Dibujo: Ludovic Debeurne. Rotulación: JMP. Trad. Manel Domínguez. Norma, Barcelona, 2007. 544 pp. 29,50 €
Ricardo Triviño
Leer Lucille de Ludovic Debeurne resulta un extraño placer. Produce compasión, horror, alegría, esperanza, desapego, empatía, ternura, amargor. Sumerge al lector en tal cúmulo de emociones que le impide detenerse, lo impulsa a seguir buscando cuál será el futuro incierto de esos dos adolescentes tan distintos y a la vez tan parecidos.
Lucille es hija única y vive con su madre desde el divorcio. No tienen problemas económicos y su casa es grande, pero detesta su cuerpo y no come, deja que su figura se consuma, esperando ser la mariposa que abandona su pasado de gusano. Arthur es hijo de pescadores y vive con sus padres y su hermano. Carga con el peso de la familia y la responsabilidad le impide marcharse, a pesar de que su verdadero deseo sería huir lejos, muy lejos. Ambos anhelan otra vida, otros cuerpos. Dos historias que corren paralelas hasta que se cruzan en un nimio, diminuto suceso. Y luego otra vez, y otra vez, hasta su fuga.
Los dos personajes marcharán a la desesperada, sin saber a dónde, intentando deslastrar inútilmente el peso de la vida atada a sus tobillos, porque su vida son sus pies, sus manos, sus brazos, sus labios, sus oídos. Ellos arrastran su propia cárcel, y Debeurne sabe que el mayor problema de los habitantes del llamado primer mundo es la no aceptación de uno mismo, ya sea por razones psicológicas o sociales. El hormiguero del bienestar rasga su máscara mediática, espada de Damocles, para mostrar la insatisfacción de sus insectos y su extrema debilidad. Capítulo tras capítulo, se intercalan ilustraciones inquietantes de humanos con cuerpos de abeja, oruga, mosca, que miran fijamente al lector entre suplicantes y acusadores.
Partiendo de un dibujo feísta, que recuerda al de Paco Alcázar, Debeurne va modificando su estilo. De las desazonadoras imágenes de los primeros capítulos, de personajes con cabezas enormes, calaveras llenas de incesantes pensamientos y ahogos, Lucille y Arthur van estilizándose, van volviéndose bellos sin sustituir sus cuerpos, simplemente superando la deformación culturalmente inculcada, asimilándose a través del amor, frase un tanto cursi que refleja perfectamente el mejor remedio para las enfermedades del alma. Ambos se quieren y rompen las barreras que cada persona construye diariamente a su alrededor, fingidos muros de protección para una celda de aislamiento. Hablan, explican sus preocupaciones, sus miedos, y prueban a solucionarlos conjuntamente. Se desahoga el uno en el pozo del otro. Comparten la ansiedad de vivir en el mundo actual.
Debeurne evita el recuadro de las viñetas y permite que el dibujo corra libremente por la página, dándole una composición fluida que ayuda a la lectura de un tema tan denso. Al irse puliendo el estilo, volviéndose más limpio, menos recargado, se percibe cierta sensación de tranquilidad, de liberación. Los diálogos son de una sinceridad y una contundencia a prueba de piedras, sintetizando a la perfección las ideas principales. La rotulación de los mismos ha sido acertadamente hecha toda a mano, sustituyendo la uniformidad tipográfica tan extendida hoy en día en el ámbito del cómic por la tradicional escritura a mano, con sus letras, aunque imperfectas, únicas y por eso hermosas.
Ricardo Triviño
Leer Lucille de Ludovic Debeurne resulta un extraño placer. Produce compasión, horror, alegría, esperanza, desapego, empatía, ternura, amargor. Sumerge al lector en tal cúmulo de emociones que le impide detenerse, lo impulsa a seguir buscando cuál será el futuro incierto de esos dos adolescentes tan distintos y a la vez tan parecidos.
Lucille es hija única y vive con su madre desde el divorcio. No tienen problemas económicos y su casa es grande, pero detesta su cuerpo y no come, deja que su figura se consuma, esperando ser la mariposa que abandona su pasado de gusano. Arthur es hijo de pescadores y vive con sus padres y su hermano. Carga con el peso de la familia y la responsabilidad le impide marcharse, a pesar de que su verdadero deseo sería huir lejos, muy lejos. Ambos anhelan otra vida, otros cuerpos. Dos historias que corren paralelas hasta que se cruzan en un nimio, diminuto suceso. Y luego otra vez, y otra vez, hasta su fuga.
Los dos personajes marcharán a la desesperada, sin saber a dónde, intentando deslastrar inútilmente el peso de la vida atada a sus tobillos, porque su vida son sus pies, sus manos, sus brazos, sus labios, sus oídos. Ellos arrastran su propia cárcel, y Debeurne sabe que el mayor problema de los habitantes del llamado primer mundo es la no aceptación de uno mismo, ya sea por razones psicológicas o sociales. El hormiguero del bienestar rasga su máscara mediática, espada de Damocles, para mostrar la insatisfacción de sus insectos y su extrema debilidad. Capítulo tras capítulo, se intercalan ilustraciones inquietantes de humanos con cuerpos de abeja, oruga, mosca, que miran fijamente al lector entre suplicantes y acusadores.
Partiendo de un dibujo feísta, que recuerda al de Paco Alcázar, Debeurne va modificando su estilo. De las desazonadoras imágenes de los primeros capítulos, de personajes con cabezas enormes, calaveras llenas de incesantes pensamientos y ahogos, Lucille y Arthur van estilizándose, van volviéndose bellos sin sustituir sus cuerpos, simplemente superando la deformación culturalmente inculcada, asimilándose a través del amor, frase un tanto cursi que refleja perfectamente el mejor remedio para las enfermedades del alma. Ambos se quieren y rompen las barreras que cada persona construye diariamente a su alrededor, fingidos muros de protección para una celda de aislamiento. Hablan, explican sus preocupaciones, sus miedos, y prueban a solucionarlos conjuntamente. Se desahoga el uno en el pozo del otro. Comparten la ansiedad de vivir en el mundo actual.
Debeurne evita el recuadro de las viñetas y permite que el dibujo corra libremente por la página, dándole una composición fluida que ayuda a la lectura de un tema tan denso. Al irse puliendo el estilo, volviéndose más limpio, menos recargado, se percibe cierta sensación de tranquilidad, de liberación. Los diálogos son de una sinceridad y una contundencia a prueba de piedras, sintetizando a la perfección las ideas principales. La rotulación de los mismos ha sido acertadamente hecha toda a mano, sustituyendo la uniformidad tipográfica tan extendida hoy en día en el ámbito del cómic por la tradicional escritura a mano, con sus letras, aunque imperfectas, únicas y por eso hermosas.
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