Finalista del VIII Premio Río Manzanares de Novela. Calambur, Madrid, 2006. 252 pp. 16 €
Miguel Baquero
Miguel Baquero
Un par de individuos algo tronados pero con vista para los negocios deciden montar una empresa de difamación profesional, esto es, una sociedad dedicada a socavar a sueldo y mediante métodos gangsteriles la buena fama de quien diga el cliente. Para ello no dudan en recurrir a verdades y mentiras, a testigos falsos y montajes fotográficos.
Este es el original punto de partida de El difamador, la última novela de Alfonso Ruiz de Aguirre (Toledo, 1968), finalista del VIII Premio Río Manzanares de Novela. En El difamador, Ruiz de Aguirre mantiene ese peculiar tono de humor con toques de seriedad, o de seriedad con un marcado tono irónico y de chanza, ese punto medio que ya cultivó en su anterior novela, Arde Troya, y en el que parece encontrarse especialmente a gusto, lo que se echa de ver en que las escenas se suceden con una gran fluidez, se encadenan de manera natural, y los comentarios y apostillas sobre los diversos temas se insertan de modo ágil, sin necesidad de quebrar el tono o de forzar algún recurso literario. Un texto, en resumen, fresco y con fuerza que se despliega suavemente ante el lector, sin que por ello resulte, no obstante, un relato lineal, insulso y de técnica rudimentaria; todo lo contrario, Ruiz de Aguirre parece andar sobrado de oficio y haber encontrado el modo de desarrollarlo, sin la pretensión infantil de vencer al lector con preciosismos pero tampoco con la dejadez y el desaliño que muchos otros dicen emplear para demostrar vivacidad pero que al fin acaba por resultar una disculpa de su pobre técnica.
Junto con el mérito del estilo, El difamador resulta una novela atractiva por la fuerza de algunas de sus escenas, sobre todo las iniciales, cuando se muestran algunos casos en los que la sociedad difamadora ha intervenido. Casi sin darnos cuenta, la novela se transforma en este punto en una original reflexión sobre el signo de nuestros tiempos y de cómo, pese a nuestra presunta modernidad y liberalidad, vivimos tanto como en el pasado, si no más, pendientes del hilo de nuestra reputación, de nuestra imagen, de nuestra negra honrilla. Es en este tramo cuando la novela, en mi opinión, alcanza su máximo nivel, pues bajo una apariencia humorística —salpicada de algunas digresiones, en tono más serio y en ocasiones hasta iracundo—, se construye una caricatura de nuestra sociedad y de nuestras contradicciones, en suma, un retrato de nuestra ridiculez que alcanza su punto más fresco y ágil con el caso de aquel habitual de la prensa del corazón a quienes las labores de los difamantes no sólo no perjudican sino que le benefician extraordinariamente pues, al echarle encima de sus anchas espaldas un escándalo tras otro, una infamia tras otra, lejos de arruinarle le garantizan un nuevo bolo en programas de salsa rosa.
Es pasado este punto, más o menos hacia la mitad de la novela, cuando El difamador, aun conservando su frescura y la calidad del estilo antes comentada, decae un poco al entrar, y seguir hasta el final, en el caso particular de una difamación dentro de los ambientes literarios. Cierto es que las consideraciones que en esta parte hace Ruiz de Aguirre sobre cómo se amañan premios, se componen jurados y se compran críticos son bastante agudas, ácidas y tienen un indudable valor, pero ocurre que —de nuevo a mi entender— Aguirre cae en un vicio ya demasiado común entre los escritores actuales y es reducir el mundo a lo literario, encerrarse en un círculo endogámico, ensimismarse en el cerrado mundillo de las letras al mismo tiempo que, paradójicamente, denuncian su decadencia, su estrechez de miras y su atmósfera viciada por no abrir las ventanas al mundo exterior. El difamador se convierte de pronto en una de tantas novelas en que su protagonista es escritor, sus secundarios son escritores, los que le dan la réplica tienen algo que ver con el mundo del libro y los ambientes en que se mueven son bibliotecas, tertulias, conferencias, entregas de premios y demás suburbios literaturiles. Dos listas de casi un folio, por ejemplo, enumerando, ora este, ora el otro, sus lecturas favoritas, se me antojan demasiadas para una novela; una ya me parecería excesiva; así como también me parecen improcedentes esas encendidas líneas en que el autor proclama, urbi et orbi, para que se entere la humanidad, que a él no le ha gustado el Ulyses de Joyce.
Con el “pero”, pues, de esta segunda parte en que Ruiz de Aguirre se encierra en un caparazón literario, quitando este olorcillo final a cerrado y sacristía, que en todo caso el autor salva gracias a su magnífico estilo, El difamador es, en su primer tramo, una excelente novela a manera de sátira de nuestros tiempos, una oportunidad para, al hilo de una sonrisa, detenernos a pensar por qué hacemos tanto el ganso a día de la fecha.
Este es el original punto de partida de El difamador, la última novela de Alfonso Ruiz de Aguirre (Toledo, 1968), finalista del VIII Premio Río Manzanares de Novela. En El difamador, Ruiz de Aguirre mantiene ese peculiar tono de humor con toques de seriedad, o de seriedad con un marcado tono irónico y de chanza, ese punto medio que ya cultivó en su anterior novela, Arde Troya, y en el que parece encontrarse especialmente a gusto, lo que se echa de ver en que las escenas se suceden con una gran fluidez, se encadenan de manera natural, y los comentarios y apostillas sobre los diversos temas se insertan de modo ágil, sin necesidad de quebrar el tono o de forzar algún recurso literario. Un texto, en resumen, fresco y con fuerza que se despliega suavemente ante el lector, sin que por ello resulte, no obstante, un relato lineal, insulso y de técnica rudimentaria; todo lo contrario, Ruiz de Aguirre parece andar sobrado de oficio y haber encontrado el modo de desarrollarlo, sin la pretensión infantil de vencer al lector con preciosismos pero tampoco con la dejadez y el desaliño que muchos otros dicen emplear para demostrar vivacidad pero que al fin acaba por resultar una disculpa de su pobre técnica.
Junto con el mérito del estilo, El difamador resulta una novela atractiva por la fuerza de algunas de sus escenas, sobre todo las iniciales, cuando se muestran algunos casos en los que la sociedad difamadora ha intervenido. Casi sin darnos cuenta, la novela se transforma en este punto en una original reflexión sobre el signo de nuestros tiempos y de cómo, pese a nuestra presunta modernidad y liberalidad, vivimos tanto como en el pasado, si no más, pendientes del hilo de nuestra reputación, de nuestra imagen, de nuestra negra honrilla. Es en este tramo cuando la novela, en mi opinión, alcanza su máximo nivel, pues bajo una apariencia humorística —salpicada de algunas digresiones, en tono más serio y en ocasiones hasta iracundo—, se construye una caricatura de nuestra sociedad y de nuestras contradicciones, en suma, un retrato de nuestra ridiculez que alcanza su punto más fresco y ágil con el caso de aquel habitual de la prensa del corazón a quienes las labores de los difamantes no sólo no perjudican sino que le benefician extraordinariamente pues, al echarle encima de sus anchas espaldas un escándalo tras otro, una infamia tras otra, lejos de arruinarle le garantizan un nuevo bolo en programas de salsa rosa.
Es pasado este punto, más o menos hacia la mitad de la novela, cuando El difamador, aun conservando su frescura y la calidad del estilo antes comentada, decae un poco al entrar, y seguir hasta el final, en el caso particular de una difamación dentro de los ambientes literarios. Cierto es que las consideraciones que en esta parte hace Ruiz de Aguirre sobre cómo se amañan premios, se componen jurados y se compran críticos son bastante agudas, ácidas y tienen un indudable valor, pero ocurre que —de nuevo a mi entender— Aguirre cae en un vicio ya demasiado común entre los escritores actuales y es reducir el mundo a lo literario, encerrarse en un círculo endogámico, ensimismarse en el cerrado mundillo de las letras al mismo tiempo que, paradójicamente, denuncian su decadencia, su estrechez de miras y su atmósfera viciada por no abrir las ventanas al mundo exterior. El difamador se convierte de pronto en una de tantas novelas en que su protagonista es escritor, sus secundarios son escritores, los que le dan la réplica tienen algo que ver con el mundo del libro y los ambientes en que se mueven son bibliotecas, tertulias, conferencias, entregas de premios y demás suburbios literaturiles. Dos listas de casi un folio, por ejemplo, enumerando, ora este, ora el otro, sus lecturas favoritas, se me antojan demasiadas para una novela; una ya me parecería excesiva; así como también me parecen improcedentes esas encendidas líneas en que el autor proclama, urbi et orbi, para que se entere la humanidad, que a él no le ha gustado el Ulyses de Joyce.
Con el “pero”, pues, de esta segunda parte en que Ruiz de Aguirre se encierra en un caparazón literario, quitando este olorcillo final a cerrado y sacristía, que en todo caso el autor salva gracias a su magnífico estilo, El difamador es, en su primer tramo, una excelente novela a manera de sátira de nuestros tiempos, una oportunidad para, al hilo de una sonrisa, detenernos a pensar por qué hacemos tanto el ganso a día de la fecha.
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