Cristina Consuegra
Tras el atentado terrorista del 11 de septiembre, el concepto de lo bélico cambió vorazmente. El propio ejercicio de la guerra y su recepción han mutado, y su integración en las diferentes parrillas de las cadenas televisivas ha sido recibida como algo natural, casi lógico, una pieza más en ese proceso de deshumanización programada en el que nos encontramos inmersos. Parece que nos hemos acostumbrado a esa globalidad de la violencia, a esa escenografía terrible que es la guerra, a sus sonidos y cadáveres, a las grietas que va causando en la condición humana. Asistimos a bombardeos y masacres con la naturalidad propia de la rutina. Y tras las muertes, nuestras vidas siguen. Las de otros se han quedado en el camino o en una suerte de presente espeso y graso como la glicerina.
La primera novela de Kevin Powers, Los pájaros amarillos (Sexto piso, 2012), rotunda y poderosa, se presenta con vocación de clásico por lo que cuenta y cómo lo cuenta, por escudriñar, en clave de ficción, conceptos que miden nuestra identidad y que aspiran a entender un tiempo de pelaje indescifrable. Este título primerizo muestra una inteligencia narrativa poco habitual en aquellos que deciden emprender sus primeros pasos dentro de una posible carrera literaria, de hecho, reúne buena parte de las características que un autor de obra debe poseer. En el plano formal, Los pájaros amarillos destaca por presentar una estructura ordenada en capítulos que hacen bascular al lector entre diferentes años, un período de tiempo comprendido entre 2003 y 2009, y en torno a tres geografías radicalmente distintas, como proyección de su esencia, Irak, EE.UU. y Europa. Este soporte no sólo otorga a la historia un ritmo dinámico, casi orgánico, sino que refuerza la clave de esta novela, su entramado poético. A esta primera prolongación de esa inteligencia instintiva a la que he aludido, hay que unir una cuestión muy estadounidense, inaugurada por Henry James, a modo de obsesión perpetua, la incorporación de la figura del lector a la trama desde lo formal. Esa responsabilidad del lector para con Los pájaros amarillos se materializa cuando Powers decide dosificar la información, cuando su autor se inclina por controlar el acceso a la misma; esto provoca que el lector encare Los pájaros amarillos con cierta sensación de irrealidad, como si esa guerra –todas las guerras- nunca hubiera existido. Powers logra esta sensación porque se distancia de la crónica estricta, cuestión muy presente en la tradición del género bélico, y porque combina el testimonio con la interpretación, es decir, juega con la variable ficción/realidad.
Las ideas capitales del entramado poético de Los pájaros amarillos es, sin duda, la gran baza de este título; la reflexión sobre la globalidad de la violencia, sobre el sinsentido de la guerra; la identidad, la libertad, el presente como único tiempo posible, la pérdida de la juventud, la familia, la memoria y la amistad convierten a este debut literario en una lectura urgente, prioritaria. Lo formal refuerza el entramado poético gracias a la creación de imágenes literarias de profunda belleza, imágenes que representan/interpretan el horror, la crueldad, la devastación, y que su autor logra acercar a la experiencia de lo bello gracias a una combinación de lenguaje y conocimiento, tan elegante como certero, preciso y honesto, un conocimiento que Powers asume tras vivir en primera persona la guerra de Irak, realidad que le permite diseccionar el aliento de la guerra, conocer su respiración. Quizá por todo ello, esta novela ha sido comparada con títulos que han reflexionado sobre la experiencia de la guerra, como Las cosas que llevaban los hombres que lucharon (Anagrama), de Tim O’Brien, y Despachos de guerra (Anagrama), de Michael Herr, títulos que profundizan en las personas más que en el hecho bélico, autores preocupados por mostrar la devastación que se produce en ambos bandos.
1 comentario:
Como siempre, haces necesario que tenga ese libro en mi poder. ¡Necesito leerlo ya!
Besos y enhorabuena por tu crítica.
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