Trad. de Víctor V. Úbeda. Tropismos, Salamanca, 2007. 389 pp. 18 €
Care Santos
Admiro a los narradores que saben envolverme con sus historias. Siempre deseo que me contagien algo. Por eso admiro, incluso superlativamente, a David Mitchell, londinense, sólo un año mayor que yo (es decir, nacido en el año 1969) y poseedor de uno de los talentos narrativos más espectaculares que he conocido. Puede ser que la traducción, en ocasiones, sea un tanto descuidada, puede ser que ciertas filigranas estilísticas del original —si es que las tiene— se pierdan en nuestras versiones castellanas, pero todo eso es superfluo al lado de la portentosa capacidad del autor para tejer telas de araña de ficción en las que atraparnos a nosotros, pobres moscas siempre revoloteando alrededor de las mentiras que otros traman.
Care Santos
Admiro a los narradores que saben envolverme con sus historias. Siempre deseo que me contagien algo. Por eso admiro, incluso superlativamente, a David Mitchell, londinense, sólo un año mayor que yo (es decir, nacido en el año 1969) y poseedor de uno de los talentos narrativos más espectaculares que he conocido. Puede ser que la traducción, en ocasiones, sea un tanto descuidada, puede ser que ciertas filigranas estilísticas del original —si es que las tiene— se pierdan en nuestras versiones castellanas, pero todo eso es superfluo al lado de la portentosa capacidad del autor para tejer telas de araña de ficción en las que atraparnos a nosotros, pobres moscas siempre revoloteando alrededor de las mentiras que otros traman.
Este hombre es capaz de todo: puede escribir una novela compuesta por más de media docena de nouvelles contadas por otros tantos narradores en la que aborde temas tan osados y diferentes entre sí como el conflicto político y moral de un investigador forzado a poner su conocimiento en manos del poder, la vida de un espíritu encarnado en un árbol japonés o las dramáticas peripecias de unos ladrones de arte; o bien puede salir airoso de una estructura en la que las historias vayan apareciendo unas dentro de otras para luego armar un rompecabezas de cajas chinas en el que todo encaje, incluso los varios emplazamientos repartidos por diversos países del mundo. Lo primero lo hacía en Ghostwrittens o Escritos fantasma. Lo segundo es la columna vertebral de El atlas de las nubes. Ambas han sido publicadas por editoral Tropismos que, por fortuna, está dispuesta a continuar sirviéndonos más platos suculentos cocinados por Mitchell.
(Abro un paréntesis para apuntar la cantidad de concomitancias que existen entre los universos y los modos de contar de escritores como Mitchel y directores de cine como el mexicano Alejandro González Iñárritu —Babel— o el estadounidense Paul Thomas Anderson —Magnolia—. Es la visión del rompecabezas, de las pequeñas piezas que encajan para componer la totalidad. Acaso sea éste un modo de ver el mundo que nos pertenece en exclusiva a los que hemos llegado a la madurez en plena era de las tecnologías, cuando Internet ya es una realidad a la que es imposible permanecer ajeno y cualquier cosa que ocurra en cualquier parte del mundo se conoce en en el otro extremo al instante.)
La novela que ahora acaba de aparecer es una de las más premiadas del autor y también una de las peores, según mi opinión. Lo cual no significa que no pueda ser lo mejor que mucha gente haya leído en su vida. Aquí, Mitchell parece haberse propuesto dejar a un lado los alardes formales y, simplemente, contar. Simplemente. Eso es, exactamente, lo que hace: echa mano de su enorme talento para crear situaciones, de su no poca habilidad para caracterizar personajes y de sus superlativas dotes como psicólogo (la psicología siempre mejora al novelista) y nos cuenta la historia de Jason, un chico de 13 años que habita en un mundo tan feroz como el de cualquiera de nosotros. Un mundo en el que su padre tiene un amante, su madre tiene problemas y excentricidades, su hermana tiene un novio pelirrojo y pijo, sus amigos tienen hermanas, y pesadillas y calentones y todos ellos tienen una guerra (la de las Malvinas) y un pueblo pequeño en el que o te buscas la vida o te mueres de asco.
Confieso que me cargan los narradores infantiles. Entre otras cosas, porque nunca son verosímiles. Siempre chirrían. Siempre piensan demasiado, o deducen demasiado, o van de listillos o de llorones o se atribuyen funciones que no les corresponden. Incluso cuando cuentan las cosas como por casualidad, como fingiendo no darse cuenta, me resultan cargantes. He de decir, no obstante, que en esta novela Mitchell ha conseguido vencer esa enorme reticencia mía. La comencé diciéndome: «Qué lástima, ésta no me va a gustar». 30 páginas después ya me había seducido, como siempre, gracias a su gran inteligencia, su no menos escasa mala baba y su narratividad sin límites. Al fin y al cabo, eso es lo que le susurraría al oído al autor de cualquier libro que comienzo: «Vamos, chaval, camélame». Lo cual, no hace falta que lo diga, a estas alturas, no es nada fácil.
La novela que ahora acaba de aparecer es una de las más premiadas del autor y también una de las peores, según mi opinión. Lo cual no significa que no pueda ser lo mejor que mucha gente haya leído en su vida. Aquí, Mitchell parece haberse propuesto dejar a un lado los alardes formales y, simplemente, contar. Simplemente. Eso es, exactamente, lo que hace: echa mano de su enorme talento para crear situaciones, de su no poca habilidad para caracterizar personajes y de sus superlativas dotes como psicólogo (la psicología siempre mejora al novelista) y nos cuenta la historia de Jason, un chico de 13 años que habita en un mundo tan feroz como el de cualquiera de nosotros. Un mundo en el que su padre tiene un amante, su madre tiene problemas y excentricidades, su hermana tiene un novio pelirrojo y pijo, sus amigos tienen hermanas, y pesadillas y calentones y todos ellos tienen una guerra (la de las Malvinas) y un pueblo pequeño en el que o te buscas la vida o te mueres de asco.
Confieso que me cargan los narradores infantiles. Entre otras cosas, porque nunca son verosímiles. Siempre chirrían. Siempre piensan demasiado, o deducen demasiado, o van de listillos o de llorones o se atribuyen funciones que no les corresponden. Incluso cuando cuentan las cosas como por casualidad, como fingiendo no darse cuenta, me resultan cargantes. He de decir, no obstante, que en esta novela Mitchell ha conseguido vencer esa enorme reticencia mía. La comencé diciéndome: «Qué lástima, ésta no me va a gustar». 30 páginas después ya me había seducido, como siempre, gracias a su gran inteligencia, su no menos escasa mala baba y su narratividad sin límites. Al fin y al cabo, eso es lo que le susurraría al oído al autor de cualquier libro que comienzo: «Vamos, chaval, camélame». Lo cual, no hace falta que lo diga, a estas alturas, no es nada fácil.
Y Mitchell sólo tiene 38 años. Lo cual significa, como en los chistes, una cosa buena y una mala. La mala es que se le van a ocurrir muchas más historias que contar y muchos más modos originales de hacerlo antes de que se muera o se vuelva tonto (o me muera o me vuelva tonta yo). Lo cual, para cualquier narrador que pretenda hacer lo mismo aunque sea en otro país y en otro idioma, es lo peor que puede ocurrir. La buena es que podré seguir leyéndole durante mucho tiempo. Ojalá también les duren a los de Tropismos las ganas de publicarle. Amén.
2 comentarios:
Zakaj pa ne:)
acabo de leer su ensayo.. me agradó demasiado.. pero.. no acaso falto comentar lo más importante del libro?? Jason es tartamudo no?. yo no lo sé. buscando en la red encontré muchas recomendaciones de este libro y todas hablaban sobre ello. no se si es el mismo del que usted trata u otro.
Publicar un comentario