miércoles, julio 02, 2008

La muerte lenta de Luciana B, Guillermo Martínez

Destino, Barcelona, 2007. 232 pp. 19.50 €

Ignacio Sanz

De Guillermo Martínez (Bahía Blanca, Argentina, 1962) se habla mucho últimamente, pero no como promesa firme de las letras argentinas, sino como verdadero maestro del suspense, tras el éxito internacional que ha cosechado su novela Los crímenes de Oxford, llevada al cine por Alex de la Iglesia y traducida a treinta y tres idiomas. Quienes, por azares dichosos de la vida, tuvimos la suerte de conocerle hace algunos lustros, ya sabíamos de la precisión de su estilo, de sus atmósferas cargadas e intrigantes y de sus desenlaces sorprendentes. En Infierno grande, su primer libro de cuentos, escrito cuando el autor andaba por los veintitantos, hace un alarde de ese dominio con una prosa equilibrada y distante. Yo diría que desapasionada. Acaso por razones literarias me sentí abducido en su día con su novela La mujer del maestro, en la que el escritor que la narra trata de acercarse al escritor que admira a través de su mujer. Era por tanto una novela metaliteraria, con mucha reflexión sobre los misteriosos secretos de la cocina de un autor.
La muerte lenta de Luciana B, su cuarta novela, tras las dos aludidas y Acerca de Roderer, sigue esa racha metaliteraria, hasta el extremo de que la editorial entrega con la novela un cuaderno de notas de Henry James, uno de sus maestros declarados al que se alude en varias ocasiones a lo largo de la misma. Claro que, además de James, a veces uno descubre el aliento de Borges en esa manera distante y templada de abordar los hechos narrativos.
Luciana, el personaje central de esta novela es, al principio de la misma, la joven secretaria ocasional de un escritor. Diez años más tarde la vemos convertida en un ser ultrajado, en una mujer perturbada, envuelta en una serie de muertes próximas. Kloster, el célebre escritor para el que trabajaba y con el que rompió se convierte en el principal sospechoso. El narrador, el que nos cuenta estas intrigas dosificando con eficacia los datos, es otro escritor que, de manera circunstancial, se cruzó en la vida de Luciana.
En un momento de la novela, hacia el final, Kloster, asombrado del poder premonitorio de su escritura le dice al narrador: «Mucho después, a la noche, leí otra vez esas páginas que le había dictado. Eran de otro, sin duda. Yo nunca hubiera podido escribir algo así. Sin fallas, sin vacilaciones. Un lenguaje primordial, con una fuerza terrible y primitiva que se abría paso a lo más hondo del mal. Me dio terror verlas allí escritas, fijadas en la tinta sobre el papel, como si fueran la evidencia incontrastable de que aquello había sido real».
Este párrafo resulta esclarecedor del poder premonitorio de la escritura al que aludíamos. Pero, a través de él, el lector puede descubrir también el ritmo de una escritura subyugante, envolvente, poderosa, una escritura que, de manera sibilina, atrapa al lector en los primeros párrafos y no lo suelta hasta que, agotado por el sueño, pero feliz de haber realizado una travesía encandilante, llega al punto final. Así me pilló a mí, en la cama, casi de madrugada, pero feliz por haber recorrido esos territorios oscuros que van desde la venganza, la crueldad o la superstición por los que deambulan los personajes inquietantes de esta novela tensionada y magnífica.

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