Enrique Redel
La vida tiene dos extremos, entre los cuales gravita. Todos sabemos cómo comienza la existencia humana. Se publican sin parar libros sobre el tema, que analizan en detalle los nueve meses de gestación, los cuidados prematernales, cómo educar al nasciturus desde el útero materno, cómo convertir el traumático momento del parto en una experiencia trascendental; las televisiones pasan programas almibarados y pretendidamente científicos en los que perfectos fetitos virtuales creados por la BBC flotan angelicalmente en transparente y cálido líquido amniótico (el programa suele acabar invariablemente con un parto sanguinolento en extremo, y con la aparición o surgimiento o eclosión de un arrugado zurullo morado —todos fuimos así alguna vez—, algo que da mucho miedo, y que nos hace preguntarnos si es que no nos han estado tomando el pelo todo el rato); los quioscos de prensa se ven inundados de revistas en cuya portada mamás que han sido modelos de pasarela sostienen en su regazo a churumbeles regordetes con cara de mormones pequeñitos; una floreciente industria médica se ocupa del asunto, con médicos ginecólogos, matronas, parteras, conductores de ambulancia, celadores de instituciones hospitalarias, psicólogos clínicos, y eso sin contar la industria paralela de gitanos vendedores de ramos de flores, fabricantes de muñecos de peluche hipoalergénicos, editores de poppy-cards, ingenieros de mecanismos de sujeción automovilística y fabricantes de potitos transgénicos; todo ello arropado por un moderno culto popular a la maternidad, rayano en la histeria colectiva y revestido de toda clase de tabúes y falsas creencias. En suma, existe un mercado planetario (ríanse ustedes de la OPEP) que se construye en torno al primero de los trámites inevitables que uno tiene que cumplir: venir al mundo, nacer, convertirse en persona.
El otro extremo de la cuerda lo ocupa la muerte. Sí, la muerte. Aquello de lo que nadie habla nunca. No se publican revistas dedicadas al tema (aunque alguna de las revistas corporativas del ramo de las pompas fúnebres organiza todos los años un afamado concurso de «tanatocuentos»). Qué sé yo: «Muerto de Hoy«, o algo por el estilo. Tampoco existen pegatinas de esas de poner en el parabrisas del coche que digan «Precaución: Muerto a Bordo», con un ataúd pintado en ellas. De eso no se habla. Porque cuando uno muere, según nos han contado, ahí se acaba todo. Kaputt. Finito. Pues no. Cuando uno se muere, pasan muchas cosas. Siguen pasando muchas cosas. Cosas interesantes, importantes, que nos hablan de quiénes somos y de para qué hemos venido aquí, y de cómo podemos seguir siendo productivos después de muertos, o incluso de cómo contrarrestar el cambio climático cuando seamos cadáveres. De eso se ocupa este libro, apasionante en grado extremo, llamado Fiambres, y muy atinadamente subtitulado La fascinante vida de los cadáveres. Mary Roach, la autora, parece una mujer joven y sana. Para escribir este libro, Roach ha visitado los lugares donde van los cadáveres donados a la ciencia, ha investigado cómo nos descomponemos cuando ya llevamos un cierto tiempo muertos, y ha ido donde casi nadie va nunca: a los lugares donde los muertos sirven para que los futuros médicos aprendan a tratar a los vivos, y no nos seccionen la arteria que no es cuando nos operen de apendicitis, y nos busquen un problema. O a un restaurante chino (si se preguntan a qué me refiero, sigan leyendo).
El libro se mueve en registros que se debaten entre la didáctica, el retrato realista de un hecho que todos consideramos inevitable y un cierto recochineo que va bastante acorde con el tema. Como dice la autora: «La muerte es terrible, sí, pero no tiene por qué ser un tostón». Los epígrafes de los capítulos son impagables: «No hay cosa más triste que una cabeza desperdiciada. Prácticas de cirugía con cadáveres», se titula el primer capítulo. En él nos enteramos de lo que hacen con uno cuando decide dejar su cuerpo a la medicina (con qué te cortan la cabeza antes de dársela a un estudiante, cómo aprovechan hasta la más insignificante parte de tu anatomía, y cosas así), y se hace un breve (y apasionante) recorrido por la historia de la negligencia médica, con sus petimetres decimonónicos practicando operaciones a carne viva y sin anestesia en pabellones repletos de espectadores (esos “teatros” de operación de que habla la autora: «en los que había mucho que aprender, y las meteduras de pata eran moneda corriente. A los pacientes quirúrgicos a menudo se les vendaban los ojos, y siempre se les ataba a la mesa para evitar que se retorcieran, se estremecieran o simplemente saltaran de la mesa y se dieran a la fuga». Interesante). En el capítulo titulado «Muerto al volante: el escalofriante estudio de la resistencia corporal al impacto en las pruebas de choque con cadáveres», encontramos a nuestro viejo amigo “Dummy”, en la forma de cadáver voluntario vestido con chándal, y amarrado a un asiento de un coche, estampado a doscientos por hora contra una columna de hormigón armado. Dummy nos ayudará a comprender cómo se producen los neumotórax por impacto lateral, lo que nos servirá para introducir de modo más correcto los airbag laterales.
Hay capítulos que uno desearía no haber leído. Como el titulado «La vida después de la muerte. La descomposición corporal y los modos de contrarrestarla». En él se nos cuenta qué nos va a pasar a todos (a absolutamente todos) mientras nos pudrimos. Algo nada agradable. Y bastante asqueroso: «Los muertos, al menos los que no están embalsamados, básicamente se deshacen: se derriten, se pliegan sobre sí mismos, acaban por filtrarse al suelo». No sigo, porque hay niños leyendo. Pero la cosa va a más: cerebros licuados, pulmones hechos sopa de pollo y una enorme profusión de bichos, gusanos y escarabajos necrófilos.
Otro de mis capítulos preferidos (por su interés antropológico) es el titulado «Cómeme: el canibalismo medicinal y el caso de los raviolis chinos hechos de carne humana». Quizás la patronal americana de restaurantes chinos haya nombrado a Mary Roach persona non grata, después de leer este capítulo. Puede que la próxima vez que llame al coreano de la esquina para pedir un Chicken Chow-Mein, la manden a freír espárragos. Pero tampoco hay que exagerar. Porque lo que Roach cuenta es tremendamente interesante: una historia del canibalismo, de la costumbre de comer seres humanos, y de cómo cocinarlo para que tenga efectos medicinales. Así, oímos hablar del «hombre melificado»: ancianos que, viendo que se acerca su hora, comienzan a comer sólo miel, hasta que sólo excretan miel, y entonces mueren. Esos ancianos, convenientemente macerados durante cien años en miel, se convierten en medicina para dolencias como roturas o heridas en brazos y piernas. O de los volúmenes médicos del siglo XVII, que recomendaban la Mantequilla de Mujer o la Grasa de Pobre Pecador. «Los boticarios de la Edad Media ya vendían sangre menstrual como Zenit de Doncella, y la aderezaban con agua de rosas».
Fiambres es un portentoso libro de divulgación científica hecho para disfrutar aprendiendo. Un libro recomendable para todos aquellos que quieran adentrarse en la verdadera historia de la medicina, que es también la historia de la muerte y la historia del ser humano. Además, el libro es un prodigioso compendio de microcuriosidades divertidísimas, de pequeñas historias apasionantes sobre cómo los hombres hemos ido afrontando, a lo largo de nuestra existencia, ese hecho insoslayable que es morir.
El otro extremo de la cuerda lo ocupa la muerte. Sí, la muerte. Aquello de lo que nadie habla nunca. No se publican revistas dedicadas al tema (aunque alguna de las revistas corporativas del ramo de las pompas fúnebres organiza todos los años un afamado concurso de «tanatocuentos»). Qué sé yo: «Muerto de Hoy«, o algo por el estilo. Tampoco existen pegatinas de esas de poner en el parabrisas del coche que digan «Precaución: Muerto a Bordo», con un ataúd pintado en ellas. De eso no se habla. Porque cuando uno muere, según nos han contado, ahí se acaba todo. Kaputt. Finito. Pues no. Cuando uno se muere, pasan muchas cosas. Siguen pasando muchas cosas. Cosas interesantes, importantes, que nos hablan de quiénes somos y de para qué hemos venido aquí, y de cómo podemos seguir siendo productivos después de muertos, o incluso de cómo contrarrestar el cambio climático cuando seamos cadáveres. De eso se ocupa este libro, apasionante en grado extremo, llamado Fiambres, y muy atinadamente subtitulado La fascinante vida de los cadáveres. Mary Roach, la autora, parece una mujer joven y sana. Para escribir este libro, Roach ha visitado los lugares donde van los cadáveres donados a la ciencia, ha investigado cómo nos descomponemos cuando ya llevamos un cierto tiempo muertos, y ha ido donde casi nadie va nunca: a los lugares donde los muertos sirven para que los futuros médicos aprendan a tratar a los vivos, y no nos seccionen la arteria que no es cuando nos operen de apendicitis, y nos busquen un problema. O a un restaurante chino (si se preguntan a qué me refiero, sigan leyendo).
El libro se mueve en registros que se debaten entre la didáctica, el retrato realista de un hecho que todos consideramos inevitable y un cierto recochineo que va bastante acorde con el tema. Como dice la autora: «La muerte es terrible, sí, pero no tiene por qué ser un tostón». Los epígrafes de los capítulos son impagables: «No hay cosa más triste que una cabeza desperdiciada. Prácticas de cirugía con cadáveres», se titula el primer capítulo. En él nos enteramos de lo que hacen con uno cuando decide dejar su cuerpo a la medicina (con qué te cortan la cabeza antes de dársela a un estudiante, cómo aprovechan hasta la más insignificante parte de tu anatomía, y cosas así), y se hace un breve (y apasionante) recorrido por la historia de la negligencia médica, con sus petimetres decimonónicos practicando operaciones a carne viva y sin anestesia en pabellones repletos de espectadores (esos “teatros” de operación de que habla la autora: «en los que había mucho que aprender, y las meteduras de pata eran moneda corriente. A los pacientes quirúrgicos a menudo se les vendaban los ojos, y siempre se les ataba a la mesa para evitar que se retorcieran, se estremecieran o simplemente saltaran de la mesa y se dieran a la fuga». Interesante). En el capítulo titulado «Muerto al volante: el escalofriante estudio de la resistencia corporal al impacto en las pruebas de choque con cadáveres», encontramos a nuestro viejo amigo “Dummy”, en la forma de cadáver voluntario vestido con chándal, y amarrado a un asiento de un coche, estampado a doscientos por hora contra una columna de hormigón armado. Dummy nos ayudará a comprender cómo se producen los neumotórax por impacto lateral, lo que nos servirá para introducir de modo más correcto los airbag laterales.
Hay capítulos que uno desearía no haber leído. Como el titulado «La vida después de la muerte. La descomposición corporal y los modos de contrarrestarla». En él se nos cuenta qué nos va a pasar a todos (a absolutamente todos) mientras nos pudrimos. Algo nada agradable. Y bastante asqueroso: «Los muertos, al menos los que no están embalsamados, básicamente se deshacen: se derriten, se pliegan sobre sí mismos, acaban por filtrarse al suelo». No sigo, porque hay niños leyendo. Pero la cosa va a más: cerebros licuados, pulmones hechos sopa de pollo y una enorme profusión de bichos, gusanos y escarabajos necrófilos.
Otro de mis capítulos preferidos (por su interés antropológico) es el titulado «Cómeme: el canibalismo medicinal y el caso de los raviolis chinos hechos de carne humana». Quizás la patronal americana de restaurantes chinos haya nombrado a Mary Roach persona non grata, después de leer este capítulo. Puede que la próxima vez que llame al coreano de la esquina para pedir un Chicken Chow-Mein, la manden a freír espárragos. Pero tampoco hay que exagerar. Porque lo que Roach cuenta es tremendamente interesante: una historia del canibalismo, de la costumbre de comer seres humanos, y de cómo cocinarlo para que tenga efectos medicinales. Así, oímos hablar del «hombre melificado»: ancianos que, viendo que se acerca su hora, comienzan a comer sólo miel, hasta que sólo excretan miel, y entonces mueren. Esos ancianos, convenientemente macerados durante cien años en miel, se convierten en medicina para dolencias como roturas o heridas en brazos y piernas. O de los volúmenes médicos del siglo XVII, que recomendaban la Mantequilla de Mujer o la Grasa de Pobre Pecador. «Los boticarios de la Edad Media ya vendían sangre menstrual como Zenit de Doncella, y la aderezaban con agua de rosas».
Fiambres es un portentoso libro de divulgación científica hecho para disfrutar aprendiendo. Un libro recomendable para todos aquellos que quieran adentrarse en la verdadera historia de la medicina, que es también la historia de la muerte y la historia del ser humano. Además, el libro es un prodigioso compendio de microcuriosidades divertidísimas, de pequeñas historias apasionantes sobre cómo los hombres hemos ido afrontando, a lo largo de nuestra existencia, ese hecho insoslayable que es morir.
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