Premio de Novela Corta Fundación Dosmilnueve. Huerga & Fierro, Madrid, 2007. 152 pp. 14 €
Amadeo Cobas
Asegura José Luis Gracia Mosteo que los escritores, al morir, vamos de cabeza al infierno. No hay salvación posible, así que vaya cada uno haciendo su reserva. ¿Y por qué nos toca semejante condena? Por haber imitado al creador, por jugar a dar vida, por quitarla, administrando a nuestro antojo el tiempo que han de subsistir los personajes creados por nosotros mismos.
En el infierno. Allí están Lope de Vega, de tan inusitada capacidad escritora como tan salaz coleccionista de amantes; Alonso Quijano en el umbral de la muerte, haciendo balance de las aventuras de un caballero al que conoció, un tal don Quijote de la Mancha; Mallarmé y su soberbia por recrear la belleza; Sender está por causa no de sus pecados de juventud, sino por los de vejez...
Y allí está Gracia Mosteo, con más merecimiento que ninguno, por crápula, escritor sin pelos en la lengua y adulador de mujeres bonitas. Que, como él mismo diría: son todas.
Pero en este libro hay más. Porque esta obra está trufada de erudición, donde el autor muestra su paciente búsqueda (como «ratón de biblioteca» se define) en la biografía de los autores retratados, condenados a purgar sus excesos en el infierno, destacando a su vez esa capacidad suya de crítico literario avezado, de ésos que saben diferenciar las virtudes del buen literato de los trucos de un pasable narrador. No falta humor. Ese humor socarrón aragonés del que hace gala, visual e irreverente: «siempre he pensado que Dios es un fisgón pero también un plasta: a todas las horas sermoneando». Tampoco faltan vituperios hacia la parcialidad de algunos críticos que pululan por la «República de las Letras», a los que conmina a «abrir el libro y leer».
¿Por qué? Porque como él mismo dice: «Dios es el tiempo, y el reloj, su profeta». Y este reloj devora sus propias horas, las de pedir cuentas, y en la duodécima debe rendirlas el propio Mosteo, luego de ser insultado por sus compañeros de letras, que le han precedido en la caída en el infierno. Destaca un tal Borges, que se ensaña sobremanera con el autor recién caído, al que lo mismo denomina bisoño como mal escritor.
En definitiva, en El infierno, con el látigo en la mano, José Luis Gracia Mosteo fustiga los egos de muchos escritores inmortales, sacándoles los colores con ánimo en ocasiones conciliador y en ocasiones enrabietado por el desmoronamiento de la imagen que tenía del ídolo. Debería estar prohibido que llegue a nuestros oídos la vida secreta de los héroes, de cualquier clase que sean, que han jalonado nuestro crecimiento, para evitar que conozcamos sus miserias. Y se nos derrumbe el ídolo.
Amadeo Cobas
Asegura José Luis Gracia Mosteo que los escritores, al morir, vamos de cabeza al infierno. No hay salvación posible, así que vaya cada uno haciendo su reserva. ¿Y por qué nos toca semejante condena? Por haber imitado al creador, por jugar a dar vida, por quitarla, administrando a nuestro antojo el tiempo que han de subsistir los personajes creados por nosotros mismos.
En el infierno. Allí están Lope de Vega, de tan inusitada capacidad escritora como tan salaz coleccionista de amantes; Alonso Quijano en el umbral de la muerte, haciendo balance de las aventuras de un caballero al que conoció, un tal don Quijote de la Mancha; Mallarmé y su soberbia por recrear la belleza; Sender está por causa no de sus pecados de juventud, sino por los de vejez...
Y allí está Gracia Mosteo, con más merecimiento que ninguno, por crápula, escritor sin pelos en la lengua y adulador de mujeres bonitas. Que, como él mismo diría: son todas.
Pero en este libro hay más. Porque esta obra está trufada de erudición, donde el autor muestra su paciente búsqueda (como «ratón de biblioteca» se define) en la biografía de los autores retratados, condenados a purgar sus excesos en el infierno, destacando a su vez esa capacidad suya de crítico literario avezado, de ésos que saben diferenciar las virtudes del buen literato de los trucos de un pasable narrador. No falta humor. Ese humor socarrón aragonés del que hace gala, visual e irreverente: «siempre he pensado que Dios es un fisgón pero también un plasta: a todas las horas sermoneando». Tampoco faltan vituperios hacia la parcialidad de algunos críticos que pululan por la «República de las Letras», a los que conmina a «abrir el libro y leer».
¿Por qué? Porque como él mismo dice: «Dios es el tiempo, y el reloj, su profeta». Y este reloj devora sus propias horas, las de pedir cuentas, y en la duodécima debe rendirlas el propio Mosteo, luego de ser insultado por sus compañeros de letras, que le han precedido en la caída en el infierno. Destaca un tal Borges, que se ensaña sobremanera con el autor recién caído, al que lo mismo denomina bisoño como mal escritor.
En definitiva, en El infierno, con el látigo en la mano, José Luis Gracia Mosteo fustiga los egos de muchos escritores inmortales, sacándoles los colores con ánimo en ocasiones conciliador y en ocasiones enrabietado por el desmoronamiento de la imagen que tenía del ídolo. Debería estar prohibido que llegue a nuestros oídos la vida secreta de los héroes, de cualquier clase que sean, que han jalonado nuestro crecimiento, para evitar que conozcamos sus miserias. Y se nos derrumbe el ídolo.
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