Trad. María Teresa Gallego Urrutia. Anagrama, Barcelona, 2007. 129 pp. 12 €
Nere Basabe
Una extraña autobiografía como contada desde fuera, una genealogía del desarraigo es lo que nos ofrece Patrick Modiano en su Pedigrí: «Que el lector me disculpe por todos estos nombres y los que vendrán a continuación. Soy un perro que hace como que tiene pedigrí. Mi madre y mi padre no pertenecen a ningún ambiente concreto. Tan llevados de acá para allá, tan inciertos que no me queda más remedio que esforzarme por encontrar unas cuantas huellas y unas cuantas balizas en esas arenas movedizas...».
Patrick Modiano nació en el París de 1945, hijo de un negociante judío y de una actriz flamenca que coincidieron fugazmente en los oscuros y confusos años de la Segunda Guerra Mundial. Es precisamente este ambiente de la ocupación y de la posguerra parisina lo que Modiano ha reflejado en sus novelas, probablemente el mejor retrato de esos años que se haya hecho, obsesionado siempre por rastrearse a sí mismo en busca de una identidad. Sus libros se nutren así, desde La calle de las tiendas oscuras (Premio Goncourt 1978), de elementos autobiográficos que en éste se hacen con todo el protagonismo, haciendo de Un pedigrí la obra en la que se condensan (y ciertamente, aparecen condensados, desnudados hasta el laconismo) todas esas preocupaciones en que se sustenta su escritura.
Modiano escribe la biografía de un desconocido que es él mismo, de su origen en unos padres (no podría calificarse de familia) que son igualmente unos desconocidos para él. Y lo escribe para tratar de alcanzar algún conocimiento sobre esa incógnita que es su pasado, y que con tanta extrañeza se le presenta. El material del que se sirve son apenas unos datos que encuentra aquí y allá, y de los que se limita a dejar constancia. Uno no puede dejar de pensar, ante esta forma tan vaciada de ejercitar la autobiografía, en otras obras del género que retratan esa misma época, como las Memorias de una joven formal de Simone de Beauvoir, y que lo hacen a través de la prolija introspección sentimental, y se da cuenta entonces de que el modo de explicarse a uno mismo puede adquirir muy diferentes formas, y que en esa selección de la forma descansa probablemente el lugar que uno ocupa en el mundo. Modiano sigue pistas que llevan las más veces a ninguna parte, levanta acta de unos hechos sucedidos sobre los que no se explaya, que no comenta ni valora. Las escasas cien páginas del libro se llenan así de enumeraciones, relaciones de personajes que van y vienen en torno a esos padres distantes, y de los que apenas sabemos nada antes ni después de que salgan de escena: «Las personas a las que he podido identificar, de entre todas las que mi padre trataba en aquella época, son Henri Lagroua, Sacha Gordine, Freddie McEvoy, un australiano campeón de bobsleigh y corredor automobilístico con quien compartirá, nada más acabar la guerra, una “oficina” en los Campos Elíseos cuya razón social me ha sido imposible averiguar; un tal Jean Koporindé (calle de La Pompe, 189), Geza Pellmont, Toddie Werner (quien se hacía llamar “señora Sahuque”) y su amiga Hessien (Liselotte), Kissa Kuprin, una rusa, hija del escritor Kuprin. Había trabajado en unas cuantas películas e interpretado un papel en una obra de Roger Vitral, Les demoiselles du large. Flory Franken, conocida por Nardus, a quien mi padre llamaba “Flo”, era hija de un pintor holandés y había pasado la infancia y la adolescencia en Túnez. Fue luego a París y andaba mucho por Montparnasse. En 1938, estuvo implicada en un suceso que la llevó ante el tribunal de lo penal y, en 1940, se casó con el actor japonés Sessue Hayakawa. Durante la Ocupación trabó amistad con Dita Parlo, que había sido la protagonista de L’Atalante, y con su amante, el doctr Fuchs, uno de los dirigentes del servicio “Otto”, la oficina de compras más importante del mercado negro, sita en el 6 de la calle Adolphe Yvon (distrito XVI)»; «Otras personas que iban de visita por el piso del muelle de Conti: un joven ruso, Georges d’Ismaïloff, que estaba tuberculoso pero siempre salía sin abrigo durante los gélidos inviernos de la Ocupación. Un griego, Christos Bellos. Había perdido el último paquebote que salía para América, adonde iba a reunirse con un amigo. Una muchacha de la misma edad, Geneviève Vaudoyer. De ellos, sólo quedan sus nombres».
Un catálogo de personajes, en fin, que en ocasiones marea, pero que imprimen con precisión la sensación de unas vidas fragmentadas y erráticas, perdidas en una época sin futuro. «Tal era, más o menos, el mundo en que se movía mi padre. ¿Ambientes equívocos? ¿Canallas de guante blanco?»; «Según voy estableciendo esta nomenclatura y paso lista en un cuartel vacío, me va dando vueltas la cabeza y cada vez me queda menos resuello. Curiosa gente. Curiosa época entre dos luces». Y en medio de todo ese marasmo —o en sus márgenes, excluido una y otra vez por unos padres a los que estorba—, un joven Patrick creciendo con desconcierto. «Y me preguntaba qué pintaba yo allí», repite a lo largo del libro. No hay sentimientos en la novela; o mejor dicho, sí los hay, aunque no se describen, o lo que es peor, se percibe su ausencia con un escalofrío. Patrick es enviado una y otra vez a numerosos internados de los que escapa con la misma recurrencia; muere inesperadamente su hermano, cuando él es un niño; se pasa hambre; el muchacho acompaña a su padre a encuentros clandestinos, donde se tratan negocios oscuros que le dejan fuera (nunca sabrá a qué se dedicaba su padre profesionalmente): «Normalmente, mi padre “citaba” a la gente en el vestíbulo del Hotel Claridge y me llevaba con él los domingos. Una tarde, me quedo aparte mientras charla en voz baja con un inglés. Intenta arrebatarle por sorpresa una hoja que el inglés acaba de firmar. Pero éste la recupera a tiempo. ¿De qué “protocolo de acuerdo” se trataba?». Las relaciones paterno-filiales se van haciendo cada vez más difíciles, como podemos conocer a través de la trascripción de algunas cartas; su padre llega a denunciarlo a la policía y al final rompen todo contacto. Su madre, una actriz de poca monta con cada vez más problemas para encontrar un papel, siempre estaba ausente, nunca se ocupó de él.
Modiano retrata sobre todo un vacío con idéntica economía de recursos, y través de lo que sólo se presentan como tentativas de aproximaciones, llegamos pese a todo a conocer lo oscuro de ese núcleo. Infructuosas huidas en tren. El desarraigo, la farsa que sólo como tal constituye un pedigrí. Pero una mañana de primavera, sentado en la terraza de un café, Modiano comienza a escribir su primera novela. Luce el sol. La escritura lo ha liberado.
Nere Basabe
Una extraña autobiografía como contada desde fuera, una genealogía del desarraigo es lo que nos ofrece Patrick Modiano en su Pedigrí: «Que el lector me disculpe por todos estos nombres y los que vendrán a continuación. Soy un perro que hace como que tiene pedigrí. Mi madre y mi padre no pertenecen a ningún ambiente concreto. Tan llevados de acá para allá, tan inciertos que no me queda más remedio que esforzarme por encontrar unas cuantas huellas y unas cuantas balizas en esas arenas movedizas...».
Patrick Modiano nació en el París de 1945, hijo de un negociante judío y de una actriz flamenca que coincidieron fugazmente en los oscuros y confusos años de la Segunda Guerra Mundial. Es precisamente este ambiente de la ocupación y de la posguerra parisina lo que Modiano ha reflejado en sus novelas, probablemente el mejor retrato de esos años que se haya hecho, obsesionado siempre por rastrearse a sí mismo en busca de una identidad. Sus libros se nutren así, desde La calle de las tiendas oscuras (Premio Goncourt 1978), de elementos autobiográficos que en éste se hacen con todo el protagonismo, haciendo de Un pedigrí la obra en la que se condensan (y ciertamente, aparecen condensados, desnudados hasta el laconismo) todas esas preocupaciones en que se sustenta su escritura.
Modiano escribe la biografía de un desconocido que es él mismo, de su origen en unos padres (no podría calificarse de familia) que son igualmente unos desconocidos para él. Y lo escribe para tratar de alcanzar algún conocimiento sobre esa incógnita que es su pasado, y que con tanta extrañeza se le presenta. El material del que se sirve son apenas unos datos que encuentra aquí y allá, y de los que se limita a dejar constancia. Uno no puede dejar de pensar, ante esta forma tan vaciada de ejercitar la autobiografía, en otras obras del género que retratan esa misma época, como las Memorias de una joven formal de Simone de Beauvoir, y que lo hacen a través de la prolija introspección sentimental, y se da cuenta entonces de que el modo de explicarse a uno mismo puede adquirir muy diferentes formas, y que en esa selección de la forma descansa probablemente el lugar que uno ocupa en el mundo. Modiano sigue pistas que llevan las más veces a ninguna parte, levanta acta de unos hechos sucedidos sobre los que no se explaya, que no comenta ni valora. Las escasas cien páginas del libro se llenan así de enumeraciones, relaciones de personajes que van y vienen en torno a esos padres distantes, y de los que apenas sabemos nada antes ni después de que salgan de escena: «Las personas a las que he podido identificar, de entre todas las que mi padre trataba en aquella época, son Henri Lagroua, Sacha Gordine, Freddie McEvoy, un australiano campeón de bobsleigh y corredor automobilístico con quien compartirá, nada más acabar la guerra, una “oficina” en los Campos Elíseos cuya razón social me ha sido imposible averiguar; un tal Jean Koporindé (calle de La Pompe, 189), Geza Pellmont, Toddie Werner (quien se hacía llamar “señora Sahuque”) y su amiga Hessien (Liselotte), Kissa Kuprin, una rusa, hija del escritor Kuprin. Había trabajado en unas cuantas películas e interpretado un papel en una obra de Roger Vitral, Les demoiselles du large. Flory Franken, conocida por Nardus, a quien mi padre llamaba “Flo”, era hija de un pintor holandés y había pasado la infancia y la adolescencia en Túnez. Fue luego a París y andaba mucho por Montparnasse. En 1938, estuvo implicada en un suceso que la llevó ante el tribunal de lo penal y, en 1940, se casó con el actor japonés Sessue Hayakawa. Durante la Ocupación trabó amistad con Dita Parlo, que había sido la protagonista de L’Atalante, y con su amante, el doctr Fuchs, uno de los dirigentes del servicio “Otto”, la oficina de compras más importante del mercado negro, sita en el 6 de la calle Adolphe Yvon (distrito XVI)»; «Otras personas que iban de visita por el piso del muelle de Conti: un joven ruso, Georges d’Ismaïloff, que estaba tuberculoso pero siempre salía sin abrigo durante los gélidos inviernos de la Ocupación. Un griego, Christos Bellos. Había perdido el último paquebote que salía para América, adonde iba a reunirse con un amigo. Una muchacha de la misma edad, Geneviève Vaudoyer. De ellos, sólo quedan sus nombres».
Un catálogo de personajes, en fin, que en ocasiones marea, pero que imprimen con precisión la sensación de unas vidas fragmentadas y erráticas, perdidas en una época sin futuro. «Tal era, más o menos, el mundo en que se movía mi padre. ¿Ambientes equívocos? ¿Canallas de guante blanco?»; «Según voy estableciendo esta nomenclatura y paso lista en un cuartel vacío, me va dando vueltas la cabeza y cada vez me queda menos resuello. Curiosa gente. Curiosa época entre dos luces». Y en medio de todo ese marasmo —o en sus márgenes, excluido una y otra vez por unos padres a los que estorba—, un joven Patrick creciendo con desconcierto. «Y me preguntaba qué pintaba yo allí», repite a lo largo del libro. No hay sentimientos en la novela; o mejor dicho, sí los hay, aunque no se describen, o lo que es peor, se percibe su ausencia con un escalofrío. Patrick es enviado una y otra vez a numerosos internados de los que escapa con la misma recurrencia; muere inesperadamente su hermano, cuando él es un niño; se pasa hambre; el muchacho acompaña a su padre a encuentros clandestinos, donde se tratan negocios oscuros que le dejan fuera (nunca sabrá a qué se dedicaba su padre profesionalmente): «Normalmente, mi padre “citaba” a la gente en el vestíbulo del Hotel Claridge y me llevaba con él los domingos. Una tarde, me quedo aparte mientras charla en voz baja con un inglés. Intenta arrebatarle por sorpresa una hoja que el inglés acaba de firmar. Pero éste la recupera a tiempo. ¿De qué “protocolo de acuerdo” se trataba?». Las relaciones paterno-filiales se van haciendo cada vez más difíciles, como podemos conocer a través de la trascripción de algunas cartas; su padre llega a denunciarlo a la policía y al final rompen todo contacto. Su madre, una actriz de poca monta con cada vez más problemas para encontrar un papel, siempre estaba ausente, nunca se ocupó de él.
Modiano retrata sobre todo un vacío con idéntica economía de recursos, y través de lo que sólo se presentan como tentativas de aproximaciones, llegamos pese a todo a conocer lo oscuro de ese núcleo. Infructuosas huidas en tren. El desarraigo, la farsa que sólo como tal constituye un pedigrí. Pero una mañana de primavera, sentado en la terraza de un café, Modiano comienza a escribir su primera novela. Luce el sol. La escritura lo ha liberado.
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