Gran Vía, Burgos, 2007. 147 pp. 12 €
Óscar Esquivias
Me vais a permitir que cuente una anécdota personal (no sería justo empezar esta reseña de otra manera).
Hace ya muchos años (más de diez) participé en la creación de una revista universitaria en Burgos que se llamó «El mono de la tinta». En el primer número ofrecíamos las páginas a nuestros lectores y les pedíamos cuentos, artículos o poemas. Pronto (para nuestra sorpresa) el apartado postal se llenó de sobres. En uno de ellos venía un relato breve (no llegaba a un folio), sin título, que contaba una historia muy sencilla: alguien volvía a casa tras una ausencia larga y se sorprendía al encontrar las persianas echadas, el piso vacío y una nota de despedida de la persona amada. El viajero se quedaba anonadado, incapaz de reaccionar, a oscuras, con una carta llena de reproches entre las manos que releía atónito una y otra vez. Fin.
Este cuento (al que, por supuesto, mi resumen no hace justicia) era un texto conciso y conmovedor, muy persuasivo, contado con las palabras justas. Los tres codirectores de la revista no tuvimos ninguna duda en que debía ser publicado.
Como he dicho, recibíamos muchas obras en el apartado postal, casi siempre de autores muy jóvenes (muchas poesías venían manuscritas, con dibujos, corazones atravesados por flechas, brillantina), la mayoría firmadas con seudónimos extravagantes: «Ganímedes Ardiente», «Llama de tus ojos», «Asrjspuh», «Dasabosew», «Pulsión cósmica», «Zarathustra Indómito» (me los estoy inventando, pero tenían este tono). Nos parecía tan ridículo que los responsables de la revista tomamos la decisión de no admitir ningún texto firmado con seudónimo. Y aquel cuentecillo que tanto nos gustaba aparecía suscrito por un nombre bastante estrambótico (no tanto, desde luego, como los citados), así que escribimos a las señas que aparecían en el remite del sobre y le pedimos al autor que se identificara. De esta manera conocí a Alberto Luque o, mejor dicho, supe de la existencia de un escritor llamado Alberto Luque, a quien a partir de entonces he perseguido tenazmente como editor de revistas (siempre presumo de los cuentos que le he publicado) y sobre todo como lector, porque en la prosa de Luque están todos los valores que yo aprecio en la literatura: destreza narrativa, humor, capacidad de crear atmósferas y personajes, desinhibición frente a las convenciones literarias, aliento épico y aventurero y un estilo directo y apasionado ante el que es difícil permanecer indiferente. De los autores de (más o menos) mi generación que yo he leído, Alejandro Cuevas y él son mis favoritos, los que más me emocionan, en los que más confío. Allá donde tenga ocasión los recomendaré con entusiasmo porque pocos autores me han hecho más feliz.
En el caso de Alberto Luque, no ha sido fácil seguir su carrera. Sus cuentos han aparecido en las revistas más extrañas o remotas (incluyo aquí las que yo he dirigido) y lo mismo sucede con sus libros, publicados en editoriales casi secretas: la novela La noche de las puertas abiertas salió en Ars Milenii (Madrid, 2003), su libro de cuentos La senda de nieve oculta en Celya (Salamanca, 2005) y esta última novela (Como lobo) en la editorial Gran Vía (Burgos, 2007).
Lo último que cabía esperar de Alberto Luque es una novela del estilo de Como lobo, esto es, una historia de pastores y loberos cuyas primeras páginas pueden traer el recuerdo de la literatura rural de Delibes o de Julio Llamazares. Hasta ahora las narraciones de Luque oscilaban entre lo aventurero, lo existencial y lo cosmopolita. Todos los cuentos de La senda de nieve oculta están ambientados en América (donde el autor vivió varios años) y muestran un poderoso aliento conradiano (sé que es un tópico citar a Conrad cuando hay selvas y descensos a los infiernos de por medio, pero pocas veces estará tan justificada su invocación); por otra parte, su novela La noche de las puertas abiertas narra una suerte de viaje existencial y alucinatorio, un tanto en la línea (por su atmósfera nihilista) de obras como Euro Raíl (Visor, 1998) de Eduardo Lampaya o Tokio ya no nos quiere (Plaza & Janés, 1999) de Ray Loriga.
En Como lobo, Luque escapa de todo lo anterior y, literalmente, se echa al monte para contar una historia de gentes que pertenecen a un tiempo que ya no es el nuestro. La novela está dedicada a los «bravos pastores de Oncala» (Soria) y sucede en pocos días, el tiempo que un muchacho de trece años se emplea de zagal porque su padre quiere que conozca la vida de pastor antes de que marche a estudiar a la ciudad. El autor domina el lenguaje de los hombres del campo, sus costumbres, conoce el paisaje y nombra las cosas con la precisión y la naturalidad de quien sabe de lo que habla: es un relato que da la impresión de nacer desde dentro de ese mundo, tal y como podría contarlo un hombre de campo. Pero el lector también se da cuenta en seguida de que el narrador no ha escrito su historia con un propósito costumbrista o etnográfico. Hay un personaje invisible que se adueña por completo de la historia. Es el miedo. Y todo cambia.
Como lobo está contada con aliento épico, es una novela de aprendizaje que trata del viejo asunto de la lucha del hombre contra sus temores más hondos. De nuevo aparece el espíritu de Conrad, pero también el del Antiguo Testamento y el de un tiempo aún más remoto: estos pastores castellanos de Alberto Luque están emparentados con los de la primera literatura, la que se escribía en tablillas de barro o se recitaba en las plazas. Como lobo podría ser un relato oral, tiene la expresividad y la sabiduría narrativa de las historias que se contaban en susurros cuando las noches eran muy largas y estaban llenas de ruidos. Es imposible leer sin estremecimiento este relato que mira a los ojos al miedo. Llegará (ojalá me equivoque) a pocas librerías: allá donde esté, os aseguro que no habrá un libro mejor en la mesa de novedades. No os lo perdáis.
Óscar Esquivias
Me vais a permitir que cuente una anécdota personal (no sería justo empezar esta reseña de otra manera).
Hace ya muchos años (más de diez) participé en la creación de una revista universitaria en Burgos que se llamó «El mono de la tinta». En el primer número ofrecíamos las páginas a nuestros lectores y les pedíamos cuentos, artículos o poemas. Pronto (para nuestra sorpresa) el apartado postal se llenó de sobres. En uno de ellos venía un relato breve (no llegaba a un folio), sin título, que contaba una historia muy sencilla: alguien volvía a casa tras una ausencia larga y se sorprendía al encontrar las persianas echadas, el piso vacío y una nota de despedida de la persona amada. El viajero se quedaba anonadado, incapaz de reaccionar, a oscuras, con una carta llena de reproches entre las manos que releía atónito una y otra vez. Fin.
Este cuento (al que, por supuesto, mi resumen no hace justicia) era un texto conciso y conmovedor, muy persuasivo, contado con las palabras justas. Los tres codirectores de la revista no tuvimos ninguna duda en que debía ser publicado.
Como he dicho, recibíamos muchas obras en el apartado postal, casi siempre de autores muy jóvenes (muchas poesías venían manuscritas, con dibujos, corazones atravesados por flechas, brillantina), la mayoría firmadas con seudónimos extravagantes: «Ganímedes Ardiente», «Llama de tus ojos», «Asrjspuh», «Dasabosew», «Pulsión cósmica», «Zarathustra Indómito» (me los estoy inventando, pero tenían este tono). Nos parecía tan ridículo que los responsables de la revista tomamos la decisión de no admitir ningún texto firmado con seudónimo. Y aquel cuentecillo que tanto nos gustaba aparecía suscrito por un nombre bastante estrambótico (no tanto, desde luego, como los citados), así que escribimos a las señas que aparecían en el remite del sobre y le pedimos al autor que se identificara. De esta manera conocí a Alberto Luque o, mejor dicho, supe de la existencia de un escritor llamado Alberto Luque, a quien a partir de entonces he perseguido tenazmente como editor de revistas (siempre presumo de los cuentos que le he publicado) y sobre todo como lector, porque en la prosa de Luque están todos los valores que yo aprecio en la literatura: destreza narrativa, humor, capacidad de crear atmósferas y personajes, desinhibición frente a las convenciones literarias, aliento épico y aventurero y un estilo directo y apasionado ante el que es difícil permanecer indiferente. De los autores de (más o menos) mi generación que yo he leído, Alejandro Cuevas y él son mis favoritos, los que más me emocionan, en los que más confío. Allá donde tenga ocasión los recomendaré con entusiasmo porque pocos autores me han hecho más feliz.
En el caso de Alberto Luque, no ha sido fácil seguir su carrera. Sus cuentos han aparecido en las revistas más extrañas o remotas (incluyo aquí las que yo he dirigido) y lo mismo sucede con sus libros, publicados en editoriales casi secretas: la novela La noche de las puertas abiertas salió en Ars Milenii (Madrid, 2003), su libro de cuentos La senda de nieve oculta en Celya (Salamanca, 2005) y esta última novela (Como lobo) en la editorial Gran Vía (Burgos, 2007).
Lo último que cabía esperar de Alberto Luque es una novela del estilo de Como lobo, esto es, una historia de pastores y loberos cuyas primeras páginas pueden traer el recuerdo de la literatura rural de Delibes o de Julio Llamazares. Hasta ahora las narraciones de Luque oscilaban entre lo aventurero, lo existencial y lo cosmopolita. Todos los cuentos de La senda de nieve oculta están ambientados en América (donde el autor vivió varios años) y muestran un poderoso aliento conradiano (sé que es un tópico citar a Conrad cuando hay selvas y descensos a los infiernos de por medio, pero pocas veces estará tan justificada su invocación); por otra parte, su novela La noche de las puertas abiertas narra una suerte de viaje existencial y alucinatorio, un tanto en la línea (por su atmósfera nihilista) de obras como Euro Raíl (Visor, 1998) de Eduardo Lampaya o Tokio ya no nos quiere (Plaza & Janés, 1999) de Ray Loriga.
En Como lobo, Luque escapa de todo lo anterior y, literalmente, se echa al monte para contar una historia de gentes que pertenecen a un tiempo que ya no es el nuestro. La novela está dedicada a los «bravos pastores de Oncala» (Soria) y sucede en pocos días, el tiempo que un muchacho de trece años se emplea de zagal porque su padre quiere que conozca la vida de pastor antes de que marche a estudiar a la ciudad. El autor domina el lenguaje de los hombres del campo, sus costumbres, conoce el paisaje y nombra las cosas con la precisión y la naturalidad de quien sabe de lo que habla: es un relato que da la impresión de nacer desde dentro de ese mundo, tal y como podría contarlo un hombre de campo. Pero el lector también se da cuenta en seguida de que el narrador no ha escrito su historia con un propósito costumbrista o etnográfico. Hay un personaje invisible que se adueña por completo de la historia. Es el miedo. Y todo cambia.
Como lobo está contada con aliento épico, es una novela de aprendizaje que trata del viejo asunto de la lucha del hombre contra sus temores más hondos. De nuevo aparece el espíritu de Conrad, pero también el del Antiguo Testamento y el de un tiempo aún más remoto: estos pastores castellanos de Alberto Luque están emparentados con los de la primera literatura, la que se escribía en tablillas de barro o se recitaba en las plazas. Como lobo podría ser un relato oral, tiene la expresividad y la sabiduría narrativa de las historias que se contaban en susurros cuando las noches eran muy largas y estaban llenas de ruidos. Es imposible leer sin estremecimiento este relato que mira a los ojos al miedo. Llegará (ojalá me equivoque) a pocas librerías: allá donde esté, os aseguro que no habrá un libro mejor en la mesa de novedades. No os lo perdáis.
1 comentario:
hacía tiempo que no me sorprendía tanto una lectura.
es una historia tan cercana a las raíces de la humanidad, tan ancestral, que se mete en el cuerpo con fuerza y cuesta deshacerse de la sensación de inquietud, sorpresa y admiración.
Como Lobo, muy recomendable.
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