Seix Barral, Barcelona, 2007. 280 pp. 18,50 €
Como bien se dice en la contratapa de este volumen, el ejercicio de conjurar la figura del padre no es nueva en la literatura, ni en el arte en general. Y con el mismo acierto se citan los ejemplos de Kafka, Philip y Joseph Roth, Martin Amis, Kureishi o Naipaul. Lo que sucede es que casi siempre estos libros son, o bien francos ajustes de cuentas, o bien el padre aparece como una obra inacabada, frustrada, cuya prolongación natural —el hijo— habrá de corregir y completar. Pocas veces, sin embargo, asistimos a una declaración de amor tan a pecho descubierto como la que nos ocupa.
Héctor Abad es un escritor colombiano que no tuvo un aterrizaje demasiado feliz en España. Un crítico influyente, y para colmo de los que no se caracterizan por ser demasiado despiadados, se ensañó de un modo extraño con la primera de sus novelas que vio la luz en nuestro país. Sin embargo, ha ido cimentando una obra rica y valiosa que con El olvido que seremos alcanza una turbadora cima de intensidad y valor testimonial.
Comenzamos mirando a través de los ojos del niño Héctor, poseído por un feroz complejo de Electra, adorador sin reservas de su padre, el especialista en medicina preventiva Héctor Abad Gómez. El autor no pierde ocasión de recalcar una y otra vez el amor sin límites que profesa hacia su progenitor, lo cual a priori puede amenazar con el cansancio del lector. Pero, de un modo casi inadvertido, el relato va trazando un dibujo minucioso de la vida cotidiana de toda su familia —con episodios trágicos, como la pérdida de una hermana—, para proyectarse formidablemente en un fresco global del país y la época.
Lo que parece confesión privada se ensancha página a página para explicarnos el intrincadísimo desarrollo político y social de Colombia. Muchas de las claves del desastre que ha sufrido esta nación latinoamericana, desangrada a manos del ejército, la guerrilla, los paramilitares, el narcotráfico y la delincuencia común, quedan al descubierto siguiendo el caso singular de un hombre íntegro que quiso combatir los polvos que traerían estos lodos, y cayó fulminado de un disparo fatal.
Buena parte de la literatura colombiana reciente ha cedido a la tentación de mitificar la violencia, de presentar lo que muchos califican como una guerra civil en una coyuntura casi épica. El libro de Abad Faciolince —a quien no cuesta imaginar sufriendo lo suyo en este reto a la sensibilidad y la memoria— despoja a los criminales de toda aura y los señala como lo que son. Y no sólo a quienes aprietan el gatillo, sino a todos aquellos que desde la Universidad, la Iglesia, los partidos políticos o los medios de comunicación quisieron, ya fuera por mantener sus privilegios o guiados por una mezquindad aún más tosca, sembrar la cizaña. No sé si será una ingenuidad por mi parte, pero quiero pensar que la buena acogida que este título borgiano está teniendo en España señala que algo vamos a aprender de los errores de nuestros hermanos del otro lado del océano.
Colombia no es el infierno que ofrecen los telediarios, y los optimistas aseguran que poco a poco, en la medida de lo posible, el aire allí se hace más respirable. El caso de la ciudad de los Abad, Medellín, que ha experimentado en los últimos tiempos un florecimiento emocionante, así lo confirma. El mero hecho de que un libro tan bello como este vea la luz y lleve una docena larga de ediciones vendidas es todo un síntoma de esperanza. Mientras un pueblo recuerde y escriba así de bien, y mientras haya un público masivo interesado en su mensaje, ni las balas ni los machetes podrán hacer nada contra él: todos estarán salvados.
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