Libros del Zorro Rojo, Barcelona, 2007. 32 pp. €
Care Santos
La necesidad de jugar que tienen los niños, opuesta a la severidad impuesta por los adultos es un tema recurrente en la obra de este tándem de creadores alemanes, cuya obra ya conocíamos gracias al álbum ilustrado 22 huérfanos (Fondo de Cultura Económica, 2000). Este nuevo trabajo, que publica la selecta e independiente Libros del Zorro Rojo, tiene —afortunadamente— mucho en común con aquel. No sólo por su ambientación, también por su tesis: ambos tratan de niños enfrentados al mundo adulto. Ambos explican historias de pequeños que superan ellos solos sus dificultades —un común denominador en la obra de Veldkamp—, ambos tiene a la escuela, al sistema educativo, en el punto de mira y ambos enternecen por su imaginación y su sentido del humor
La excursión cuenta la historia de Lorenzo, un niño que no desea ir al colegio porque le tiene miedo a jugar con otros niños. Por eso decide no ir a la escuela y construir otra, alternativa, pero sólo para sí mismo. No sabe cómo hacerlo, pero pronto encuentra la solución: «Si uno mismo lo construye, uno mismo decide cómo lo construye», se dice, antes de aprovisionarse de palos, plantas, tablones y hasta un sillón para su nuevo colegio. Detrás de la inseguridad de Lorenzo se esconde algo, pero no sabemos qué. Lo sospechamos: vive solo con su madre en una casa destartalada que parece vieja. Su madre tiene gatos, y teteras, y muñecas, y un osito de peluche sentado junto a la entrada, y un delantal que le llega hasta los pies y una melena pelirroja muy abundante. Podría ser una bruja, o una mujer abandonada, o una madre soltera o, simplementem una mujer como cualquier otra. La verdad es que lo esperamos casi todo de esta pareja de creadores que en 22 huérfanos nos hicieron revivir a los clásicos de la literatura infantil, de Annie a Pippi, gracias a los dibujos de los personajes infantiles. El tándem Veldkamp-Hopman acostumbran al lector a los regalos y las sorpresas que se derivan de su particular modo de contar basado en el desacuerdo. Es, en cierto modo, como si cada uno de ellos estuviera explicando una historia distinta a la que cuenta el otro, y el álbum resultante es un punto intermedio donde el lector debe encontrar acomodo. El acomodo siempre será en un lugar habitado por el humor y el absurdo, lo cual —la verdad— lo hace todo mucho más fácil.
Care Santos
La necesidad de jugar que tienen los niños, opuesta a la severidad impuesta por los adultos es un tema recurrente en la obra de este tándem de creadores alemanes, cuya obra ya conocíamos gracias al álbum ilustrado 22 huérfanos (Fondo de Cultura Económica, 2000). Este nuevo trabajo, que publica la selecta e independiente Libros del Zorro Rojo, tiene —afortunadamente— mucho en común con aquel. No sólo por su ambientación, también por su tesis: ambos tratan de niños enfrentados al mundo adulto. Ambos explican historias de pequeños que superan ellos solos sus dificultades —un común denominador en la obra de Veldkamp—, ambos tiene a la escuela, al sistema educativo, en el punto de mira y ambos enternecen por su imaginación y su sentido del humor
La excursión cuenta la historia de Lorenzo, un niño que no desea ir al colegio porque le tiene miedo a jugar con otros niños. Por eso decide no ir a la escuela y construir otra, alternativa, pero sólo para sí mismo. No sabe cómo hacerlo, pero pronto encuentra la solución: «Si uno mismo lo construye, uno mismo decide cómo lo construye», se dice, antes de aprovisionarse de palos, plantas, tablones y hasta un sillón para su nuevo colegio. Detrás de la inseguridad de Lorenzo se esconde algo, pero no sabemos qué. Lo sospechamos: vive solo con su madre en una casa destartalada que parece vieja. Su madre tiene gatos, y teteras, y muñecas, y un osito de peluche sentado junto a la entrada, y un delantal que le llega hasta los pies y una melena pelirroja muy abundante. Podría ser una bruja, o una mujer abandonada, o una madre soltera o, simplementem una mujer como cualquier otra. La verdad es que lo esperamos casi todo de esta pareja de creadores que en 22 huérfanos nos hicieron revivir a los clásicos de la literatura infantil, de Annie a Pippi, gracias a los dibujos de los personajes infantiles. El tándem Veldkamp-Hopman acostumbran al lector a los regalos y las sorpresas que se derivan de su particular modo de contar basado en el desacuerdo. Es, en cierto modo, como si cada uno de ellos estuviera explicando una historia distinta a la que cuenta el otro, y el álbum resultante es un punto intermedio donde el lector debe encontrar acomodo. El acomodo siempre será en un lugar habitado por el humor y el absurdo, lo cual —la verdad— lo hace todo mucho más fácil.
Siempre hay un momento en las historias de este par en que los personajes huyen. Los 22 huérfanos huían de la rígida directora del orfanato escondiéndose en un elefante qu habían fabricado con las sábanas de sus camas. En este caso, Lorenzo se cansa de estar solo en su propia escuela y decide ir a visitar la otra, la oficial, el «Colegio de la Montaña». Por eso le pone ruedas a su estrafalaria construcción y comienza a deslizarse por la ladera. Y, del mismo modo que se descalabró el elefante al caer por la escalera del orfanato, Lorenzo y su artefacto rodante se estrellan también, contra la aburrida clase del profesor Severo, un educador en el que podríamos ver reminiscencias de otros tiempos o ineptutudes actuales, vestido de negro riguroso como acostumbran los adultos lamentables de estos dos álbumes, con su cara de pocos amigos y su vara en la mano. Pero tan terrible como la ilustración del profesor Severo son las palabras que pronuncia ante sus alumnos: «Hoy les voy a enseñar lo mismo que ayer», les dice, «¡a estarse quietos».
Lorenzo pasa en sólo un segundo de ser un niño solitario que teme a los otros niños a ser un superhéroe salvador de compañeros apesadumbrados. Porque en la escuela del profesor Severo todos visten de negro, alumnos y profesor, y la llegada del colorido Lorenzo —naranja el pelo, roja y azul la ropa— representa un cambio tan radical en la escuela que no podríamos entenderlo sin la ayuda de las ilustraciones.
Pero falta el "toque" Veldkamp-Hopman. Por supuesto, Lorenzo debe librarse de sus absurdos temores y debe descubrir que jugar en compañía no sólo es fácil sino que es divertidísimo. No podía ser de otro modo en dos autores que hacen la reivindicación del juego infantil su caballo de batalla. Nos lo cuenta el texto, pero también la imagen, maravillosamente puestos de acuerdo en esta preocupación común. La ilustración muestra el momento caótico pero radiante en los niños toman al asalto el colegio fabricado por Lorenzo, y recuerda a las escenas de juego de aquel trabajo anterior, igual de multitudinarias, revueltas y felices. Del profesor Severo no se nos vuelve a decir nada por medio de las palabras. Esperábamos de él, tal vez, una transformación similar a la sufrida por la simpática directora del orfanato de 22 huérfanos. Nada de eso ocurre aquí. El profesor Severo continúa siendo severo, no hay final políticamente incorrecto que sorprenda a los adultos del modo en que la inesperada escena de cama final de aquél álbum lo hizo. Pero sí hay sorpresa para los niños, y descomunal: los alumnos de Severo, regidos por el ejemplo de su salvador, deciden ponerle ruedas a su escuela de piedra y llevarla de excursión con todos ellos a bordo (un asunto, el del edificio andante, que ha dado mucho de sí en la ficción para jóvenes, y valgan los ejemplos recientes de la película de Hayao Miyazaki El castillo ambulante (2004) a la novela La escuela de piratas, de Agustín Fernández Paz (Edebé, 2005).
Lorenzo pasa en sólo un segundo de ser un niño solitario que teme a los otros niños a ser un superhéroe salvador de compañeros apesadumbrados. Porque en la escuela del profesor Severo todos visten de negro, alumnos y profesor, y la llegada del colorido Lorenzo —naranja el pelo, roja y azul la ropa— representa un cambio tan radical en la escuela que no podríamos entenderlo sin la ayuda de las ilustraciones.
Pero falta el "toque" Veldkamp-Hopman. Por supuesto, Lorenzo debe librarse de sus absurdos temores y debe descubrir que jugar en compañía no sólo es fácil sino que es divertidísimo. No podía ser de otro modo en dos autores que hacen la reivindicación del juego infantil su caballo de batalla. Nos lo cuenta el texto, pero también la imagen, maravillosamente puestos de acuerdo en esta preocupación común. La ilustración muestra el momento caótico pero radiante en los niños toman al asalto el colegio fabricado por Lorenzo, y recuerda a las escenas de juego de aquel trabajo anterior, igual de multitudinarias, revueltas y felices. Del profesor Severo no se nos vuelve a decir nada por medio de las palabras. Esperábamos de él, tal vez, una transformación similar a la sufrida por la simpática directora del orfanato de 22 huérfanos. Nada de eso ocurre aquí. El profesor Severo continúa siendo severo, no hay final políticamente incorrecto que sorprenda a los adultos del modo en que la inesperada escena de cama final de aquél álbum lo hizo. Pero sí hay sorpresa para los niños, y descomunal: los alumnos de Severo, regidos por el ejemplo de su salvador, deciden ponerle ruedas a su escuela de piedra y llevarla de excursión con todos ellos a bordo (un asunto, el del edificio andante, que ha dado mucho de sí en la ficción para jóvenes, y valgan los ejemplos recientes de la película de Hayao Miyazaki El castillo ambulante (2004) a la novela La escuela de piratas, de Agustín Fernández Paz (Edebé, 2005).
La última imagen del cuento es una evocadora imagen del colegio navegando a sus anchas por un caudaloso río, capitaneado por todo un equipo de grumetes contentos. Pero la ilustración sí nos cuenta la historia de Severo: su disgusto y su rabia, y el modo en que los chavales le dejan al margen para marcharse sin él. Al final, Severo tiene que contentarse con remar detrás del majestuoso barco, mientras la madre —que reaparece— les mira perpleja desde la orilla. Esa ilustración final, preciosa, es en sí misma un canto a la infancia: libertad, alegría y ensoñación. Lo mismo que pretende —y logra— transmitir este magnífico álbum.
1 comentario:
Interesantísimo (y lo del "desacuerdo" suena genial).
Ya me pensaba yo que después de El pequeño Nicolás no iba a encontrar ningún libro sobre escolares y escuelas que me llamara la atención y me entretuviera.
Es que a mí, Manolito Gafotas y Harry Potter, vamos, como que no.
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