Miguel Baquero
Desde hace tiempo se abusa del calificativo “imprescindible” a la hora de reseñar una novela. Con una frecuencia aproximada de cuatro “imprescindibles” por quincena, las editoriales acostumbran a lanzar un libro calificado por la crítica como “de obligada lectura” cada mes, más o menos. Esta verdadera demasía con que se editan libros, según los reseñistas, “necesarios” ha hecho que el adjetivo “imprescindible” quede tan devaluada que ya no sirva prácticamente de nada ni movilice a los lectores cuando realmente surca el mercado una novela digna de tal calificación.
Agota Kristof es una escritora… o mejor comencemos por el principio. Agota Kristof es una paisana nacida en Hungría en 1935 que a los veinte años huyó de su país natal (del que en su infancia se había apoderado el nazismo y del que en su adolescencia se estaba apoderando el comunismo) para refugiarse en Suiza, en compañía de su marido. Allí comenzó a soltarse con el idioma francés y a los 52 años de edad se atrevió a dar a la imprenta El gran cuaderno. El éxito fue muy notable, así como el de las dos partes que le siguieron, La prueba, un año después, y La tercera mentira, ya en 1991. Esas tres partes, posteriormente, se han tendido a unir, por muchas editoriales, en un solo volumen, como en España también ha hecho El Aleph; un relato compacto titulado Claus y Lucas, pues en efecto las tres novelas mencionadas tienen como protagonistas a esta pareja de hermanos gemelos refugiados al principio en un pueblo por motivo de la guerra, divididos luego por ambas partes del Telón de Acero, unidos al fin en la búsqueda del recuerdo conjunto.
Al hablar de Claus y Lucas (en especial al hablar de El gran cuaderno y asimismo de La prueba), a uno se le vienen a la cabeza dos novelas ambientadas durante o ambientadas en la atmósfera de la Segunda Guerra Mundial, que publicadas con mucha posterioridad, por diferentes circunstancias, a la contienda, han venido a aportar una visión distinta, esclarecedora, sublime en fin, de aquel tiempo atroz. Una es La Suite francesa, de Nemirovski; la otra es Vida y destino, de Vasily Grossman. A estas dos obra —créeme, lector: de obligada lectura, estas sí— habría que añadir Claus y Lucas, en especial la primera de las tres novelas breves que componer el volumen: El gran cuaderno.
Y habría que añadirlo porque nada tienen que ver las novelas de Agotha Kristof, si es que no las conoces, con lo que hayas leído hasta ahora, nada. Se trata de la escritura más desnuda que cabe imaginar. Más directa, más perversa, quizás, más cruel, más despiadada que tal vez se haya volcado nunca sobre un papel. Reflejo de los tiempos inhumanos en que transcurre —todo el totalitarismo que revienta en la Segunda Guerra y tensa los tiempos posteriores— difícilmente se hallará en la novela un adjetivo calificativo, una imagen amable, un rasgo de piedad: antes bien, la crudeza es absoluta. La prosa de Kristof deja, a quien se topa por primera vez con ella, sin aliento, como dejó anonadados a los críticos que recibieron en su día la novela. De “un títere homicida” califica la prosa Manganelli; y la propia autora afirma que “no puedo volver a leer mis libros, porque me hieren de verdad”.
Crónica de la maldad, pero de una maldad natural, sin aditamentos efectistas, de una maldad tan espontánea y fresca como el corretear de dos niños, a lo largo de Claus y Lucas, en sus tres partes, se nos va contando cómo los hermanos gemelos, separados de la madre, son acogidos en casa de su abuela materna, inolvidable personaje de una maldad suave, de una bondad atroz, de una perversión ingénita, al pueblo de la cual llega cada vez más cercano el estruendo de la guerra. En la segunda parte los gemelos son separados, escindidos el uno del otro, por el tendido de las alambradas que marcaran toda una época de Guerra Fría; en un lado y en el otro pronto se advierte que no es posible que prospere ningún rasgo de bondad, que la inercia de la maldad es al fin lo que domina. La última parte, La tercera mentira, quizás la más floja de las tres, está situada después de esos años cruentos y propone una solución a todo y una cohesión del conjunto que quizás no fuera necesaria, porque el lector ya estaba acostumbrado a desenvolverse en una naturaleza cercana a la sinrazón y la pesadilla.
Sería poca cosa decir que nos hallamos, en conjunto, ante una gran novela. Lo correcto sería decir, esta vez sin ningún rubor y sin temor de exagerar, que nos hallamos ante un libro imprescindible, escrito por una paisana… o mejor acabemos como es debido: escrito por toda una escritora fallecida recientemente, en 2011.
8 comentarios:
Leí El gran cuaderno y me pareció impresionante. Si éste aún es más cruel, no sé si me atreveré con él.
Ya hace tiempo que lo tengo apuntado. Me atrae mucho ese estilo despiadado; me temo que lo que suelo leer tiene un tono bastante diferente, pero con las novelas imprescindibles hay que hacer excepciones y salirse de lo habitual. Por cierto, tengo por aquí otra de las que citas, "Suite francesa". Me encanta Némirovsky y sé que me va a apasionar.
Por otro lado, tienes mucha razón en tu reflexión inicial al hablar de la facilidad con la que las editoriales utilizan ciertas palabras. En concreto, el "imprescindible" es una etiqueta que a mi parecer solo la acaba poniendo el tiempo y la distancia.
Un saludo.
Estoy totalmente de acuerdo contigo. Me encantó cuando la leí por su estilo, su crudeza y desnudez en el relato. Especialmente la primera de las partes, la cual me pareció maravillosa y dura a más no poder. La tercera parte me descolocó bastante (de hecho, no llegué a entenderla del todo), pero aún así también me gustó.
Una muy buena lectura para este 2013.
Un abrazo
En 1999, la compañía chilena "La troppa" estrenó una versión teatral de "El gran cuaderno" inolvidable, mezclando marionetas con actores de carne y hueso. Se llamaba "Gemelos". Si volvieran a hacerlo, ver ese espectáculo sí que sería "imprescindible".
Totalmente de acuerdo. Solo una cosa: antes de empezarlo hay que respirar bien hondo. Nos sumergiremos en un mundo durísimo pero magníficamente construído. Imprescindible, sin duda.
El gran cuaderno, Ana, forma parte de Lucas y Claus, es la primera de sus tres partes.
Su estilo tan directo, frío, cruel etc se debe a que estaba obligada a escribir en francés no siendo su lengua materna. Ella mismo lo dijo en sus tantas entrevistas después del suceso de la obra
No estoy de acuerdo con tu reseña: es precisamente la tercera parte, mucho más difícil y enrevesada que las anteriores, la que convierte este libro en único y te obliga a replantearte todo lo anterior. Y eso es gracias al enorme talento de la autora para manejar una estructura de rompecabezas en la que todo va encajando.
Muchas otras reseñas, incluso la propia sinopsis de la editorial, describen esta obra como “una fábula sobre las consecuencias de la guerra”, o hacen hincapié en el tema de la maldad y en la crueldad, pero es mucho más que eso, y nos vamos dando cuenta a medida que avanzamos en la lectura (aunque es cierto que el ritmo se detiene bastante en esa segunda parte más aburrida, aunque también, como constataremos al final, necesaria para entenderlo todo). La narración trasciende la pura trama y se convierte en un brillante e inteligentísimo ejercicio metaliterario, donde las identidades se confunden, las voces del discurso cambian, se alternan o viajan del pasado al presente confundiéndonos, engañándonos, haciéndonos dudar hasta el final de quién escribe y sobre quién, y, ante todo, mostrándonos el absoluto poder de la escritura como instrumento que vincula la identidad y la experiencia.
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