Guillermo Ruiz Villagordo
En sus tres libros de poemas Pablo García Casado se ha mantenido fiel a sí mismo a la vez que ha ido evolucionando en una especie de extremismo de su pensamiento poético. El ser fiel a sí mismo consiste en seguir dirigiéndose a un lector cómplice que rellene los huecos entre sus palabras, llanas y de mensaje aparentemente inequívoco, y no a aquél más frecuente que se deja halagar por la sonoridad vacía de tópicas re-re-reformulaciones líricas sobre los temas divinos de siempre. Es para tantos y tantos lectores mal acostumbrados que sienten hace tiempo la comezón del hastío y la intuición de que la poesía tiene que ser algo más para quienes existen los poemas de Pablo. Aunque no me engaño: si no existiera ningún otro lector aparte de él mismo seguiría escribiendo así porque así es como su naturaleza se lo dicta.
Lo del extremismo viene a cuento de que si su escritura se viene caracterizando por una desnudez prodigiosa, una inaudita economía de medios que sin embargo la potencia sobremanera, semejante a la de Roger Wolfe o Raymond Carver (cuánto tiempo sin salir a escena este nombre en una crítica a una obra de Pablo...), después de este libro es difícil imaginar textos más desvalidos ornamentalmente hablando. La diferencia respecto a estos escritores o a cualquier otro estriba en esa negativa a orientar al lector en su lectura (que no encontramos en Wolfe, por ejemplo, por el tono airado y nihilista de sus versos). La duda de los lectores de Pablo (al menos ésa era mi duda) era en qué desembocaría ese desasirse de todos los elementos de la palabra poética. Y aquí está la respuesta: en el más puro poema en prosa.
Habrá quien después de leer Dinero piense que en este caso no puede hablarse propiamente de poema en prosa. En fin, a estas alturas resulta ridículo decirlo, pero lo cierto es que a fuerza de haber tantos posibles modelos no poseemos ninguno concreto sobre qué debe ser un poema en prosa, qué un relato, qué una novela (véase el caso emblemático de Clarice Lispector), así que poco importan esas inútiles categotizaciones. Lo esencial es que estos textos tienen su propia mecánica, más atenta a un tono reconocible por su cercanía. Para los que disfrutamos la obra anterior de Pablo el fraseo y el estilo es el mismo, la comunicación se establece de tú a tú y no de usted a usted, y ese despojamiento aún mayor que crea potentes imágenes nos conduce a gérmenes de narración, pequeñas escenas cotidianas aglutinadas en torno a ese tema central que a lo largo y ancho del mundo nos une en una extraña comunidad: el dinero.
Pablo tiene la teoría de que el dinero como tal no existe, que se trata solo de un concepto que maneja nuestras vidas, y que se manifiesta en otras cosas, en ocasiones de forma física como en los números de la cartilla del banco, pero también en lo que compramos, en lo que querríamos comprar, en el simple deseo de poseerlo, en el moldeado silencioso que hace de nuestra vida, en suma. Es por tanto (esto lo añado yo) el sustituto contemporáneo de dios, se le adora y está presente en cada una de nuestras acciones, queramos o no. Ante él todos somos personajes de una obra de teatro. Como los empleados y el jefe del díptico que abren el poemario, en el que asistimos con un leve escalofrío a un reajuste de plantilla contemplado desde ambas perspectivas. O el vendedor de enciclopedias que apenas llega a vislumbrar tras cada puerta el descanso sabatino del que no puede gozar. O aquel hombre al que vemos (y escojo este verbo a sabiendas) visitar cada domingo la nave del polígono donde atesora los muebles de lujo de los que no ha querido desprenderse, tras verse obligado a vender su piso y trasladarse a otro más pequeño. Alrededor atenazan el trabajo temporal que se espera aceptar únicamente hasta que salga algo mejor y esa frase tan escuchada, tan llena de esperanzas como el billete de lotería de Navidad: «¿No has pensado en prepararte unas oposiciones?».
Fuera de estas páginas es complicado encontrar en la literatura actual esta necesidad de fijarse en lo que de verdad importa en vez de en aspectos bien accesorios bien artificiales, de no proponer ninguna pose sino de expresarse con total naturalidad o más bien como si así fuese, con un discurso sencillo y accesible. Abundan, eso sí, los glosadores de miserias, que las enaltecen bajo el pretexto de combatirlas, pero no los observadores tranquilos y conscientes de su condición de hombre de la calle, de uno más y no de un elegido. Ésta es poesía que habla sin vanidad y dice humildemente lo que quiere decir, sin intentar engañar a nadie. Mientras otros continúan absortos en conceptos igual de abstractos como la belleza o el amor y los tratan como cuestiones exentas, ajenas a la vida en la tierra, Pablo es consciente de que el meollo del asunto está en otra parte, en lo que en el fondo nos influye en nuestra cotidianeidad. Pero no es cuestión de compromiso, sino de realidad pura y dura. Pura en el sentido de no constar de adornos inútiles y en el de presentarse sin rasgos individualizadores aunque sí concretos, no referentes a ninguna realidad particular y por ello a cualquiera. Dura por esa misma falta de aderezos acaramelantes y por poseer la misma intensidad que la angustia por la eterna hipoteca, el puesto de trabajo inestable, las relaciones familiares sostenidas con alfileres, el tiempo de libertad personal reducido al mínimo, tanto como para no perderlo en entretenimientos literarios que no interesan a nadie y no van a cambiar el mundo.
Porque, desengáñate, abre los ojos, «no es una ambigua sensación de angustia, es dinero».
Lo del extremismo viene a cuento de que si su escritura se viene caracterizando por una desnudez prodigiosa, una inaudita economía de medios que sin embargo la potencia sobremanera, semejante a la de Roger Wolfe o Raymond Carver (cuánto tiempo sin salir a escena este nombre en una crítica a una obra de Pablo...), después de este libro es difícil imaginar textos más desvalidos ornamentalmente hablando. La diferencia respecto a estos escritores o a cualquier otro estriba en esa negativa a orientar al lector en su lectura (que no encontramos en Wolfe, por ejemplo, por el tono airado y nihilista de sus versos). La duda de los lectores de Pablo (al menos ésa era mi duda) era en qué desembocaría ese desasirse de todos los elementos de la palabra poética. Y aquí está la respuesta: en el más puro poema en prosa.
Habrá quien después de leer Dinero piense que en este caso no puede hablarse propiamente de poema en prosa. En fin, a estas alturas resulta ridículo decirlo, pero lo cierto es que a fuerza de haber tantos posibles modelos no poseemos ninguno concreto sobre qué debe ser un poema en prosa, qué un relato, qué una novela (véase el caso emblemático de Clarice Lispector), así que poco importan esas inútiles categotizaciones. Lo esencial es que estos textos tienen su propia mecánica, más atenta a un tono reconocible por su cercanía. Para los que disfrutamos la obra anterior de Pablo el fraseo y el estilo es el mismo, la comunicación se establece de tú a tú y no de usted a usted, y ese despojamiento aún mayor que crea potentes imágenes nos conduce a gérmenes de narración, pequeñas escenas cotidianas aglutinadas en torno a ese tema central que a lo largo y ancho del mundo nos une en una extraña comunidad: el dinero.
Pablo tiene la teoría de que el dinero como tal no existe, que se trata solo de un concepto que maneja nuestras vidas, y que se manifiesta en otras cosas, en ocasiones de forma física como en los números de la cartilla del banco, pero también en lo que compramos, en lo que querríamos comprar, en el simple deseo de poseerlo, en el moldeado silencioso que hace de nuestra vida, en suma. Es por tanto (esto lo añado yo) el sustituto contemporáneo de dios, se le adora y está presente en cada una de nuestras acciones, queramos o no. Ante él todos somos personajes de una obra de teatro. Como los empleados y el jefe del díptico que abren el poemario, en el que asistimos con un leve escalofrío a un reajuste de plantilla contemplado desde ambas perspectivas. O el vendedor de enciclopedias que apenas llega a vislumbrar tras cada puerta el descanso sabatino del que no puede gozar. O aquel hombre al que vemos (y escojo este verbo a sabiendas) visitar cada domingo la nave del polígono donde atesora los muebles de lujo de los que no ha querido desprenderse, tras verse obligado a vender su piso y trasladarse a otro más pequeño. Alrededor atenazan el trabajo temporal que se espera aceptar únicamente hasta que salga algo mejor y esa frase tan escuchada, tan llena de esperanzas como el billete de lotería de Navidad: «¿No has pensado en prepararte unas oposiciones?».
Fuera de estas páginas es complicado encontrar en la literatura actual esta necesidad de fijarse en lo que de verdad importa en vez de en aspectos bien accesorios bien artificiales, de no proponer ninguna pose sino de expresarse con total naturalidad o más bien como si así fuese, con un discurso sencillo y accesible. Abundan, eso sí, los glosadores de miserias, que las enaltecen bajo el pretexto de combatirlas, pero no los observadores tranquilos y conscientes de su condición de hombre de la calle, de uno más y no de un elegido. Ésta es poesía que habla sin vanidad y dice humildemente lo que quiere decir, sin intentar engañar a nadie. Mientras otros continúan absortos en conceptos igual de abstractos como la belleza o el amor y los tratan como cuestiones exentas, ajenas a la vida en la tierra, Pablo es consciente de que el meollo del asunto está en otra parte, en lo que en el fondo nos influye en nuestra cotidianeidad. Pero no es cuestión de compromiso, sino de realidad pura y dura. Pura en el sentido de no constar de adornos inútiles y en el de presentarse sin rasgos individualizadores aunque sí concretos, no referentes a ninguna realidad particular y por ello a cualquiera. Dura por esa misma falta de aderezos acaramelantes y por poseer la misma intensidad que la angustia por la eterna hipoteca, el puesto de trabajo inestable, las relaciones familiares sostenidas con alfileres, el tiempo de libertad personal reducido al mínimo, tanto como para no perderlo en entretenimientos literarios que no interesan a nadie y no van a cambiar el mundo.
Porque, desengáñate, abre los ojos, «no es una ambigua sensación de angustia, es dinero».
Pablo García Casado: «Dinero no es un libro para concienciar al lector»
¿Tu gusto por reflejar la realidad pura y dura en el poema es producto de un lento convencimiento o más bien lo llevas en la sangre?
—Ambas cosas: es una cuestión estética e ideológica. Tanto que no imagino, hoy por hoy, haber escrito el libro de otra manera.
¿Qué supone en la tan socorrida discusión sobre el compromiso en la literatura?
—Dinero no es un libro para concienciar al lector: se limita a describir situaciones, de la manera más objetiva posible. Me pone enfermo cuando un escritor se sube al púlpito a dar consignas morales.
¿Cómo explicas que el dinero sea el pilar invisible sobre el que levantamos nuestras vidas en la actualidad y sin embargo esté prácticamente ausente en las obras literarias, con contadas excepciones como La conquista del aire de Belén Gopegui?
—No lo sé. En narrativa sí es más frecuente, y la novela negra norteamericana es ejemplo de ello. Pero en poesía parece un elemento desagradable o al menos incómodo, aunque gente como Alberto Tesán o Antonio Rigo lo han tratado sin pudor alguno. Y con poemas brillantes. Quizá es que resulta poco elegante entre esta mayoritaria “poesía de baja intensidad”.
¿Por qué este cambio formal del poema en verso libre y sin puntuación al poema en prosa? ¿Qué es lo que implica, si es que implica algo?
—Es una forma que resulta eficaz para generar ese tono aparentemente neutro.
Como complemento a la publicación editorial se ha realizado un montaje de tu hermano Manuel con fotografías de Thomas Canet y versos tuyos (http://www.librodinero.com/). ¿Crees que se abren nuevas perspectivas para la poesía?
—Fue algo que surgió como trabajo colectivo de tres personas que comparten obsesiones comunes y las materializan cada uno en su campo. No sé si abren nuevos caminos a la poesía, pero sí permite otras miradas posibles.
—Ambas cosas: es una cuestión estética e ideológica. Tanto que no imagino, hoy por hoy, haber escrito el libro de otra manera.
¿Qué supone en la tan socorrida discusión sobre el compromiso en la literatura?
—Dinero no es un libro para concienciar al lector: se limita a describir situaciones, de la manera más objetiva posible. Me pone enfermo cuando un escritor se sube al púlpito a dar consignas morales.
¿Cómo explicas que el dinero sea el pilar invisible sobre el que levantamos nuestras vidas en la actualidad y sin embargo esté prácticamente ausente en las obras literarias, con contadas excepciones como La conquista del aire de Belén Gopegui?
—No lo sé. En narrativa sí es más frecuente, y la novela negra norteamericana es ejemplo de ello. Pero en poesía parece un elemento desagradable o al menos incómodo, aunque gente como Alberto Tesán o Antonio Rigo lo han tratado sin pudor alguno. Y con poemas brillantes. Quizá es que resulta poco elegante entre esta mayoritaria “poesía de baja intensidad”.
¿Por qué este cambio formal del poema en verso libre y sin puntuación al poema en prosa? ¿Qué es lo que implica, si es que implica algo?
—Es una forma que resulta eficaz para generar ese tono aparentemente neutro.
Como complemento a la publicación editorial se ha realizado un montaje de tu hermano Manuel con fotografías de Thomas Canet y versos tuyos (http://www.librodinero.com/). ¿Crees que se abren nuevas perspectivas para la poesía?
—Fue algo que surgió como trabajo colectivo de tres personas que comparten obsesiones comunes y las materializan cada uno en su campo. No sé si abren nuevos caminos a la poesía, pero sí permite otras miradas posibles.
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