Trad. Claudia Ortego Sanmartín. Edhasa, Barcelona, 2007. 313 pp. 20,50 €
Recaredo Veredas
Pocos son los autores capaces de modificar la mirada del lector, de provocar que contemplemos nuestra cotidianeidad de una manera distinta consiguiendo, gracias a su profundo conocimiento de los recursos narrativos y de los matices de las emociones, una alteración duradera, que persiste más allá del momento en que cerramos el libro. Joan Francesc Mira es uno de esos privilegiados. El logro que consigue en Purgatorio resulta especialmente apreciable: nos encontramos ante una relectura de La Divina Comedia, nacida hace ya setecientos años.
Escrita originariamente en catalán y magníficamente traducida por Claudia Ortego, Purgatorio narra el descenso al caos de la ciudad moderna —metáfora del infierno de Dante— de un médico rural llamado Salvador Donat cuyo único hermano, un empresario de dudosa ética, agoniza víctima del cáncer en una Valencia que se prepara con avidez para los estragos del boom inmobiliario. El protagonista, cuya vida cotidiana transcurre en una felicidad amortiguada, conoce, con una inocencia casi infantil, las consecuencias sociales y emocionales de la corrupción, cayendo de golpe en ese doloroso y necesario purgatorio que da título a la novela. Necesario porque le sirve para construir una existencia verdadera, consciente de la inevitabilidad del mal. Coincidirá con personajes que caminan con brillantez y sin derrumbarse en el filo de la inverosimilitud. El más destacado es una curiosa suplantación del Virgilio dantesco, transmutado en un chófer negro con aspiraciones poéticas que, cuidando sus pasos pero permitiendo el dolor, guiará al protagonista en su enriquecedor recorrido por el infierno.
Purgatorio es capaz de convocar una doble lectura. En la primera, tal vez la menos interesante, el lector que conozca la obra de Dante disfrutará identificando símbolos y anillos infernales, descifrando la identidad de Virgilio, de Beatriz o de los numerosos condenados errantes que vagan por ese curioso averno en que convierte a la Valencia moderna. En la segunda el lector hallará una novela que se sostiene a la perfección, con plena autonomía, que permite el disfrute, incompleto pero válido, de un lector que no se haya acercado hasta la Divina Comedia. Como las mejores obras de J.M. Coetzee —Desgracia o La Edad de Hierro— Purgatorio hiere y reconforta al mismo tiempo ya que, aun mostrando una visión del mundo devastadora y de una lucidez difícilmente rebatible, ofrece una solución al desastre que sufren los protagonistas. Para Mira, como para el sudafricano, la curación pasa por el desprendimiento y la limpieza, aunque aliviada con un acertado y necesario golpe de lujuria mediterránea.
La combinación entre un referente clásico de tal volumen y un argumento hiperrealista podría haber provocado un refrito indigerible, pero la habilidad narrativa de Mira y la contundencia de su mirada facilita que, como los mejores chefs, sea capaz de mezclar ingredientes aparentemente incompatibles. Tal vez tanto Desgracia como Purgatorio sean novelas que sólo se pueden escribir desde la madurez —Mira nació en 1939— cuando se conoce de primera mano, y no sólo mediante referencias literarias o por lo vivido por otros, las verdaderas repercusiones de la muerte. La veteranía del autor también se percibe en su comprensión de los personajes, que no son condenados, ni siquiera juzgados —con la excepción del enfermo, cuya redención es imposible— sino comprendidos, como demuestra con el sutil tratamiento de la ambivalente Beatriz-Matilde, la secretaria-amante del moribundo, que se debate entre el lecho de los dos hermanos.
La similitud con Desgracia no sólo se ciñe a la lucidez, también a los movimientos de un peculiar narrador en tercera persona que, aun estando absolutamente apoyado en el protagonista, se permite extraños vuelos, opiniones brutales y contundentes, rompiendo cualquier prejuicio, razonable en otros autores, sobre la libertad en el punto de vista. Tal desviación de los patrones habituales se sostiene sobre un profundo conocimiento de recursos artesanales demasiadas veces olvidados, como la verosimilitud de los diálogos o el correlato objetivo.
El dominio que Mira posee sobre el espacio, que define el estado de ánimo del protagonista y la transición entre los distintos círculos de un infierno, cuyo epicentro es un desolado hospital, merece ser resaltado. Así describe, en una metáfora de toda la urbe, incluso de la propia situación del enfermo, un mercado abandonado: «...bellísimo edificio de ladrillo, rojo oscuro en la noche de farolas de luz amarilla, sin muros, sólo arcos y pilares y por encima flores y frutas de cerámica... pero era un mercado vacío, sin paradas dentro, sin nada, sin vida, un grandioso arco triunfal en cada extremo y en medio la oscuridad, la suciedad, papeles y plásticos, polvo». Dicho dominio también se amplía a los objetos, incluso a los más modestos animales. La narración de la muerte del hermano, elíptica y metafórica, donde utiliza uno de esos perros vagabundos tan queridos por Coetzee, es magistral.
Aunque la prosa alcance niveles de dificultad bastante elevados, próximos al monólogo interior, el autor no olvida la necesidad de la peripecia. Es decir, sabe que está escribiendo una novela y que para que su mensaje alcance la nitidez necesaria el protagonista, con quien el lector está implicado desde la primera página, debe recibir dosis, perfectamente medidas de ayudas y contratiempos. Consigue, como también logra Rafael Chirbes en Crematorio, que la inmersión en los abismos no expulse al lector de las páginas.
Obviamente, como cualquier novela de largo aliento, Purgatorio tiene defectos —cierta duplicación en el desenlace y un ligero maniqueísmo en el trazado del antagonista, de ese hermano caído en el infierno que sirve con demasiada obviedad para resaltar la bondad del otro— pero sus virtudes son tan elevadas que apagan cualquier resquemor.
Escrita originariamente en catalán y magníficamente traducida por Claudia Ortego, Purgatorio narra el descenso al caos de la ciudad moderna —metáfora del infierno de Dante— de un médico rural llamado Salvador Donat cuyo único hermano, un empresario de dudosa ética, agoniza víctima del cáncer en una Valencia que se prepara con avidez para los estragos del boom inmobiliario. El protagonista, cuya vida cotidiana transcurre en una felicidad amortiguada, conoce, con una inocencia casi infantil, las consecuencias sociales y emocionales de la corrupción, cayendo de golpe en ese doloroso y necesario purgatorio que da título a la novela. Necesario porque le sirve para construir una existencia verdadera, consciente de la inevitabilidad del mal. Coincidirá con personajes que caminan con brillantez y sin derrumbarse en el filo de la inverosimilitud. El más destacado es una curiosa suplantación del Virgilio dantesco, transmutado en un chófer negro con aspiraciones poéticas que, cuidando sus pasos pero permitiendo el dolor, guiará al protagonista en su enriquecedor recorrido por el infierno.
Purgatorio es capaz de convocar una doble lectura. En la primera, tal vez la menos interesante, el lector que conozca la obra de Dante disfrutará identificando símbolos y anillos infernales, descifrando la identidad de Virgilio, de Beatriz o de los numerosos condenados errantes que vagan por ese curioso averno en que convierte a la Valencia moderna. En la segunda el lector hallará una novela que se sostiene a la perfección, con plena autonomía, que permite el disfrute, incompleto pero válido, de un lector que no se haya acercado hasta la Divina Comedia. Como las mejores obras de J.M. Coetzee —Desgracia o La Edad de Hierro— Purgatorio hiere y reconforta al mismo tiempo ya que, aun mostrando una visión del mundo devastadora y de una lucidez difícilmente rebatible, ofrece una solución al desastre que sufren los protagonistas. Para Mira, como para el sudafricano, la curación pasa por el desprendimiento y la limpieza, aunque aliviada con un acertado y necesario golpe de lujuria mediterránea.
La combinación entre un referente clásico de tal volumen y un argumento hiperrealista podría haber provocado un refrito indigerible, pero la habilidad narrativa de Mira y la contundencia de su mirada facilita que, como los mejores chefs, sea capaz de mezclar ingredientes aparentemente incompatibles. Tal vez tanto Desgracia como Purgatorio sean novelas que sólo se pueden escribir desde la madurez —Mira nació en 1939— cuando se conoce de primera mano, y no sólo mediante referencias literarias o por lo vivido por otros, las verdaderas repercusiones de la muerte. La veteranía del autor también se percibe en su comprensión de los personajes, que no son condenados, ni siquiera juzgados —con la excepción del enfermo, cuya redención es imposible— sino comprendidos, como demuestra con el sutil tratamiento de la ambivalente Beatriz-Matilde, la secretaria-amante del moribundo, que se debate entre el lecho de los dos hermanos.
La similitud con Desgracia no sólo se ciñe a la lucidez, también a los movimientos de un peculiar narrador en tercera persona que, aun estando absolutamente apoyado en el protagonista, se permite extraños vuelos, opiniones brutales y contundentes, rompiendo cualquier prejuicio, razonable en otros autores, sobre la libertad en el punto de vista. Tal desviación de los patrones habituales se sostiene sobre un profundo conocimiento de recursos artesanales demasiadas veces olvidados, como la verosimilitud de los diálogos o el correlato objetivo.
El dominio que Mira posee sobre el espacio, que define el estado de ánimo del protagonista y la transición entre los distintos círculos de un infierno, cuyo epicentro es un desolado hospital, merece ser resaltado. Así describe, en una metáfora de toda la urbe, incluso de la propia situación del enfermo, un mercado abandonado: «...bellísimo edificio de ladrillo, rojo oscuro en la noche de farolas de luz amarilla, sin muros, sólo arcos y pilares y por encima flores y frutas de cerámica... pero era un mercado vacío, sin paradas dentro, sin nada, sin vida, un grandioso arco triunfal en cada extremo y en medio la oscuridad, la suciedad, papeles y plásticos, polvo». Dicho dominio también se amplía a los objetos, incluso a los más modestos animales. La narración de la muerte del hermano, elíptica y metafórica, donde utiliza uno de esos perros vagabundos tan queridos por Coetzee, es magistral.
Aunque la prosa alcance niveles de dificultad bastante elevados, próximos al monólogo interior, el autor no olvida la necesidad de la peripecia. Es decir, sabe que está escribiendo una novela y que para que su mensaje alcance la nitidez necesaria el protagonista, con quien el lector está implicado desde la primera página, debe recibir dosis, perfectamente medidas de ayudas y contratiempos. Consigue, como también logra Rafael Chirbes en Crematorio, que la inmersión en los abismos no expulse al lector de las páginas.
Obviamente, como cualquier novela de largo aliento, Purgatorio tiene defectos —cierta duplicación en el desenlace y un ligero maniqueísmo en el trazado del antagonista, de ese hermano caído en el infierno que sirve con demasiada obviedad para resaltar la bondad del otro— pero sus virtudes son tan elevadas que apagan cualquier resquemor.
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