Guillermo Ruiz Villagordo
Puede parecer un poco frívolo, pero lo que me hizo fijarme en este libro fue una foto de su autor que vi hace unos meses en un suplemento cultural. Ya se sabe que el atractivo físico incrementa las ventas de cualquier producto, sin discriminar música pop de música clásica, ni películas de palomitas de películas indie, y desde luego en el mundo de los libros también ocurre, aunque nos cueste admitirlo. Pero en esta ocasión había algo más: lucía tatuado en su brazo derecho en grandes letras capitales el nombre del mítico condado imaginario en el que transcurren la mayoría de las ficciones de Faulkner, Yoknapathawa. Y yo, que soy un faulkneriano devoto, aunque definitivamente herido en mi orgullo puesto que no me he atrevido a tanto, me vi obligado a interesarme por la obra de un colega de lecturas.
Desde luego esa pasión por Faulkner es bien patente en múltiples aspectos. Para empezar, en la demorada visión que nos da de una ciudad ruinosa, polvorienta, estancada, a la que Peixoto da el nombre de Lisboa, que sitúa de hecho en su mayor parte en el barrio tradicionalmente pobre de Benfica, pero que podría ser una ciudad y un barrio cualquiera. Esa decadencia que nos sale al encuentro ya desde el propio título empapa la evocación que los dos Francisco Lázaro, padre e hijo, alternándose, hacen de sus propias vidas. Vemos entonces que, aunque con determinados hechos necesariamente distantes en el tiempo, éstas se desarrollan de manera paralela, en una narración que revela en su engranaje su circularidad: ambos son carpinteros reconvertidos en reparadores de pianos; ambos tienen trayectorias sentimentales paralelas, con amantes de alta sociedad apenas vislumbradas como figuras de sueño y de fantasía; ambos tienen parientes que por sus defectos físicos quedan al margen de la sociedad, su tío y su hermano Simao respectivamente.
No deja de ser curioso su apellido, Lázaro, teniendo en cuenta que hablan Francisco Lázaro padre desde el más allá y Francisco Lázaro hijo desde la inminencia de su propio fin, con lo que adquieren más fuerza estas descarnadas confesiones al límite de sus correspondientes fracasos, pero es aún más curioso saber que el personaje del hijo toma como base al corredor de maratón portugués del mismo nombre y apellido. Y por cierto, en todas las críticas y entrevistas que he leido a raíz de este libro se ha destacado mucho esta inspiración real, pero en la práctica su relevancia en la novela se limita a proporcionar la excusa para presentar al ritmo de la que será su carrera decisiva una narración entrecortada que no avisa de los saltos temporales que se suceden inesperadamente y que el lector deberá ordenar en su mente. No puedo evitarlo y ejerceré eso de lo que tanto abomino en privado que suelo llamar hipercrítica (ver en el texto algo que no está específicamente implícito en él pero que a nosotros se nos antoja una certeza evidente) y diré que a mí me parece un obvio recuerdo del caótico paseo introspectivo de Quentin Compson en El ruido y la furia.
A lo largo de los lentos discursos de estos hombres, cubiertos de un permanente velo de pesar, conoceremos también a sus familias, a su mujer y madre, a sus hijos y hermanos, a sus nietos y sobrinos (y de nuevo el imaginario del Nobel sureño queda homenajeado en esas familias llenas de secretos inconfesables, faroles de una época), de los que se destaca un amplio panorama de mujeres que acaban por componer un rico imaginario femenino que Peixoto trata con delicada sensibilidad y agudeza, con el tema del amor y el desengaño rondando sus historias. Es como si un aura de fado sobrevolase estas páginas. Pero no me hagan excesivo caso: hoy veo cosas inexplicables en los lugares más insospechados.
Puede parecer un poco frívolo, pero lo que me hizo fijarme en este libro fue una foto de su autor que vi hace unos meses en un suplemento cultural. Ya se sabe que el atractivo físico incrementa las ventas de cualquier producto, sin discriminar música pop de música clásica, ni películas de palomitas de películas indie, y desde luego en el mundo de los libros también ocurre, aunque nos cueste admitirlo. Pero en esta ocasión había algo más: lucía tatuado en su brazo derecho en grandes letras capitales el nombre del mítico condado imaginario en el que transcurren la mayoría de las ficciones de Faulkner, Yoknapathawa. Y yo, que soy un faulkneriano devoto, aunque definitivamente herido en mi orgullo puesto que no me he atrevido a tanto, me vi obligado a interesarme por la obra de un colega de lecturas.
Desde luego esa pasión por Faulkner es bien patente en múltiples aspectos. Para empezar, en la demorada visión que nos da de una ciudad ruinosa, polvorienta, estancada, a la que Peixoto da el nombre de Lisboa, que sitúa de hecho en su mayor parte en el barrio tradicionalmente pobre de Benfica, pero que podría ser una ciudad y un barrio cualquiera. Esa decadencia que nos sale al encuentro ya desde el propio título empapa la evocación que los dos Francisco Lázaro, padre e hijo, alternándose, hacen de sus propias vidas. Vemos entonces que, aunque con determinados hechos necesariamente distantes en el tiempo, éstas se desarrollan de manera paralela, en una narración que revela en su engranaje su circularidad: ambos son carpinteros reconvertidos en reparadores de pianos; ambos tienen trayectorias sentimentales paralelas, con amantes de alta sociedad apenas vislumbradas como figuras de sueño y de fantasía; ambos tienen parientes que por sus defectos físicos quedan al margen de la sociedad, su tío y su hermano Simao respectivamente.
No deja de ser curioso su apellido, Lázaro, teniendo en cuenta que hablan Francisco Lázaro padre desde el más allá y Francisco Lázaro hijo desde la inminencia de su propio fin, con lo que adquieren más fuerza estas descarnadas confesiones al límite de sus correspondientes fracasos, pero es aún más curioso saber que el personaje del hijo toma como base al corredor de maratón portugués del mismo nombre y apellido. Y por cierto, en todas las críticas y entrevistas que he leido a raíz de este libro se ha destacado mucho esta inspiración real, pero en la práctica su relevancia en la novela se limita a proporcionar la excusa para presentar al ritmo de la que será su carrera decisiva una narración entrecortada que no avisa de los saltos temporales que se suceden inesperadamente y que el lector deberá ordenar en su mente. No puedo evitarlo y ejerceré eso de lo que tanto abomino en privado que suelo llamar hipercrítica (ver en el texto algo que no está específicamente implícito en él pero que a nosotros se nos antoja una certeza evidente) y diré que a mí me parece un obvio recuerdo del caótico paseo introspectivo de Quentin Compson en El ruido y la furia.
A lo largo de los lentos discursos de estos hombres, cubiertos de un permanente velo de pesar, conoceremos también a sus familias, a su mujer y madre, a sus hijos y hermanos, a sus nietos y sobrinos (y de nuevo el imaginario del Nobel sureño queda homenajeado en esas familias llenas de secretos inconfesables, faroles de una época), de los que se destaca un amplio panorama de mujeres que acaban por componer un rico imaginario femenino que Peixoto trata con delicada sensibilidad y agudeza, con el tema del amor y el desengaño rondando sus historias. Es como si un aura de fado sobrevolase estas páginas. Pero no me hagan excesivo caso: hoy veo cosas inexplicables en los lugares más insospechados.
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