martes, julio 22, 2008

Los cementerios civiles, José Jiménez Lozano

Seix Barral, Barcelona, 2008. 368 pp. 20 €

José Manuel de la Huerga

José Jiménez Lozano ha rescatado, para fortuna de quienes por entonces gastábamos pantalón corto, uno de sus clásicos de hace treinta años. Parecía que 1978 era el momento ideal, con una Constitución que olía a pan reciente, los nacionalismos tirando de la teta nutricia del Estado, los fachas “jugando” al tiro al abogado rojo y la Iglesia de Tarancón fumándose el puro de la paz aconfesional. La nueva edición revisada por el autor no dejará indiferente a ningún lector interesado en conocer de primera mano, con una ingente cantidad de datos fielmente dispuestos en el aparato crítico correspondiente, nuestra ineptitud genética para diferenciar lo que es de Dios y lo que es del César.
Lozano, desde su retiro de provincias, por aquel convulso año de la transición ponía encima de la mesa el espejo común de tres siglos de historia de los muertos en España. Se empeñaba, y conseguía, desgranar el aserto de tono evangélico «por sus entierros los conoceréis». Aprendimos años ha que un civilización se asienta junto a una corriente de agua y decide permanecer por tiempo indefinido en aquel enclave cuando acota la tierra sagrada para enterrar. No puedo evitar recordar imagines terribles en la guerra de los Balcanes: Kosovares desenterrando a sus muertos por miedo a las represalias de los serbios y cargando con ellos al exilio. No tenemos que ir muy lejos ni dar marcha atrás en nuestra historia común de reyertas y revoluciones civiles e inciviles.
España, lejos de desenterrar y llevarse sus muertos, ha sido capaz de tirárselos a la cabeza. No dejamos descansar a nuestros muertos su merecido sueño eterno y los usamos como arma arrojadiza entre los unos y los otros. (Unos y otros que respondieron a lo largo de la historia en líneas generales a los binomios católico-monárquico y republicano-ateo.) Este país ha llevado sus rencillas a límites indecentes en lo tocante al asunto de los camposantos. La identificación plena entre casta hispánica y religión de nuestros padres ha amasado una manera de ser, vivir y enterrar tan enquistada que ha marcado para la eternidad una línea divisoria entre buenos católicos y malos raros, ateos y demás ralea librepensadora.
Jiménez Lozano saca su pluma de ensayista brillante y busca las raíces del conflicto ético, moral y político. Desde que en el siglo XVIII soplaran por estos pagos los tenues vientos de la Ilustración siempre ha habido un «espiritualmente inquieto» en cada casa. Solía coincidir con alguien con estudios que nos dejaba en herencia no sólo la biblioteca, sino especialmente un manojo de pensamientos en dietario, muy incómodos, porque ponían en tela de juicio no tanto la divinidad como el monopolio de la gestión trascendente por parte de la Iglesia católica.
Ilustración, Liberalismo, Positivismo, revoluciones gloriosas y republicanas, intentaron mover el péndulo de las costumbres de la gens hispanica unos pocos centímetros hacia la laicidad del Estado, la municipalidad de los cementerios, la libertad de cultos y la separación de Iglesia y Estado. Pero nos recuerda Lozano que en este país donde siempre se confunden ambas instituciones (donde seguimos tocando el chunda chunda nacional para procesionar santos) adolecemos de una «incurable impotencia para la laicidad y, por lo tanto, para la civilidad». Levantamos tapias para separar en nuestros cementerios a los buenos españoles de los otros, apestados francmasones, rojos y ateos. «Se es católico porque se es español».
Lo verdaderamente llamativo es que desde el primer entierro «por lo civil», el de Fray Antonio de Olabarrieta, convertido en el ciudadano José-Joaquín Clara-Rosa (su nombre civil procede de los nombres de sus cuatro mujeres de este y el otro lado del Atlántico), el heterodoxo tendrá que expresarse en los moldes mismos de la ortodoxia: cambiamos la Biblia por la Pepa (la Constitución liberal de 1812) y el incensario de los monaguillos por mozas lanzando pétalos, el Miserere por La Marsellesa. Como bien apunta el autor, «un pueblo amamantado por la Iglesia desde siglos no podía sino reaccionar con gestos y palabras clericales incluso contra esa Iglesia: no dispone de otra estructura mental y de sensibilidad».
La oportuna reedición de este esclarecedor ensayo viene justificado por el nuevo suspenso en una de nuestras asignaturas pendientes: la verdadera separación entre Estado e Iglesia. Azaña se precipitó cuando afirmó que España ya no era católica. Hoy sigue siendo católica. En una sociedad apenas practicante las listas de niños que bautizar y que comulgar aumentan engordando las arcas de la industria gastronómica, del despilfarro y la ostentación. La geste se muere por lo católico, porque un entierro civil es más triste, más «asignificativo» escribe Lozano.
Se diría que, treinta años después, ya no tanto en los muertos, pero sí en los vivos que se casan por lo civil, se divorcian, deciden o no abortar, no bautizar a sus vástagos que estudiarán Educación para la Ciudadanía sin interponer objeciones de conciencia algunas, seguimos percibiendo la continuidad del desafío entre los dos poderes, nuestros dos rostros más genuinos, irreconciliables.

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