Ilustraciones de Toño Benavides. Prólogo de Ignacio Escuín Borao. Baile del Sol, Tegueste (Tenerife), 2007. 152 pp. 12 €
Elena Medel
Confieso mis reservas ante los paratextos: los reclamos en la contraportada, los prefacios y epílogos, las fajas laudatorias y los marcapáginas con citas alimentan mis pesadillas. La expiación de todo lector ingenuo —yo, de nuevo, confieso— es toparse con un producto subterráneo al comprar un libro por lo que su envoltorio —y no su contenido— anuncia. En el caso de El merodeador, la nota de Vicente Muñoz Álvarez y el prefacio no se empeñan en vender más de lo que hay, que es mucho; de hecho, Ignacio Escuín Borao afirma en su “Prólogo (o una ventana que se abre a una vida ajena)” que textos como el suyo «no hace[n] mejor a un libro». No estoy de acuerdo —su pórtico es concreto e ilumina la oscuridad del libro, invita a continuar página tras página— pero, acostumbrados a la pirotecnia y el jaleo, agradezco la sinceridad y la honestidad; la primacía de los intereses del lector ante los intereses del mercado constituye un valor al alza.
El lector abre la puerta y escucha “Los pasos”, un aperitivo que se percibe denso, asfixiante, una descripción de la atmósfera que El merodeador deberá atravesar. “Las tarjetas”, en que el narrador recibe la llamada de una imprenta a propósito de un encargo con sus datos, sabe kafkiano; da paso a “El cartero”, una alegoría de esa «soledad» a la que Muñoz alude en la contraportada. Pocas páginas después aparecen los dos platos fuertes de El merodeador: “El lunar” y “Los gatos”. El primero reproduce el encuentro entre el narrador y un enfermo —ocurre en la sala de espera del ambulatorio— que se rasca y rasca un lunar, entre lo paródico y lo misterioso, instalado en el desasosiego, con unas respuestas del paciente que se transforman en delirantes —y justificados— monólogos sobre la dependencia y la manipulación. Otro tono es el de “Los gatos”, que yo concibo como un microcuento de terror con un crescendo magistral. Y más temas en este volumen breve pero ambicioso: la ruptura sentimental en “Los malentendidos”, el suicidio del amigo —y, de nuevo, el sabio manejo de datos, la tensión conforme leemos fechas y acciones— en “La carta”, la metaliteratura —uno de los ejes del libro— en “El relato” y “El artículo”...
El merodeador es una obra híbrida en la forma, un libro de relatos que comparten protagonista, ambientes y recursos, pero también una novela fragmentada —igual que roto y cansado nos habla el yo, fingimiento incluido por las referencias a Pessoa o por el viraje del texto de cierre, «llueve intensamente sobre la casa del narrador»—, y el diario de las jornadas oscuras del alma. Muñoz Álvarez no esconde su dedicación a otros géneros en capítulos como “Los peces”, un intenso poema narrativo, o “El paseo”, una jugosa reflexión al borde del ensayo sobre los objetivos vitales que nos convienen, y los objetivos vitales por los que nos decidimos. Escritura al límite, encerrada por los paréntesis que suponen las ilustraciones —alegóricas, también oscuras— de Toño Benavides, las citas y las referencias explícitas dibujan el árbol genealógico de Muñoz Álvarez: sobre todos los apellidos, Bernhard.
Con El merodeador recuerdo a Walt Whitman, y es que «no es un libro. Quien lo toca, toca a un hombre». Es una experiencia carnal y cruel, de un dolor casi físico. «Leí unas páginas de Corrección, de Bernhard, pero su dureza y frialdad, a diferencia de otras veces, me helaron la sangre y tuve que cambiar de pronto de libro». Tomen nota. Esta obra de Vicente Muñoz Álvarez es una de esas flores raras que, para nuestra fortuna, Baile del Sol se empeña en cultivar. El merodeador: literatura funámbula entre la locura y la calma, de continente helado e interior infernal, que se lee de una sentada y permanece con nosotros —igual que los maullidos de esos gatos abandonados— durante mucho tiempo.
Elena Medel
Confieso mis reservas ante los paratextos: los reclamos en la contraportada, los prefacios y epílogos, las fajas laudatorias y los marcapáginas con citas alimentan mis pesadillas. La expiación de todo lector ingenuo —yo, de nuevo, confieso— es toparse con un producto subterráneo al comprar un libro por lo que su envoltorio —y no su contenido— anuncia. En el caso de El merodeador, la nota de Vicente Muñoz Álvarez y el prefacio no se empeñan en vender más de lo que hay, que es mucho; de hecho, Ignacio Escuín Borao afirma en su “Prólogo (o una ventana que se abre a una vida ajena)” que textos como el suyo «no hace[n] mejor a un libro». No estoy de acuerdo —su pórtico es concreto e ilumina la oscuridad del libro, invita a continuar página tras página— pero, acostumbrados a la pirotecnia y el jaleo, agradezco la sinceridad y la honestidad; la primacía de los intereses del lector ante los intereses del mercado constituye un valor al alza.
El lector abre la puerta y escucha “Los pasos”, un aperitivo que se percibe denso, asfixiante, una descripción de la atmósfera que El merodeador deberá atravesar. “Las tarjetas”, en que el narrador recibe la llamada de una imprenta a propósito de un encargo con sus datos, sabe kafkiano; da paso a “El cartero”, una alegoría de esa «soledad» a la que Muñoz alude en la contraportada. Pocas páginas después aparecen los dos platos fuertes de El merodeador: “El lunar” y “Los gatos”. El primero reproduce el encuentro entre el narrador y un enfermo —ocurre en la sala de espera del ambulatorio— que se rasca y rasca un lunar, entre lo paródico y lo misterioso, instalado en el desasosiego, con unas respuestas del paciente que se transforman en delirantes —y justificados— monólogos sobre la dependencia y la manipulación. Otro tono es el de “Los gatos”, que yo concibo como un microcuento de terror con un crescendo magistral. Y más temas en este volumen breve pero ambicioso: la ruptura sentimental en “Los malentendidos”, el suicidio del amigo —y, de nuevo, el sabio manejo de datos, la tensión conforme leemos fechas y acciones— en “La carta”, la metaliteratura —uno de los ejes del libro— en “El relato” y “El artículo”...
El merodeador es una obra híbrida en la forma, un libro de relatos que comparten protagonista, ambientes y recursos, pero también una novela fragmentada —igual que roto y cansado nos habla el yo, fingimiento incluido por las referencias a Pessoa o por el viraje del texto de cierre, «llueve intensamente sobre la casa del narrador»—, y el diario de las jornadas oscuras del alma. Muñoz Álvarez no esconde su dedicación a otros géneros en capítulos como “Los peces”, un intenso poema narrativo, o “El paseo”, una jugosa reflexión al borde del ensayo sobre los objetivos vitales que nos convienen, y los objetivos vitales por los que nos decidimos. Escritura al límite, encerrada por los paréntesis que suponen las ilustraciones —alegóricas, también oscuras— de Toño Benavides, las citas y las referencias explícitas dibujan el árbol genealógico de Muñoz Álvarez: sobre todos los apellidos, Bernhard.
Con El merodeador recuerdo a Walt Whitman, y es que «no es un libro. Quien lo toca, toca a un hombre». Es una experiencia carnal y cruel, de un dolor casi físico. «Leí unas páginas de Corrección, de Bernhard, pero su dureza y frialdad, a diferencia de otras veces, me helaron la sangre y tuve que cambiar de pronto de libro». Tomen nota. Esta obra de Vicente Muñoz Álvarez es una de esas flores raras que, para nuestra fortuna, Baile del Sol se empeña en cultivar. El merodeador: literatura funámbula entre la locura y la calma, de continente helado e interior infernal, que se lee de una sentada y permanece con nosotros —igual que los maullidos de esos gatos abandonados— durante mucho tiempo.
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