Lengua de Trapo, Madrid, 2007. 119 pp. 15,60 €
Alba González Sanz
Los relatos de Menéndez Salmón son una ocasión para la sorpresa, el disfrute y la envidia poco sana. Sorpresa con una prosa que cada vez más se va afinando y afianzando en nuestras letras, capaz de contar lo inverosímil y lo cotidiano con la misma elegancia, con idéntica destreza. Disfrute ante un conjunto de relatos que uno como lector paladea con gusto, dejándose mecer por los ritmos y acentos de cada uno. Envidia poco sana por un escritor que no sólo sabe contar historias, sino que además lo hace con plena conciencia de la voz y sus efectos.
En 2005 se publicó en la asturiana Trea Los caballos azules, otro conjunto de historias breves titulado con un cuento homónimo que obtuvo el Juan Rulfo. Algunos años y una novela como La ofensa han pasado desde entonces y las cosas han cambiado bastante. Nos encontramos ahora con nueve relatos en los que su autor ha depurado las palabras que emplea sin abandonar la precisión que le lleva a revivir para cada cosa su concepto correcto (eso que la crítica ha juzgado de barroquismo sin atinar del todo para La ofensa, aunque sea la vaga idea que una lectura poco atenta atribuya a su producción anterior).
El lector se pone frente a nueve historias que desasosiegan, que inquieren directamente a nuestros más íntimos temores y anhelos. Desafían a la memoria y a la lógica porque su autor, aunque de formación filósofo, no se cierra en banda a lo irracional y en la vida cotidiana cabe la imagen que abre el primer relato, “La vida en llamas”: un hombre quemándose a lo bonzo que en absoluto silencio cruza el jardín y la tarde apacible de un matrimonio que ya no se ama.
El propio autor presentando el libro habló de los relatos que él consideraba “íntimos” y es verdad que la mitad de ellos tienen por personajes a parejas que se quieren o no tanto, que se necesitan. Parejas que pueblan un espacio concreto como es una casa, o una habitación de hotel o un cuadro. Otros se mueven en esferas externas, de una manera más presente en un ámbito histórico, frente a los anteriores que suspenden el mundo exterior ante todas las aristas de la vida en pareja.
Creo que hay relatos francamente excepcionales en esta selección, relatos que te dejan en suspenso durante un tiempo indefinido una vez lees su última palabra. “Gritar” es uno de ellos. En el mundo de Balboa la comunicación con palabras ha dejado de surtir efecto, está viciada de todas las convenciones y restricciones que los adultos nos vamos imponiendo conforme abandonamos la niñez. Así que pronto descubre el placer original de desfogarse gritando en una sala especialmente acondicionada para ello. El placer de gritar a otra persona, de volver a la expresión primigenia por medio de sonidos inarticulados que parecen codificar mucho mejor el mundo.
Mi favorito es sin embargo “El placer de los extraños”. El narrador y su compañero Olsen trabajan en una universidad, marco externo de un relato que, con ese título, tiene su peripecia central en la sala de embarque de un aeropuerto. Ningún lugar es más adecuado que este para que la casualidad siente a dos personas en butacas próximas y una de ellas decida pasar por encima de la indiferencia de la otra y contarle historias extrañas sobre la verdadera muerte de Hitler o la doble vida de Gorbachov como agente del Pentágono. Ningún espacio más aséptico y extraño a nuestro entorno habitual, propicio para que prendan mejor las palabras o las actitudes. Propicio para el crimen, para la más educada locura.
“Las noches de la condesa Bruni” cuenta la deliciosa historia de una mujer que vive cada día una vida y la huella indeleble de su particular naturaleza en los recuerdos de un escritor de éxito. “El terror” da de lleno en la angustia del desvelo por una llamada telefónica equivocada pero con un mensaje que podría ser para uno, que despierta todas las alarmas ante la palabra fragilidad. Y en “Los ancestros” despliega Menéndez Salmón una historia fascinante en torno a un pintor flamenco, su descendiente y la extraña presencia de un cuadro que como todo objeto antiguo y apreciado alberga más secretos de los que la cordura está dispuesta a aceptar. Hasta que un día esos secretos llaman a la puerta.
De los relatos íntimos, quizá el mejor no sea el primero o “Hablemos de Joyce si quiere”, historias de desdoblamiento, de compensaciones de opuestos en un mundo azaroso cuyas resoluciones son más esperables de lo que el relato ha ido preparando, de lo que la calidad de la narración pide. El mejor resuelto de todos es para mi gusto “A nuestros amores”, la historia de un hombre que regresa a la ciudad en la que estuvo enamorado, pero lo hace con otra mujer aparentemente alejada del recuerdo sublime que con el retorno envuelve al protagonista. Con la sencillez de una única pregunta que pasará por no formulada —lo mismo que su respuesta— porque se produce en la noche, durante el sueño, se nos hacen presentes los huecos de pequeñas modificaciones que uno le hace a su historia para poder encajarla con la de otro. Para poder vivir, para poder amar.
Leemos a Ricardo Menéndez Salmón y encontramos que sí se puede contar a una pareja en nuestro idioma sin estar tiranizado por Carver, pero rindiéndole el consabido respeto que se tiene a los viejos y buenos maestros. Sí se puede incluir lo maravilloso en la urbanidad ordenada de nuestras vidas sin forzar ningún pacto de ficción, bordeando con estilo el mero juego. Dos sobre nueve relatos no están resueltos como sinceramente creo que el propio autor debería haberlo hecho según el nivel de los mismos. Los otros siete, incluido ese “Para una historia privada de la literatura” que emplea el nombre de Kafka pero habita el espacio como si de un edificio diseñado por Cortázar se tratara, son verdaderas piezas magistrales de lo que ha de ser el relato, de lo que es contar historias.
Los relatos de Menéndez Salmón son una ocasión para la sorpresa, el disfrute y la envidia poco sana. Sorpresa con una prosa que cada vez más se va afinando y afianzando en nuestras letras, capaz de contar lo inverosímil y lo cotidiano con la misma elegancia, con idéntica destreza. Disfrute ante un conjunto de relatos que uno como lector paladea con gusto, dejándose mecer por los ritmos y acentos de cada uno. Envidia poco sana por un escritor que no sólo sabe contar historias, sino que además lo hace con plena conciencia de la voz y sus efectos.
En 2005 se publicó en la asturiana Trea Los caballos azules, otro conjunto de historias breves titulado con un cuento homónimo que obtuvo el Juan Rulfo. Algunos años y una novela como La ofensa han pasado desde entonces y las cosas han cambiado bastante. Nos encontramos ahora con nueve relatos en los que su autor ha depurado las palabras que emplea sin abandonar la precisión que le lleva a revivir para cada cosa su concepto correcto (eso que la crítica ha juzgado de barroquismo sin atinar del todo para La ofensa, aunque sea la vaga idea que una lectura poco atenta atribuya a su producción anterior).
El lector se pone frente a nueve historias que desasosiegan, que inquieren directamente a nuestros más íntimos temores y anhelos. Desafían a la memoria y a la lógica porque su autor, aunque de formación filósofo, no se cierra en banda a lo irracional y en la vida cotidiana cabe la imagen que abre el primer relato, “La vida en llamas”: un hombre quemándose a lo bonzo que en absoluto silencio cruza el jardín y la tarde apacible de un matrimonio que ya no se ama.
El propio autor presentando el libro habló de los relatos que él consideraba “íntimos” y es verdad que la mitad de ellos tienen por personajes a parejas que se quieren o no tanto, que se necesitan. Parejas que pueblan un espacio concreto como es una casa, o una habitación de hotel o un cuadro. Otros se mueven en esferas externas, de una manera más presente en un ámbito histórico, frente a los anteriores que suspenden el mundo exterior ante todas las aristas de la vida en pareja.
Creo que hay relatos francamente excepcionales en esta selección, relatos que te dejan en suspenso durante un tiempo indefinido una vez lees su última palabra. “Gritar” es uno de ellos. En el mundo de Balboa la comunicación con palabras ha dejado de surtir efecto, está viciada de todas las convenciones y restricciones que los adultos nos vamos imponiendo conforme abandonamos la niñez. Así que pronto descubre el placer original de desfogarse gritando en una sala especialmente acondicionada para ello. El placer de gritar a otra persona, de volver a la expresión primigenia por medio de sonidos inarticulados que parecen codificar mucho mejor el mundo.
Mi favorito es sin embargo “El placer de los extraños”. El narrador y su compañero Olsen trabajan en una universidad, marco externo de un relato que, con ese título, tiene su peripecia central en la sala de embarque de un aeropuerto. Ningún lugar es más adecuado que este para que la casualidad siente a dos personas en butacas próximas y una de ellas decida pasar por encima de la indiferencia de la otra y contarle historias extrañas sobre la verdadera muerte de Hitler o la doble vida de Gorbachov como agente del Pentágono. Ningún espacio más aséptico y extraño a nuestro entorno habitual, propicio para que prendan mejor las palabras o las actitudes. Propicio para el crimen, para la más educada locura.
“Las noches de la condesa Bruni” cuenta la deliciosa historia de una mujer que vive cada día una vida y la huella indeleble de su particular naturaleza en los recuerdos de un escritor de éxito. “El terror” da de lleno en la angustia del desvelo por una llamada telefónica equivocada pero con un mensaje que podría ser para uno, que despierta todas las alarmas ante la palabra fragilidad. Y en “Los ancestros” despliega Menéndez Salmón una historia fascinante en torno a un pintor flamenco, su descendiente y la extraña presencia de un cuadro que como todo objeto antiguo y apreciado alberga más secretos de los que la cordura está dispuesta a aceptar. Hasta que un día esos secretos llaman a la puerta.
De los relatos íntimos, quizá el mejor no sea el primero o “Hablemos de Joyce si quiere”, historias de desdoblamiento, de compensaciones de opuestos en un mundo azaroso cuyas resoluciones son más esperables de lo que el relato ha ido preparando, de lo que la calidad de la narración pide. El mejor resuelto de todos es para mi gusto “A nuestros amores”, la historia de un hombre que regresa a la ciudad en la que estuvo enamorado, pero lo hace con otra mujer aparentemente alejada del recuerdo sublime que con el retorno envuelve al protagonista. Con la sencillez de una única pregunta que pasará por no formulada —lo mismo que su respuesta— porque se produce en la noche, durante el sueño, se nos hacen presentes los huecos de pequeñas modificaciones que uno le hace a su historia para poder encajarla con la de otro. Para poder vivir, para poder amar.
Leemos a Ricardo Menéndez Salmón y encontramos que sí se puede contar a una pareja en nuestro idioma sin estar tiranizado por Carver, pero rindiéndole el consabido respeto que se tiene a los viejos y buenos maestros. Sí se puede incluir lo maravilloso en la urbanidad ordenada de nuestras vidas sin forzar ningún pacto de ficción, bordeando con estilo el mero juego. Dos sobre nueve relatos no están resueltos como sinceramente creo que el propio autor debería haberlo hecho según el nivel de los mismos. Los otros siete, incluido ese “Para una historia privada de la literatura” que emplea el nombre de Kafka pero habita el espacio como si de un edificio diseñado por Cortázar se tratara, son verdaderas piezas magistrales de lo que ha de ser el relato, de lo que es contar historias.
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