viernes, febrero 24, 2017

El gigante enterrado, Kazuo Ishiguro


Trad. Mauricio Bach
Anagrama, Barcelona, 2016. 364 pp. 20,90 €

Ariadna G. García

Alguna vez he leído y escuchado a algunos escritores y críticos literarios despotricar contra las novelas de género, considerándolas de rango menor respecto a una supuesta narrativa seria. No deja de ser paradójica esa inquina cuando lo más granado de nuestra novelística de los Siglos de Oro encaja a la perfección dentro de esa categoría, tan injustamente denostada, por lo visto, a día de hoy. Desde La Diana a El Quijote todas las novelas imitaban un género (pastoril, caballerías…), seguían modelos concretos (La Arcadia, El Amadís…) y eran, en mayor o menor medida, obras de puro entretenimiento para los lectores de su época. Frente a ellas se levantaba la atalaya de las obras serias: los diálogos y tratados de espiritualidad (Luis de León, Francisco de Osuna…). Cervantes, pese al éxito de su novela de caballerías, trató hasta el último suspiro de su vida de granjearse fama de escritor serio trabajando sin descanso en su obra final: El Persiles, novela, en esta ocasión, bizantina (otro género narrativo en boga, muy del gusto –este, sí– de los humanistas por su contenido moral). Este preámbulo pretende lanzar una salva a favor de la llamada narrativa de género. La última novela de Ishiguro, El gigante enterrado, puede catalogarse como una moderna novela de caballerías. Como tal, encontramos en ella motivos tópicos de la materia de Bretaña: aparecen un guerrero sajón que busca venganza y un caballero de Arturo que trata de mantener la paz en la región (el legendario Gawain, sobrino del rey), encontramos alusiones al mago Merlín y a sus encantamientos, así como la presencia de seres fantásticos: dragones, orcos y duendes. Además, el libro relata la historia legendaria de las islas, y recoge motivos como la cortesía. Añadamos a esto que el autor selecciona a un personaje –artúrico– para convertirlo en protagonista de un libro propio, argucia típica de los novelistas medievales y renacentistas (Lisuarte en Grecia, Las sergas de Esplandián…). Pero Ishiguro enseguida se sale del patrón para enfocar el género desde la perspectiva de un escritor del siglo XXI que se dirige a lectores de su tiempo. La obra no sigue una cronología lineal, sino que está salpicada de flash back, a veces unos dentro de otros. El narrador, con frecuencia, no da muestras de su omnisciencia, y duda de los pensamientos de su personajes. Se trata, en todo caso, de un narrador implícito que apela continuamente al lector explícito del texto para que compare los mundos del presente y del pasado. En un par de ocasiones cede la voz a Gawain, que desvela secretos que guardan él y Axl, el viejo diplomático en tiempos de Arturo que protagoniza la obra junto a su mujer (Beatrice). Ishiguro emplea una modelación multiselectiva con objeto de ir alternando el foco sobre los distintos personajes. Estos se distribuyen por –novedosas y peculiares– parejas a cuyo cargo tienen una misión: Axl y su amada esposa (una anciana adorable y enferma), Winstan (el espía sajón) y Edwin (un niño britano con alma de guerrero y cazador) y, por último, Gawain y su montura (Horace). El perspectivismo permite no ya sólo actualizar motivos y temas al lector, sino también desvelar intrigas y desmontar las supersticiones y mitos celtas. Esta revisión de las antiguas creencias es uno de los atractivos del libro. Por otro lado, Kazuo Ishiguro introduce –conocidos– motivos de su acerbo personal. No faltan en la novela la búsqueda de la madre y la abolición de la infancia (igual que en la memorable Cuando fuimos huérfanos), el contraste entre una vida consagrada a la causa política o a los placeres –domésticos– (Un artista del mundo flotante),o el empeño de los personajes por recuperar los recuerdos de un pasado lejano y violento, al que se enfrentan (cualquiera de sus libros). El argumento es simple: una pareja de ancianos hartos de las discriminaciones que sufren a causa de la edad, decide abandonar su refugio, horadado en las profundidades de una ladera, para reencontrarse con su hijo. Sus vidas se cruzan con las de los personajes citados, hasta el punto de que asumen como propia una misión peligrosa que les incumbe a todos. También habría que añadir al barquero encargado de llevar a una isla paradisiaca a quienes cumplen ciertos requisitos, así como a Querig, un temible dragón hembra que tiene sumida a Inglaterra en una amnesia general –denominada niebla– que duerme las pasiones y rencores, ya sean de índole privada o nacional. La lucha interior de los personajes por recuperar sus –malos y buenos– recuerdos corre en paralelo a la batalla exterior que pergeña el ejército sajón contra los britanos. Ishiguro ha escrito una novela redonda, atractiva en la forma y compleja en el fondo; un libro que nos interroga sobre la necesidad –o no– de conocerlo todo. Si tenemos una vida, una sociedad, feliz y estable, ¿debemos remover el pasado para ajustarle cuentas? ¿Y pagando qué precio? No caigan en el prejuicio contra las obras de género y lean esta novela de caballerías del siglo XXI. Por cierto, el nobel a Ishiguro, ¿para cuándo?

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