Trad. Miguel Candel y Marta Pino. Paidós, Barcelona, 2007. 392 pp. 26 €
Sofía Rhei
La biblioteca de los libros perdidos funciona, efectivamente, como una pequeño recinto de anécdotas, una guía de pistas, un conjunto de indicaciones y sugerencias, un recuento de fascinantes historias de autores tocados por la contradictoria fortuna del genio. Al sumergirse en sus páginas, esta “biblioteca” funciona como un hipertexto capaz de generar el deseo de investigar casi cada uno de los casos expuestos: textos literarios, como todas las obras teatrales de Agatón y alguna de Shakespeare y Molière, novelas de Malcom Lowry y Camoens, los diarios de Philip Larkin, poemas de Manley Hopkins y textos beat perdidos en el fragor de la época; y también textos teóricos, como el segundo libro de la Poética de Aristóteles (sobre el que se especula en El nombre de la rosa, de Umberto Eco) o los ensayos desaparecidos de Saussure y Bajtin.
Pero los artículos no hablan en todos los casos de libros que se perdieron, sino de libros que pudieron haber sido escritos, de libros inacabados. Estas dos últimas categorías configuran en realidad la mayor parte del libro: fantásticos proyectos literarios que nunca llegaron a ver la luz, porque las circunstancias no lo hicieron posible. «El filósofo Boecio nunca llegó a elaborar su demostración de que Platón y Aristóteles estaban en perfecto acuerdo […] y quién sabe si sir Arthur Conan Doyle no podría haber tenido la intención de revelar la verdadera historia que había detrás de “la rata gigante de Sumatra”, a la que Watson aludió en cierta ocasión mientras Holmes se hallaba ocupado en casos más inmediatos. ¿Habría sido Gaia, de Thomas Mann, la obra maestra que este creyó que podía ser?».
El estilo es concienzudamente sencillo, consigue serlo para poder insertar en sus accesibles párrafos algunos temas un poco más académicos de lo que es frecuente entre este tipo de ensayos concebidos para grandes tiradas. Consigue encontrar el equilibrio entre la lectura fluida y la aportación de datos poco conocidos respecto al devenir de los libros y los autores. La verdad es que es uno de esos libros que pueden ser agradecidos por muchos tipos de lectores, pues contiene las dosis de investigación y misterio, de historia, y de avatares literarios que forman parte de numerosos best-sellers actuales, con la diferencia de que todo lo que cuenta es verdad, o, al menos, lo parece.
Las ilustraciones de Andrzej Krauze enriquecen el texto con pinceladas de humor poético, y participan de esa rara cualidad atemporal que algunos ilustradores consiguen imprimir a sus dibujos.
Se podría emparentar este ensayo con Falsarios y Críticos. Creatividad e impostura en la tradición occidental, de Anthony Grafton (Crítica, 2001) y con Una historia de la lectura, de Alberto Manguel (Alianza, 2001). Pero, sobre todo, con la Invisible Library, un proyecto electrónico en el que se reseñan todos los libros que sólo existen dentro de otros libros.
Encuentro dos maneras de completar este libro: la primera sería incluir en él más autores procedentes de ámbitos no anglosajones, pues a pesar de que en el comienzo del libro se habla del inicio de la escritura y la literatura como algo vagamente global, después el compilador avanza muy focalmente hacia el contexto que conoce. La realidad es que sólo se recogen en el volumen literatos africanos de la antigüedad, cuatro escritores asiáticos y dos árabes. En este sentido, sería raro que un solo escritor poseyera los recursos bibliográficos de literaturas en idiomas muy diferentes, y se haría necesario un trabajo en equipo.
La segunda posible reparación me parece más necesaria, y la ausencia de este segundo grupo de escritores es menos justificable, a pesar de la disculpa que se incluye en el prólogo: «Virginia Woolf trató de imaginar a la hermana de Shakespeare, pero la naturaleza inexorable e inalterable del pasado da al traste con cualquier intento de poner un nombre a quienes se vieron privados incluso de una fantasmal existencia perdida». Stuart Kelly sólo nos habla de los libros perdidos que habrían sido más valiosos o importantes para el canon occidental, es decir, la clásica lista de los hombres, y entre casi 80 autores sólo encuentra la manera de hablar de cuatro mujeres (ni siquiera menciona la extendida teoría, que sí recoge el canonista Bloom, de que una de las primeras fuentes de la biblia pudo ser una mujer) como si no hubiera nada que decir respecto a tantas producciones literarias sistemáticamente olvidadas, desplazadas, ninguneadas por la crítica, por los antólogos, por libros excluyentes como éste.
Sofía Rhei
La biblioteca de los libros perdidos funciona, efectivamente, como una pequeño recinto de anécdotas, una guía de pistas, un conjunto de indicaciones y sugerencias, un recuento de fascinantes historias de autores tocados por la contradictoria fortuna del genio. Al sumergirse en sus páginas, esta “biblioteca” funciona como un hipertexto capaz de generar el deseo de investigar casi cada uno de los casos expuestos: textos literarios, como todas las obras teatrales de Agatón y alguna de Shakespeare y Molière, novelas de Malcom Lowry y Camoens, los diarios de Philip Larkin, poemas de Manley Hopkins y textos beat perdidos en el fragor de la época; y también textos teóricos, como el segundo libro de la Poética de Aristóteles (sobre el que se especula en El nombre de la rosa, de Umberto Eco) o los ensayos desaparecidos de Saussure y Bajtin.
Pero los artículos no hablan en todos los casos de libros que se perdieron, sino de libros que pudieron haber sido escritos, de libros inacabados. Estas dos últimas categorías configuran en realidad la mayor parte del libro: fantásticos proyectos literarios que nunca llegaron a ver la luz, porque las circunstancias no lo hicieron posible. «El filósofo Boecio nunca llegó a elaborar su demostración de que Platón y Aristóteles estaban en perfecto acuerdo […] y quién sabe si sir Arthur Conan Doyle no podría haber tenido la intención de revelar la verdadera historia que había detrás de “la rata gigante de Sumatra”, a la que Watson aludió en cierta ocasión mientras Holmes se hallaba ocupado en casos más inmediatos. ¿Habría sido Gaia, de Thomas Mann, la obra maestra que este creyó que podía ser?».
El estilo es concienzudamente sencillo, consigue serlo para poder insertar en sus accesibles párrafos algunos temas un poco más académicos de lo que es frecuente entre este tipo de ensayos concebidos para grandes tiradas. Consigue encontrar el equilibrio entre la lectura fluida y la aportación de datos poco conocidos respecto al devenir de los libros y los autores. La verdad es que es uno de esos libros que pueden ser agradecidos por muchos tipos de lectores, pues contiene las dosis de investigación y misterio, de historia, y de avatares literarios que forman parte de numerosos best-sellers actuales, con la diferencia de que todo lo que cuenta es verdad, o, al menos, lo parece.
Las ilustraciones de Andrzej Krauze enriquecen el texto con pinceladas de humor poético, y participan de esa rara cualidad atemporal que algunos ilustradores consiguen imprimir a sus dibujos.
Se podría emparentar este ensayo con Falsarios y Críticos. Creatividad e impostura en la tradición occidental, de Anthony Grafton (Crítica, 2001) y con Una historia de la lectura, de Alberto Manguel (Alianza, 2001). Pero, sobre todo, con la Invisible Library, un proyecto electrónico en el que se reseñan todos los libros que sólo existen dentro de otros libros.
Encuentro dos maneras de completar este libro: la primera sería incluir en él más autores procedentes de ámbitos no anglosajones, pues a pesar de que en el comienzo del libro se habla del inicio de la escritura y la literatura como algo vagamente global, después el compilador avanza muy focalmente hacia el contexto que conoce. La realidad es que sólo se recogen en el volumen literatos africanos de la antigüedad, cuatro escritores asiáticos y dos árabes. En este sentido, sería raro que un solo escritor poseyera los recursos bibliográficos de literaturas en idiomas muy diferentes, y se haría necesario un trabajo en equipo.
La segunda posible reparación me parece más necesaria, y la ausencia de este segundo grupo de escritores es menos justificable, a pesar de la disculpa que se incluye en el prólogo: «Virginia Woolf trató de imaginar a la hermana de Shakespeare, pero la naturaleza inexorable e inalterable del pasado da al traste con cualquier intento de poner un nombre a quienes se vieron privados incluso de una fantasmal existencia perdida». Stuart Kelly sólo nos habla de los libros perdidos que habrían sido más valiosos o importantes para el canon occidental, es decir, la clásica lista de los hombres, y entre casi 80 autores sólo encuentra la manera de hablar de cuatro mujeres (ni siquiera menciona la extendida teoría, que sí recoge el canonista Bloom, de que una de las primeras fuentes de la biblia pudo ser una mujer) como si no hubiera nada que decir respecto a tantas producciones literarias sistemáticamente olvidadas, desplazadas, ninguneadas por la crítica, por los antólogos, por libros excluyentes como éste.
2 comentarios:
¿Deberíamos exigir la paridad de sexos a la hora de hablar de literatura? Si se citan X autores habrá que citar también el mismo número de autoras. Y si en una determinada época histórica no encontramos suficientes escritoras... ¿las inventamos?
Las hay, anónimo, las hay. El problema reside en quien no quiere verlas...
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