Fondo de Cultura Económica, Madrid, 2016.
154 pp. 12 €
José Luis Gómez Toré
¿Qué le ocurre a la crítica española de poesía (uno duda a veces de que exista algo digno de tal nombre) para que un libro como este haya pasado casi desapercibido? Ni siquiera el hecho de que su autor, mexicano de nacionalidad, naciera en España (uno más de esos hijos del exilio, como lo fue también, otro grande de la poesía, Tomás Segovia), parece haber despertado demasiado interés, lo que quizá no hubiera sorprendido demasiado a Deniz, como nos muestra el irónico poema que cierra el libro, “Patria”, que recrea con no poca sorna un viaje a la tierra natal. Aunque no faltan, entre nosotros, declaraciones más o menos pomposas sobre la importancia de mantener puentes con las otras literaturas en español, lo cierto es que una vez más se comprueba que el diálogo con la gran poesía del otro lado del Atlántico es, como poco, precario. Y a sostenerlo no va a ayudar en nada la sorprendente desaparición en la enseñanza secundaria de la literatura hispanoamericana, cuya presencia, casi insignificante, en los programas escolares se ha convertido en la más clamorosa de las ausencias en la última reforma educativa en este país. Como si los legisladores hubiesen querido confirmar aquel exabrupto de César Vallejo en uno de sus poemas, “español de puro bestia” y a la vez asegurarse de que prácticamente nadie sepa quiénes eran un tal Vallejo o un tal Neruda o un tipo con acento argentino llamado Julio Cortázar.
Gerardo Deniz es el seudónimo de Juan Almela Castell (Madrid, 1934-Ciudad de México, 2014), autor de una de las obras más sorprendentes, ricas y divertidas de la poesía mexicana de la segunda parte del siglo XX (y, probablemente de toda la poesía en español). Antipoeta a su manera, Deniz no es en absoluto un discípulo de Parra, por más que el chileno tenga puntos en común con esta especie de Góngora mexicano pasado por las vanguardias (el Góngora, a la vez serio y burlesco, de la “Fábula de Píramo y Tisbe” más que el autor de las Soledades, aunque Deniz es también a su modo un autor hiperculto y, por ello, con todo el derecho a reírse a carcajadas de clásicos y modernos). Póngase en un cóctel al citado Parra con ribetes de James Joyce, a un Lezama Lima más irónico y más caústico, a un Gonzalo Rojas sin atisbo de automitificación, y se tendrá una idea aproximada del tipo de escritura que practica Deniz. Aunque, por supuesto, la referencia a todos estos nombres no hace justicia a su originalísima aproximación al idioma y a la poesía. No es de extrañar el temprano interés de Octavio Paz por los poemas del escritor, pues pocos autores son capaces de mostrar tanta irreverencia ante la escritura lírica y a la vez tanto oficio.
La estética de Deniz es una poética de la libertad. Como afirma en “Principios”, que parece casi un remedo burlesco de la “libertad bajo palabra” del citado Paz, «Lo que escribo tiene el derecho/ —para los fines de la rima/ y todo eso que sólo a mí me interesa—/ de decir que era verde el vestido/ gris en realidad,/ o decir que era martes/ cuando que fue viernes –si me acuerdo—,/ o explicar que el barco enarbolaba calaveras y tibias/ porque lo estaban fumigando./ Tiene este derecho/ y casi ningún otro». La escritura se mueve en un juego constante de asociaciones, a menudo inesperadas, que ponen entre paréntesis el significado, o más bien pareciera como si este fuera arrastrado sin piedad de un lado a otro por la gozosa colisión de significantes que se encuentran entre sí: «Del significado tengo sólo huesos sueltos/ en una caja de cartón, sobre la tabla de arriba,/ con el vestido de novia de mi esposa/ que el jeopardo olfatea». La apariencia caótica, azarosa, como de fragmentos que podrían prolongarse indefinidamente, encierra, sin embargo, una aguda conciencia de lo que es un poema, de las resonancias lúdicas y emocionales de una palabra, de un giro coloquial o de una cita en otra lengua que en otro autor sonaría pedante. La escritura (y la lectura) es así, ante todo, placer, erotismo verbal, y, al mismo tiempo, también testimonio del caos que nos rodea, de la constante perplejidad ante la propia existencia, con la que no parece fácil construir un relato racional. Aunque de pronto lo vivido pueda resumirse en un par de versos tan memorables como dolorosos: «Escribí por ahí que mi infancia no fue feliz, pero sí interesante./ Ahora entiendo que así fue toda mi vida».
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