José Morella
He podido comprobar a menudo que vivimos en un momento en el que mucha gente exige que no se “politicen” las cosas, y escribo la palabra entre comillas porque, como la leche, la tolero mal. No politices el deporte, no politices el arte, no politices la escuela. A mí me han acusado de politizar alguna que otra reseña de este blog. He oído incluso a los políticos —y esto me parece de lo más desconcertante— acusarse los unos a los otros de politizar la política. «Está usted usando un argumento político», le dice un diputado a otro. No me digan que no es raro. Es como si un panadero acusara a un competidor de usar harina para hacer el pan. ¿En qué siglo vives, imbécil?, le diría el panadero modernizado a su colega anticuado. Mira que usar harina todavía... ¡Eres un inconsciente! ¡Y un... un... obsoleto! ¿No sabes que hoy en día el pan ya no lleva harina, ni el café cafeína, ni la leche nata, ni la política política? La literatura también se ve afectada, y se nos está descafeinando y desnicotinizando: novelones de setecientas páginas sobre el sobaco incorrupto de algún santo o los pedruscos de una catedral. La pobre gente necesita, a ritmo de diez páginas por trayecto, unos setenta viajes en metro para terminárselos. Un par de meses, siendo muy optimistas. Y luego se sienten obligados a decir que les ha gustado muchísimo. Que se lee de un tirón. Ya.
Tanto se nota en el ambiente esta despolitización y descafeinización de la vida y de la gente, que uno ha sentido, por momentos, algunas dudas de si no estaría equivocándose, pues al fin y al cabo uno se equivoca casi a diario. Pero después de leer todos los cuentos que Haroldo Conti tuvo tiempo de escribir antes de que unos sádicos nada ficticios y nada políticos entraran en su casa, le torturaran durante días y le desaparecieran para siempre, uno lo que siente es vergüenza por las dudas que ha tenido. Resulta que Conti, sabiendo que tenía muchas posibilidades de acabar como acabó, no se escondió en ningún sitio ni dejó de escribir nada. Y uno aquí, sentadito en la sexta fila del Gran Teatro del Primer Mundo, sin nada que temer más que una enfermedad o la llegada de la calvicie, resulta que tiene “dudas”. Verdaderamente, somos hijos de una época patética.
En todos los cuentos de Conti late, al fondo, la pobreza y el esfuerzo colectivo y hermoso por superarla. La esperanza y la desesperanza típicas y reconocibles de aquellos que viven siempre en la dificultad. Un chico, por ejemplo, vive solo con su madre porque el padre y el hermano mayor ya tuvieron un mal encuentro con un botón que los mató. El chico sabe que su destino es idéntico y que la madre se quedará sola. Su hermano, antes de morir, le pegó una paliza para convencerle de que no dejara la escuela. De que la terminara. Una pequeña esperanza, la escuela, dentro de la desesperanza general. Al principio parece que esos ambientes de máxima pobreza y de tragedia inevitable son sólo de los personajes, de ese chico en concreto, de esa madre. Pero a los dos o tres cuentos uno sabe que la pobreza y sus particularidades conforman la mismísima estructura del libro, el país común en el que viven todos los personajes de Conti. Incluso los ricos o burgueses, cuando aparecen, son hijos de ficción de eso que lo mancha todo, ese patio pequeño y sucio pero no exento de sueños y ternura del que se sale. Esa es otra cosa que une todos los cuentos de Conti: la ternura. El elemento que lo cose todo. Es una ternura ligada a un pasado originario, a una pequeña ciudad de provincias —Chacabuco—, a un paisaje en el que nada cambia nunca, repleto de tíos y tías que van envejeciendo, de abuelos, de árboles, de tejados de chapa ondulada de zinc, de ferrocarriles, del delta del Tigre y las esperanzas de la gente que parece que sean atraídas por esas aguas como si en lugar de aguas fueran irresistibles imanes líquidos para la luz de las estrellas —y quien haya estado en el Tigre sabe cómo es ese cielo— y para las esperanzas. Es increíble la cantidad de paralelos que me ha parecido verle a Conti con el catalanoaragonés Jesús Moncada. El delta, los marineros melvinianos poseídos por la navegación, la gente de pueblo miserable y endurecida pero que le arrebata mejor que nadie la felicidad a mordiscos a la vida, las historias que cuenta la gente. Y también, claro está, su ternura. A veces la ternura aparece magistralmente por ausencia, a base de no ser dicha. El cuento más tierno del libro, que te salta las lágrimas casi a golpes, como alguien que te diera bofetadas, está escrito a la contraria: negándose a explicar la ternura. Es una simple escena en la que un sobrino y su tío se encuentran en una estación de tren, se toman algo en el bar de la estación y se dicen unas cuantas frases nada especiales. Se titula “Perdido” y tiene 5 páginas.
Abundan los personajes investidos de un sueño particular que los habita y que no se va nunca (que es lo mismo que le pasaba a Conti con la literatura). Hasta tal punto arrastran su sueño allá donde van que llegan a confundirse con él. Suelen ser personas mayores, que han arrastrado su sueño durante la juventud y, al empezar a hacer cuesta abajo la calle de la vida hacia la muerte, el sueño ya ha hecho dos cosas irreversibles con ellos: primero, convertirse en un fracaso, en un sueño que no llegará nunca; y segundo, metérseles en la piel para no dejarlos hasta que respiren por última vez. De manera que son personajes que viven atados a sus fracasos, pero que sacan de ellos una felicidad desgarradora e irremplazable mezclada con la pena y la fatiga. Hay, por ejemplo, un hombre que quiere inventar una máquina para volar y que llega a conseguir que cientos de habitantes de la ciudad —una ciudad de provincias, claro— estén pendientes de su vuelo. O un hombre enamorado de los trenes y las locomotoras, que las conoce y las ve a todas horas en su mente. O, en el mejor de todos los cuentos de Conti, el sueño obsesivo de un marinero contado por su hijo. De este cuento tengo miedo de decir una sola palabra más para no arrebatarles a ustedes ni una pizca del goce de leerlo. Sólo les informo de que se llama “Todos los veranos” y de que aparece en él una samba preciosa titulada en realidad Ao voltar do samba pero que Conti prefiere llamar Praça Onze.
Es posible que a ustedes no les guste Haroldo Conti. Si no les gusta a la primera, no hay nada que hacer. No se esfuercen. Tampoco pongan a parir al crítico diciendo que no les advirtió. Conti no era de los que quieren gustar a todos. No lo pretendió jamás. Lo último que se puede decir de él es que fuera pretencioso. La distancia entre su literatura y su vida es la mínima posible, y su discurso el más verdadero del que él era capaz. No hay artificio apenas, no hay trampa ni cartón. Si les gusta la literatura de artificio con sorpresa final y poca harina, tal vez no disfruten de Conti. La literatura de Conti es todavía de la que llevaba harina en cantidad fabulosa. Levadura de la buena, de la que sube y queda esponjosa sin que queden boquetes de aire por debajo de la corteza. Es un café aromático con cafeína de la que desvela y te pasas la noche leyendo aunque sabes que por la mañana, la puta mañana, tienes que levantarte y enfundarte una ropa para irte a trabajar.
1 comentario:
La literatura de Haroldo Conti es, ciertamente, de alto voltaje. Uno tiene la sensación al leer sus cuentos de que, ciertamente, ya no se escribe así. Tan pegado a la piel, con tanta clarividencia, con tanta "ternura" y crudeza. ¿En cuántos de los personajes de Conti y en cuántos de sus paisajes no se siente el lector, cualquier lector, reflejado?
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