Trad. Jordi Fibla. Mondadori, Barcelona, 2007. 240 pp. 18,90 €
José Morella
Hace unos años que pienso que J.M. Coetzee es el mejor escritor vivo que existe, pero me resulta difícil saber por qué me fascina tanto. Tras leer Diario de un mal año, diría que la razón es su capacidad de llevar al lector —al lector que se atreve, claro, al que acepta la invitación— al límite de sí mismo. De convertir la lectura en una experiencia radical sin necesitar grandes gestos ni aparente vistosidad. Después de leer una novela suya suele pasarme que ya no estoy en absoluto seguro de algunas cosas que, antes de leer, habría suscrito sin pensarlo. He recibido una ducha fría contra mis seguridades, contra mi autocomplacencia intelectual. Lo bueno es que, paradójicamente, la lectura no te hace una persona más insegura en la vida. Sólo más humilde, exigente y puntilloso a la hora de pensarla. Te hace, en definitiva, mejor.
Diario de un mal año es ya un libro peculiar a simple vista, porque cada página contiene tres textos distintos, a veces dos, que no se pueden leer consecutivamente. El lector tiene que pasar la página tres veces para leer cada uno de ellos. Eso al principio asusta un poco, pero enseguida te acostumbras. El primer texto es una colección de ensayos que llevaría el título de Opiniones contundentes, escritos por alguien idéntico a Coetzee: un célebre escritor sudafricano, bastante mayor, que vive en Australia. Así pues, gran parte de Diario de un mal año no tiene el aspecto de eso que normalmente llamamos novela. Sí lo tienen los otros dos textos: uno cuenta cómo el viejo escritor conoce a una mujer de treinta años que vive con su pareja en el mismo edificio, cómo la convence para que sea su secretaria y lo que sucede mientras ella trabaja para él. El tercer texto, finalmente, está escrito desde la perspectiva de la mujer, y explica las cosas que le ocurren a ella con Alan (su pareja), con el viejo escritor y con los ensayos que ella misma le transcribe a diario.
Esos ensayos justificarían por sí mismos, de largo, nuestra lectura. Ver la inteligencia de Coetzee desplegándose sobre cada cuestión con la sencillez con la que se desdobla una hoja de papel es impresionante. Los temas son variados: Guantánamo y Al Qaeda, la pedofilia, el maltrato a los animales, el colonialismo, la democracia, pero también otros aparentemente menos graves como el deporte o la música (impresionante lo que dice sobre Bach). Los argumentos son de verdad contundentes, y necesitan a un lector que acepte verse criticado, desnudo, que acepte su perfectibilidad. Y eso es difícil. Es difícil no ser orgulloso. Es difícil no sentirse mal cuando alguien nos explica el martirio de dolor físico por el que pasa un animal para acabar guisado en nuestra cocina y masticado en nuestra boca. Es difícil tragarse la idea, bastante peliaguda, que Coetzee tiene de nuestras democracias. Incluso cuando su secretaria le pide que escriba opiniones más “suaves” (eufemismo para “digeribles” o “soportables”) y el escritor habla del amor, la compasión o los niños, sus palabras pueden encender la ira de muchos lectores.
Pero, en el fondo, Diario de un mal año, más que opinar, quiere hablar sobre las condiciones de posibilidad de opinar. Sobre la censura, sobre lo que puede ser dicho o no. Cuando Coetzee habla de la pedofilia, por ejemplo, nos está diciendo que la prohibición de la pedofilia abarca también hablar de dicha prohibición. Una representación ficticia —simulada— de una relación con menores, ¿es delictiva? ¿Y si el actor o actriz que hace de menor es en realidad mayor, como en la Lolita de Kubrik? ¿Y si todos los actores son menores? Coetzee afirma que este tipo de preguntas están prohibidas (en Australia o Estados Unidos resulta más obvio) y levantan graves y siniestras sospechas sobre quien las hace. Nadie que no quiera ser acusado de pedófilo se atreve a hacerlas. Lo mismo ocurre con el terrorismo: Coetzee disecciona el discurso occidental sobre el tradicional héroe de guerra y nos explica las virguerías dialécticas que los países occidentales hacen para excluir de su propia definición de héroe a los suicidas musulmanes. No se trata de defender a pederastas o terroristas, sino de explicar que, hoy por hoy, no está permitido hablar de ellos con un léxico distinto al oficial. Cualquier sutileza dialéctica servirá para acusarte. Coetzee se rebela contra eso, y lo hace de un modo simple, socrático: haciendo preguntas. ¿Por qué yo o cualquier otra persona no vamos a poder preguntar lo que nos dé la gana?
Esto también lo ha explicado con ejemplos claros el filósofo Slavoj Žižek: supongamos que en un congreso de comunistas en la China de Mao un congresista se levantaba y hacía una ligera crítica a algún punto del discurso del camarada Mao (presente en la sala y siempre en silencio). Inmediatamente se levantaba otro camarada y le contestaba: ¿quién te piensas que eres? El camarada Mao es infalible y sus palabras no admiten crítica. Está prohibido criticarle. Según Žižek, el primer camarada sería silenciado y eliminado por la policía del régimen. Pero mucho antes, y con más razón, sería eliminado el segundo. Porque el segundo ha enunciado la prohibición de criticar a Mao, y eso es mucho más peligroso para un dictador que ser criticado. Enunciar una prohibición hace visible para todos la existencia de la prohibición. Una regla, para ser irrompible, debe ser no dicha, no escuchada. De ella no se habla. No existe.
De los terroristas, diría Coetzee, no se habla: son el mal, y punto. Del maltrato a los animales tampoco se habla. No existe, y punto. ¿La democracia? Es el sistema menos malo, no preguntes por sus defectos.
Otro ejemplo de Žižek, más cercano: ¿qué joven aspirante a profesor universitario conseguirá la plaza vacante? ¿Aquel que pregunta formalmente (ingenuamente) a la autoridad institucional cómo se consigue eso, o aquel que sabe cómo se consigue —qué extrañas cosas hay que hacer para conseguirlo— y jamás habla de ello? Hasta que un Coetzee de los becarios dé un golpe encima de la mesa, el segundo ganará siempre por goleada.
Para rizar el rizo, Coetzee enfrenta su propia inteligencia con la realidad externa, con la vida real, con los sentimientos. Su personaje es un viejo solitario, y necesita amor y compañía: se muestra a sí mismo humilde y falible con su secretaria, y nos ofrece una realista y entrañable historia llena de afectividad, sin caer nunca en lo ridículo o lo sensiblero. Pero el viejo escritor y Alan, el marido de la secretaria, no pueden sino entrar en guerra. Alan odia todo lo que el escritor representa, y cree en sus propias ideas sin permitirse, en ningún instante, dudar sobre ellas; la definición exacta de un fanático. Coetzee no está criticando aquí el neoliberalismo de Alan (aunque no le gusta, claro), solo está señalando la sensación que existe hoy en día de que cualquier alternativa al neoliberalismo no puede pisar fuerte sin ser acusada de fanatismo, mientras parece que, para un neoliberal, ser fanático (no dudar jamás, pase lo que pase) no esté mal visto. El neoliberalismo intenta decidir qué puede ser dicho y qué no, y por eso extranjeriza al crítico, lo convierte en un inmigrante de las ideas, y le trata del mismo modo en que trata a los inmigrantes, tema, por cierto, de otra de las Opiniones contundentes. Alan grita su «muera la inteligencia», aunque por supuesto lo hace al modo de hoy: llevando la corrección política lo más cerca posible de un acto delictivo. No les decimos más para no estropearles la experiencia.
Diario de un mal año es ya un libro peculiar a simple vista, porque cada página contiene tres textos distintos, a veces dos, que no se pueden leer consecutivamente. El lector tiene que pasar la página tres veces para leer cada uno de ellos. Eso al principio asusta un poco, pero enseguida te acostumbras. El primer texto es una colección de ensayos que llevaría el título de Opiniones contundentes, escritos por alguien idéntico a Coetzee: un célebre escritor sudafricano, bastante mayor, que vive en Australia. Así pues, gran parte de Diario de un mal año no tiene el aspecto de eso que normalmente llamamos novela. Sí lo tienen los otros dos textos: uno cuenta cómo el viejo escritor conoce a una mujer de treinta años que vive con su pareja en el mismo edificio, cómo la convence para que sea su secretaria y lo que sucede mientras ella trabaja para él. El tercer texto, finalmente, está escrito desde la perspectiva de la mujer, y explica las cosas que le ocurren a ella con Alan (su pareja), con el viejo escritor y con los ensayos que ella misma le transcribe a diario.
Esos ensayos justificarían por sí mismos, de largo, nuestra lectura. Ver la inteligencia de Coetzee desplegándose sobre cada cuestión con la sencillez con la que se desdobla una hoja de papel es impresionante. Los temas son variados: Guantánamo y Al Qaeda, la pedofilia, el maltrato a los animales, el colonialismo, la democracia, pero también otros aparentemente menos graves como el deporte o la música (impresionante lo que dice sobre Bach). Los argumentos son de verdad contundentes, y necesitan a un lector que acepte verse criticado, desnudo, que acepte su perfectibilidad. Y eso es difícil. Es difícil no ser orgulloso. Es difícil no sentirse mal cuando alguien nos explica el martirio de dolor físico por el que pasa un animal para acabar guisado en nuestra cocina y masticado en nuestra boca. Es difícil tragarse la idea, bastante peliaguda, que Coetzee tiene de nuestras democracias. Incluso cuando su secretaria le pide que escriba opiniones más “suaves” (eufemismo para “digeribles” o “soportables”) y el escritor habla del amor, la compasión o los niños, sus palabras pueden encender la ira de muchos lectores.
Pero, en el fondo, Diario de un mal año, más que opinar, quiere hablar sobre las condiciones de posibilidad de opinar. Sobre la censura, sobre lo que puede ser dicho o no. Cuando Coetzee habla de la pedofilia, por ejemplo, nos está diciendo que la prohibición de la pedofilia abarca también hablar de dicha prohibición. Una representación ficticia —simulada— de una relación con menores, ¿es delictiva? ¿Y si el actor o actriz que hace de menor es en realidad mayor, como en la Lolita de Kubrik? ¿Y si todos los actores son menores? Coetzee afirma que este tipo de preguntas están prohibidas (en Australia o Estados Unidos resulta más obvio) y levantan graves y siniestras sospechas sobre quien las hace. Nadie que no quiera ser acusado de pedófilo se atreve a hacerlas. Lo mismo ocurre con el terrorismo: Coetzee disecciona el discurso occidental sobre el tradicional héroe de guerra y nos explica las virguerías dialécticas que los países occidentales hacen para excluir de su propia definición de héroe a los suicidas musulmanes. No se trata de defender a pederastas o terroristas, sino de explicar que, hoy por hoy, no está permitido hablar de ellos con un léxico distinto al oficial. Cualquier sutileza dialéctica servirá para acusarte. Coetzee se rebela contra eso, y lo hace de un modo simple, socrático: haciendo preguntas. ¿Por qué yo o cualquier otra persona no vamos a poder preguntar lo que nos dé la gana?
Esto también lo ha explicado con ejemplos claros el filósofo Slavoj Žižek: supongamos que en un congreso de comunistas en la China de Mao un congresista se levantaba y hacía una ligera crítica a algún punto del discurso del camarada Mao (presente en la sala y siempre en silencio). Inmediatamente se levantaba otro camarada y le contestaba: ¿quién te piensas que eres? El camarada Mao es infalible y sus palabras no admiten crítica. Está prohibido criticarle. Según Žižek, el primer camarada sería silenciado y eliminado por la policía del régimen. Pero mucho antes, y con más razón, sería eliminado el segundo. Porque el segundo ha enunciado la prohibición de criticar a Mao, y eso es mucho más peligroso para un dictador que ser criticado. Enunciar una prohibición hace visible para todos la existencia de la prohibición. Una regla, para ser irrompible, debe ser no dicha, no escuchada. De ella no se habla. No existe.
De los terroristas, diría Coetzee, no se habla: son el mal, y punto. Del maltrato a los animales tampoco se habla. No existe, y punto. ¿La democracia? Es el sistema menos malo, no preguntes por sus defectos.
Otro ejemplo de Žižek, más cercano: ¿qué joven aspirante a profesor universitario conseguirá la plaza vacante? ¿Aquel que pregunta formalmente (ingenuamente) a la autoridad institucional cómo se consigue eso, o aquel que sabe cómo se consigue —qué extrañas cosas hay que hacer para conseguirlo— y jamás habla de ello? Hasta que un Coetzee de los becarios dé un golpe encima de la mesa, el segundo ganará siempre por goleada.
Para rizar el rizo, Coetzee enfrenta su propia inteligencia con la realidad externa, con la vida real, con los sentimientos. Su personaje es un viejo solitario, y necesita amor y compañía: se muestra a sí mismo humilde y falible con su secretaria, y nos ofrece una realista y entrañable historia llena de afectividad, sin caer nunca en lo ridículo o lo sensiblero. Pero el viejo escritor y Alan, el marido de la secretaria, no pueden sino entrar en guerra. Alan odia todo lo que el escritor representa, y cree en sus propias ideas sin permitirse, en ningún instante, dudar sobre ellas; la definición exacta de un fanático. Coetzee no está criticando aquí el neoliberalismo de Alan (aunque no le gusta, claro), solo está señalando la sensación que existe hoy en día de que cualquier alternativa al neoliberalismo no puede pisar fuerte sin ser acusada de fanatismo, mientras parece que, para un neoliberal, ser fanático (no dudar jamás, pase lo que pase) no esté mal visto. El neoliberalismo intenta decidir qué puede ser dicho y qué no, y por eso extranjeriza al crítico, lo convierte en un inmigrante de las ideas, y le trata del mismo modo en que trata a los inmigrantes, tema, por cierto, de otra de las Opiniones contundentes. Alan grita su «muera la inteligencia», aunque por supuesto lo hace al modo de hoy: llevando la corrección política lo más cerca posible de un acto delictivo. No les decimos más para no estropearles la experiencia.
4 comentarios:
Hace un par de años comencé a interesarme por Coetzee. Luego, injustamente lo abandoné. Leí "Elizabeth Costello", "Infancia" y "Juventud". No sé por qué no persistí en mi investigación de su obra: recuerdo esos libros como subyugantes. "Diario de un mal año" suena bien.
Recomeindo a Juan carlos, "Disgrace" (mal traducido por mondadori por desgracia en lugar de deshonra), "vida y milagros de MIchael K." y "la edad de hierro". Como dice el revisor, hay que "echarle un par" para leeerlo. Duro, triste, pero literatura con mayúsculas.
Recomeindo a Juan carlos, "Disgrace" (mal traducido por mondadori por desgracia en lugar de deshonra), "vida y milagros de MIchael K." y "la edad de hierro". Como dice el revisor, hay que "echarle un par" para leeerlo. Duro, triste, pero literatura con mayúsculas.
Me apunto también esas recomendaciones, anónimo
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