Páginas de Espuma, Madrid, 2007. 128 pp. 12 €
Ignacio Sanz
Juan Carlos Méndez Guédez nació en Nueva Segovia de Barquisimeto, Venezuela, en 1967. Forma parte de la generación de Mollina, un foro latinoamericano de Literatura celebrado en 1993 en esta localidad malagueña durante tres semanas inolvidables al lado de grandes maestros como Jorge Amado, Goytisolo, Saramago o Soyinka. De los noventa escritores jóvenes que allí participaron, ciertamente no todos han seguido en el empeño, pero en estos quince años transcurridos, algunos se han situado en los más alto y han acaparado premios y reconocimientos. Los españoles Óscar Esquivias, Ignacio García-Valiño o Care Santos y los argentinos Carlos Antognazzi, Gustavo Nielsen o Guillermo Martínez, el célebre autor de Los crímenes de Oxford, son sólo una muestra mínima de escritores que se tomaron en serio su carrera.
Juan Carlos Méndez Guédez, avalado por una trayectoria tenaz y ascendente, ocupa ya un lugar sólido entre los escritores originarios de Latinoamérica que, por unas u otras razones, se acaban instalando en España donde hace años alcanzó el grado de doctor en Literatura por Salamanca. Premio Ateneo de La Laguna por su libro de cuentos Tan nítido en el recuerdo y finalista del Fernando Quiñones por su novela Una tarde con campanas, su obra va abriéndose paso en medio del gran marasmo literario.
Pese a su prolongada estancia en España, Venezuela sigue viva en su obra. En ese sentido sus cuentos tiene algo de mestizos, como si el autor los escribiera mirando a los dos países. Y no sólo son mestizos por los escenarios donde se desarrollan, también por el lenguaje utilizado, lleno de complicidades hacia el lenguaje coloquial venezolano, pero a veces, con guiños también hacia el lenguaje coloquial español.
Pero si insisto en llamar mestizos a estos cuentos es porque haya un trasvase continuo entre las dos realidades, niños a los que se promete viajar a Europa o personajes instalados en España que evocan Venezuela o que preguntan si allí, en Venezuela, nieva. Más allá de estos aspectos externos, los cuentos siguen siendo mestizos, como la propia vida, porque alguno, como “En marzo florecen los prunos” tiene vocación de poema con final sorprendente, mientras que el titulado “Amanecer” sigue el esquema fidedigno de un guión cinematográfico. Sorprende la rapidez de los diálogos en el que da título al volumen, quizá el más metaliterario de todos, casi un esquema de una interesante obra teatral en el que se ponen de manifiesto las pequeñas miserias del mundillo literario. O el puro juego que se despliega en el titulado “Agua”. Otros cuentos, acaso más convencionales en su formato, como “El ojo insomne de las peceras”, dejan en el lector una huella imborrable de lo sinuosas que son las raíces que alimentan los conflictos infantiles. Terrible y descarnado resulta también “El hombre lobo en el bulevar” en el que se retratan esas algaradas o levantamientos populares cuyas consecuencias sufren tantos inocentes al verse de pronto envueltos por un caos que pone la vida patas arribas. En “Breve tratado sobre la tos”, el autor pone de manifiesto sus dotes irónicas.
Pero más allá de estas acotaciones parciales, el valor de este libro estriba en los mundos cerrados que retrata, los pequeños conflictos y tragedias a las que se enfrentan los personajes, adobadas con un lenguaje sin estridencias en el que predomina un fondo musical que podría servir para contar las historias en una alargada sobremesa. Porque cada cuento es una pequeña melodía.
Este libro consolida el mundo mestizo, mitad venezolano, mitad español, en el que se mueve Juan Carlos Méndez Guédez.
Juan Carlos Méndez Guédez nació en Nueva Segovia de Barquisimeto, Venezuela, en 1967. Forma parte de la generación de Mollina, un foro latinoamericano de Literatura celebrado en 1993 en esta localidad malagueña durante tres semanas inolvidables al lado de grandes maestros como Jorge Amado, Goytisolo, Saramago o Soyinka. De los noventa escritores jóvenes que allí participaron, ciertamente no todos han seguido en el empeño, pero en estos quince años transcurridos, algunos se han situado en los más alto y han acaparado premios y reconocimientos. Los españoles Óscar Esquivias, Ignacio García-Valiño o Care Santos y los argentinos Carlos Antognazzi, Gustavo Nielsen o Guillermo Martínez, el célebre autor de Los crímenes de Oxford, son sólo una muestra mínima de escritores que se tomaron en serio su carrera.
Juan Carlos Méndez Guédez, avalado por una trayectoria tenaz y ascendente, ocupa ya un lugar sólido entre los escritores originarios de Latinoamérica que, por unas u otras razones, se acaban instalando en España donde hace años alcanzó el grado de doctor en Literatura por Salamanca. Premio Ateneo de La Laguna por su libro de cuentos Tan nítido en el recuerdo y finalista del Fernando Quiñones por su novela Una tarde con campanas, su obra va abriéndose paso en medio del gran marasmo literario.
Pese a su prolongada estancia en España, Venezuela sigue viva en su obra. En ese sentido sus cuentos tiene algo de mestizos, como si el autor los escribiera mirando a los dos países. Y no sólo son mestizos por los escenarios donde se desarrollan, también por el lenguaje utilizado, lleno de complicidades hacia el lenguaje coloquial venezolano, pero a veces, con guiños también hacia el lenguaje coloquial español.
Pero si insisto en llamar mestizos a estos cuentos es porque haya un trasvase continuo entre las dos realidades, niños a los que se promete viajar a Europa o personajes instalados en España que evocan Venezuela o que preguntan si allí, en Venezuela, nieva. Más allá de estos aspectos externos, los cuentos siguen siendo mestizos, como la propia vida, porque alguno, como “En marzo florecen los prunos” tiene vocación de poema con final sorprendente, mientras que el titulado “Amanecer” sigue el esquema fidedigno de un guión cinematográfico. Sorprende la rapidez de los diálogos en el que da título al volumen, quizá el más metaliterario de todos, casi un esquema de una interesante obra teatral en el que se ponen de manifiesto las pequeñas miserias del mundillo literario. O el puro juego que se despliega en el titulado “Agua”. Otros cuentos, acaso más convencionales en su formato, como “El ojo insomne de las peceras”, dejan en el lector una huella imborrable de lo sinuosas que son las raíces que alimentan los conflictos infantiles. Terrible y descarnado resulta también “El hombre lobo en el bulevar” en el que se retratan esas algaradas o levantamientos populares cuyas consecuencias sufren tantos inocentes al verse de pronto envueltos por un caos que pone la vida patas arribas. En “Breve tratado sobre la tos”, el autor pone de manifiesto sus dotes irónicas.
Pero más allá de estas acotaciones parciales, el valor de este libro estriba en los mundos cerrados que retrata, los pequeños conflictos y tragedias a las que se enfrentan los personajes, adobadas con un lenguaje sin estridencias en el que predomina un fondo musical que podría servir para contar las historias en una alargada sobremesa. Porque cada cuento es una pequeña melodía.
Este libro consolida el mundo mestizo, mitad venezolano, mitad español, en el que se mueve Juan Carlos Méndez Guédez.
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