José Morella
La trama del libro que hoy recomendamos es conocida por todos ustedes. O más que eso: está engastada en ustedes. Explica la historia de una mujer, apenas una adolescente, desde el día en que le anuncian que será la madre de Jesús, el Hijo de Dios, hasta que el niño nace en un establo polvoriento. La novedad que Erri de Luca introduce está en el punto de vista de la narración, que es el de María, aquí llamada Miriam. De Luca es laico. Es un antiguo militante revolucionario comunista, que estudiaba hebreo por las noches cuando salía de la fábrica. Parece querer decirnos, a través de su prosa cuidada y sutil, que es necesaria una nueva aproximación, laica y culta, al problema de las religiones; y nos recuerda, sin hablar en absoluto de ello, sin comentarios extrínsecos, tan solo parafraseando el texto sagrado, que la historia de Miriam y Iosef es, también, la historia de dos personas enfrentadas con la sociedad a la que pertenecen: es decir, una historia política. Miriam está, en palabras de su prometido, Iosef, «llena de gracia». Esa gracia, en la novela de De Luca, no es, a pesar de ser una característica de lo divino, algo esotérico o inexplicable: es la capacidad de los que creen en algo (en este caso, en la palabra de Dios) para no dejarse caer. El castigo por quedar encinta fuera del compromiso matrimonial es la lapidación. Morir a pedradas. Iosef debería, según la ley, haberle lanzado la primera piedra a su novia. Como no lo hace y la protege de esa muerte horrible, los miembros de la comunidad les retiran a ambos el trato. Miriam acepta la palabra de Dios desde el momento en que un extranjero (no un ángel con alitas) entra en su estancia para anunciarle el asunto. Ella, ante un extranjero que se cuela en su casa, debería haber gritado y pedido socorro, pero no lo hizo. Creyó. La pareja no se rinde a la presión que la comunidad entera ejerce sobre ellos. Creen, y su fe les sostiene. Eso es lo que significan las palabras que Iosef le dice a Miriam: estás llena de gracia, esparces la gracia a tu alrededor. La gracia es estar investido de una fuerza que aísla y que protege contra la sociedad incrédula y rencorosa, cerrada a la fe. La gracia es ese vuelo de la gaviota sin mover las alas, ese planear con elegancia en medio de la tormenta en la que podría morir. ¿Qué diferencia hay entre esa actitud y la de Mahatma Gandhi, o la de Rosa Parks cuando se negó a cederle su asiento a un blanco en un autobús de Montgomery, o la de Alexander Solzhenitsyn en el gulag? Tal vez la diferencia es tan solo de grado. Tal vez Gandhi o Parks tenían algo de esa gracia de la que Miriam estaba llena. Lo que es seguro es que ellos también creían en algo y no se dejaron caer. Así, Miriam y Iosef pueden ser vistos como un caso prematuro de desobediencia civil, mucho antes de Thoreau.
Resulta interesante pensar esta lacónica obra escrita en prosa poética después de haber sido testigos del enorme éxito editorial de los tochos de Dan Brown, en los que se utiliza también el material bíblico —entre otros— para novelar. El éxito de El código Da Vinci se basa en dos elementos: hacerle creer al lector que adquiere cultura cuando apenas se le da información, y especular acerca de la vida de Jesús de Nazaret: si tuvo o no líos de faldas, si tuvo descendencia. Es decir, crear misterios secundarios en torno a Jesús, que es el misterio mismo hecho personaje de una narración. Miriam es fecundada por la palabra de Dios que entra en ella como un viento del desierto, y Jesús nace de ese viento. ¿Qué otro misterio necesitamos? El éxito de Brown es tal vez el síntoma de que estamos perdiendo la capacidad de sorprendernos ante los verdaderos misterios de la vida, los que están ahí desde siempre y que De Luca quiere recalcar: fecundar, gestar, parir. Mientras Brown anula lo básico de la historia de Jesús para plantar allí sus chismorreos, De Luca prefiere esconderse como autor y cederle la voz a la mujer protagonista, acercándonosla, dejándonos ver su humanidad frágil pero dura, la dulzura de su determinación. La palabra fecundadora, esa palabra creadora que preña a Miriam, señala también nuestra necesidad genética de narrar y de escuchar narraciones. Sin ficciones que aludan a nuestra finitud, sin literatura, estamos muertos, somos los habitantes de un planeta helado.
También es imposible no pensar en la historia del pueblo judío. De Luca salpica el texto de frases que funcionan como dispositivos de la memoria cultural del lector. El viaje que emprende la pareja para censarse en Belén (los romanos habían organizado un censo que obligaba a los judíos a acudir a sus lugares de nacimiento para inscribirse), con Miriam encinta y sentada en un burro, recuerda de una manera inevitable las palabras de George Steiner: ser judío es «haber preparado el equipaje». Tener las maletas siempre a punto, no tener casa. Walter Benjamin en Portbou, la diáspora de los judíos sefarditas. Pero también los palestinos actuales con sus grandes llaves colgadas del cuello, las llaves de las casas que les obligó a abandonar, paradójicamente, el Estado de Israel. También, por ejemplo, aunque no sean judíos, los senegaleses que llegan en cayuco a las Islas Canarias, y sobre todo los que no llegan, los que se traga el mar. Estos ni siquiera llevan equipaje: la maleta de Steiner es la marca de la civilitas, un mínimo, frágil salvoconducto que se erige en casa portátil y pasaporte en ese país no espacial que conforman los judíos por el mundo. Pero los del cayuco, esos no existen más que como detritus, como suplemento molesto, y, si los incluimos, la lista no se terminaría nunca. De Luca, napolitano, dice de su ciudad: «e arranqué de Nápoles como quien se arranca una muela: de raíz, pero sin poder replantarla en ningún otro lugar. A esa ciudad voy, pero no regreso.»
Resulta interesante pensar esta lacónica obra escrita en prosa poética después de haber sido testigos del enorme éxito editorial de los tochos de Dan Brown, en los que se utiliza también el material bíblico —entre otros— para novelar. El éxito de El código Da Vinci se basa en dos elementos: hacerle creer al lector que adquiere cultura cuando apenas se le da información, y especular acerca de la vida de Jesús de Nazaret: si tuvo o no líos de faldas, si tuvo descendencia. Es decir, crear misterios secundarios en torno a Jesús, que es el misterio mismo hecho personaje de una narración. Miriam es fecundada por la palabra de Dios que entra en ella como un viento del desierto, y Jesús nace de ese viento. ¿Qué otro misterio necesitamos? El éxito de Brown es tal vez el síntoma de que estamos perdiendo la capacidad de sorprendernos ante los verdaderos misterios de la vida, los que están ahí desde siempre y que De Luca quiere recalcar: fecundar, gestar, parir. Mientras Brown anula lo básico de la historia de Jesús para plantar allí sus chismorreos, De Luca prefiere esconderse como autor y cederle la voz a la mujer protagonista, acercándonosla, dejándonos ver su humanidad frágil pero dura, la dulzura de su determinación. La palabra fecundadora, esa palabra creadora que preña a Miriam, señala también nuestra necesidad genética de narrar y de escuchar narraciones. Sin ficciones que aludan a nuestra finitud, sin literatura, estamos muertos, somos los habitantes de un planeta helado.
También es imposible no pensar en la historia del pueblo judío. De Luca salpica el texto de frases que funcionan como dispositivos de la memoria cultural del lector. El viaje que emprende la pareja para censarse en Belén (los romanos habían organizado un censo que obligaba a los judíos a acudir a sus lugares de nacimiento para inscribirse), con Miriam encinta y sentada en un burro, recuerda de una manera inevitable las palabras de George Steiner: ser judío es «haber preparado el equipaje». Tener las maletas siempre a punto, no tener casa. Walter Benjamin en Portbou, la diáspora de los judíos sefarditas. Pero también los palestinos actuales con sus grandes llaves colgadas del cuello, las llaves de las casas que les obligó a abandonar, paradójicamente, el Estado de Israel. También, por ejemplo, aunque no sean judíos, los senegaleses que llegan en cayuco a las Islas Canarias, y sobre todo los que no llegan, los que se traga el mar. Estos ni siquiera llevan equipaje: la maleta de Steiner es la marca de la civilitas, un mínimo, frágil salvoconducto que se erige en casa portátil y pasaporte en ese país no espacial que conforman los judíos por el mundo. Pero los del cayuco, esos no existen más que como detritus, como suplemento molesto, y, si los incluimos, la lista no se terminaría nunca. De Luca, napolitano, dice de su ciudad: «e arranqué de Nápoles como quien se arranca una muela: de raíz, pero sin poder replantarla en ningún otro lugar. A esa ciudad voy, pero no regreso.»
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