. Pero este y otros estudios, que abrieron el camino de la hoy creciente bibliografía sobre el exilio, adolecían a veces de cierta cadencia de inventario, de un aire de panorama de lápidas en las que apenas se asomaba a veces algunos epitafios apresurados. Estos libros fundacionales han sido sin duda fundamentales para rescatar la memoria de tantos desterrados, pero hacía falta aplicar el fuelle del ensayo para insuflar vida a tantos nombres que poco a poco van recuperando sus perfiles humanos. Eso es sin duda lo que ha pretendido Eva Díaz Pérez en La Andalucía del exilio. Este libro recopila una extensa serie de semblanzas ya publicadas en la edición andaluza de El Mundo que abarcan toda una serie de inolvidables personajes que nacieron en Andalucía o que se arraigaron allí el tiempo suficiente como para llevarla consigo en las maletas del destierro. Eva Díaz Pérez, finalista del Nadal de 2008 con El club de la memoria, aborda todas las semblanzas con una técnica similar: recoger una anécdota significativa y recrear el momento en el que el retratado contempla los pasos que ha dejado tras de sí, recorriendo de nuevo el hilo que ha ido tendiendo por el laberinto del exilio: porque si algo tienen en común este conjunto de exiliados es un empeño impenitente de dejar memoria de su desventura. El origen periodístico de estas pequeñas crónicas conlleva a veces cierto desaliño estilístico y una reiteración en determinados motivos e imágenes que es pertinente en el periódico pero innecesaria en el libro. Sin embargo, es este mismo origen lo que le da sus mayores virtudes: trazo eficaz y adjetivación certera, y una selección impecable de aquello que hace fascinante a cada una de las vidas que pasean por estas páginas. Caben figuras muy conocidas, como Rafael Alberti, Antonio Machado o Niceto Alcalá-Zamora, y muchas otras que la pericia investigadora de la autora ha rescatado del olvido, o, al menos, de la penumbra: Miguel Pizarro, amigo de Lorca y novio de María Zambrano, que murió en Brooklyn tras sobrevivir a la Guerra Civil, al terremoto de Osaka, a y a un asalto de bandoleros manchúes en el Transiberiano; Pedro Garfias, inmenso cantor del destierro que mantenía largas conversaciones con un tabernero inglés sin aprender jamás su lengua; Matilde Cantos, que regresó del exilio para nutrir la oposición activa al antifranquismo y murió ignorada en una residencia de ancianos por no venderse al lustre hipócrita de la nueva política que se avecinaba. Los exiliados no interesan sólo por su propia peripecia, sino por su calidad de testigos, como Manuel Chaves Nogales, lúcido cronista de la rendición francesa ante el nazismo; o el médico libertario Pedro Vallina, que cuenta cómo vio a un grupo de ciegos que escapaban cogidos de la mano de un hospital cercano a la frontera preguntando cuál era el camino a Francia.
La Andalucía del exilio se cierra con un relato no por conocido menos estremecedor: el paseo por el desfiladero de Federico García Lorca, que tomó el último tren a Granada desoyendo todo tipo de advertencias e invitaciones para huir de la probabilidad de la muerte. Este epílogo, este exilio que no fue, parece decirnos que al menos a aquellos que sufrieron la tragedia del destierro les quedaron dos pequeños tesoros: la oportunidad de reconstruirse a sí mismos en otro lugar y el tiempo para dejarnos el recuerdo de la faz miserable del mundo.
La Andalucía del exilio se cierra con un relato no por conocido menos estremecedor: el paseo por el desfiladero de Federico García Lorca, que tomó el último tren a Granada desoyendo todo tipo de advertencias e invitaciones para huir de la probabilidad de la muerte. Este epílogo, este exilio que no fue, parece decirnos que al menos a aquellos que sufrieron la tragedia del destierro les quedaron dos pequeños tesoros: la oportunidad de reconstruirse a sí mismos en otro lugar y el tiempo para dejarnos el recuerdo de la faz miserable del mundo.
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