Frida Ediciones, Madrid, 2016. 110 pp. 12 €
David Alfaro
Las cosas se pueden decir a plomo y a pluma, como los comunes o como los elegidos, a borbotones o estilizadas, como primero te venga a la lengua o pasándolo por el tamiz de la mente y el verso. Por eso voy a arrancar esta crítica a lo bruto para después tratar de ser más académico progresivamente como corresponde a un texto de este calado. La barba de Peter Pan me ha dejado patidifuso, agilipollado, como te dejaba la tía buena del barrio cuando a los quince años cruzaba el parque perseguida por sus mentiras y nuestras palabras; con esa irreverencia de quien se sabe elegida y le sale el duende y el carisma de forma natural. Así me ha resultado la lectura de unos versos que, aunque en ocasiones estén por hacer, tienen esa explosividad novísima de aquella primera adolescencia que te aturulla la mente de pensamientos excitantes y te descubre una vida que hasta ese instante ni imaginabas que pudiera existir.
Los poemas de Nerea Delgado tienen el cariz de toda la nueva poesía que se está extendiendo por internet como los besos en la primera cita de dos amantes que se gustan demasiado. Tiene de directa, tiene de incauta, de zalamera y de sorpresiva. Huye de la solemnidad, la rima, la métrica y la perfección que tanto estaba alejando los versos de nosotros, seres tan humanos e imperfectos. Nerea nos golpea, nos marca la linde por donde camina y nos dice que la sigamos por sus sentimientos, sabedores de que no vamos a perdernos porque también son los nuestros; emociones de lo que vivimos, de la juventud que se fue o que acaso está por llegar.
Tienen algo de analgésico estos versos, «el poder curativo de estrenar juego de mesa». Cuidado con la nostalgia, apremian las letras de la señorita Delgado a la melancolía como lo hace el triunfo divino que con el tiempo sabe a fracaso mundano; la mutación de morreo juvenil a este amor ya maduro con barba de tres días. El primer beso sólo se da una vez, por eso es obligatorio compartirlo, «el beso leyenda, el beso del que nadie regresa para contarlo». Este no es un poemario para hacerle una crítica académica, sino para disfrutarlo; disfrutarlo como placer culpable, que es de la única forma en que supiste hacerlo entonces, cuando Peter Pan te parecía un niñato porque tú querías ser mayor, mientras él se reía a tu espalda viendo cómo cada año te alejabas más de él, que siempre fuiste tú, a fin de cuentas; aquél al que terminarás suplicando: «Habla bien de mí cuando vayas al infierno, diles que fui exactamente igual que tú».
Da igual si padeces de prejuicios y te cuesta abrirte a lo que fuiste. Pronto estarás desarmado y pensarás: «Ahora somos dinosaurios mirando al cielo, quietos, agarrados de la mano, sin esperanza, sin confiar en nada, esperando el meteorito». No reniegues de ti porque te creas más maduro que estos versos naturales y cercanos, aprende a gozar, diciéndote eso de «que los ojos son otra historia, que la vista tiene que ver con el tacto». Y aprende de ella que no admite tapujos y te dice: «Aprendí de ti que en el segundo de un estornudo puedes verte de niño y que eso es el futuro». Si ese verso no merece otra página, que venga Petar Pan y le vea.
No deja de ser un poema como un polvo breve e intenso. El primer día dependes de la otra persona; a partir de ahí está en ti repetirlo sin caer en la rutina. Esto es lo que me da por pensar cuando caigo en algunos ripios juveniles devorados enseguida por letras maduras, añejas, con el brillo especial que sólo saben dar una mirada inocente que simplemente quiere contarte lo que siente. Sólo así podrás entender cuando «te desnudas y en ese momento recuerdo para qué sirven mis manos».
«Nos hemos olvidado, ahora toda mi piel es un libro de historia» asegura la autora en uno de sus capítulos que, como islas en Neverland forman un reguero de historias por las que ir saltando de una a otra hasta que el capitán Garfio acabe aplaudiendo muy a su pesar. Pero tanta juventud pasada no es más que presente en ciernes hecho lamento en el futuro, como puede verse en el poema que para mí prima sobre el resto y sobresale por maduro, consistente y devastador. Se trata de “Las palomas de Roma”, del cual no adelantaré ningún verso para tengáis que asomaros a él de nuevas; un prodigio de originalidad tardía y desgarrada, que imprime novedad en la era de la metáfora sobada, gastada de tan pocas veces que alguien las sabe usar, como es el caso.
Cuando uno ha terminado la lectura y le han dejado trastocado y del revés, con la sonrisa en la garganta y la emoción en los labios, remata Nerea con los «Garfios que arrancan las hojas del calendario», unas máximas mínimas en forma de frase breve que son una delicia para dejarte un final dulce que te hace entornar los ojos y atusarte con amargor tu barba de Peter Pan que ya no podrás nunca afeitarte.
Sin duda, a Gil de Biedma se le pasó este poemario de un brochazo ebrio por la frente antes de irse al cuaderno aquella tarde a emborronar su: «A qué vienes ahora, juventud…». Eran otros tiempos, en los que la poesía, como ahora, no daba para comer. Dice Karmelo Iribarren que cuando le preguntan si se puede vivir de la poesía, suele responder que difícilmente, salvo en alguna rara ocasión en la que tiene que decir la verdad: «Lo que no se puede es vivir sin ella». Al acabar con el poemario y la crítica me ha pasado como al último verso de Nerea Delgado: «Me he quedado con una mano delante y otra detrás, sí, pero ninguna tapando la sonrisa».
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