Arcadio García
Es posible que una de las mayores dificultades a las que se enfrente un lector al abordar El café de la luna sea dirimir si lo que sostiene en las manos es una novela o un libro de relatos al uso. Desde que a finales del siglo pasado, más que en cualquier otro período de la tradición literaria occidental, la novela se constituyera en recipiente libérrimo en cuyo interior cabía arrojar cualquier artefacto lingüístico que poseyera entidad literaria, ya fuera ensayo, género epistolar o crónica periodística, sus lindes se acabaron desvaneciendo para ceder paso a obras cuya naturaleza resulta con frecuencia inclasificable. Como por contagio, el caso se ha extendiendo a la narración breve. Con la irrupción del fenómeno de los blogs ha proliferado un tipo relato fragmentario que reivindica su condición de novela, a pesar de que su arquitectura formal remite a lo que constituyó siempre el libro de cuentos tradicional. La desaparecida editorial DVD, por ejemplo, publicitó España, de Manuel Vilas, como una novela cuando en realidad es un conjunto de narraciones sin más vínculo entre ellas que un cierto tono o matiz del lenguaje que, en rigor, se debe más al propio estilo del autor que a un artificio deliberado con el que buscar una unidad que procure apariencia novelesca.
La editorial Alrevés ha apostado también por el género de la novela para denominar este conjunto de narraciones que integran El café de la luna que, aunque independientes, es cierto que poseen un elemento homogenizador que las relaciona. El factor unificador del libro de María Dolores García Pastor es un espacio físico que en realidad remite a esas abstracciones de naturaleza insondable a las que el ser humano necesita recurrir para solventar los momentos de vértigo existencial. Se trata, en el libro, de una cafetería llamada El café de la luna, una suerte de Arcadia situada en el dédalo de calles del Barrio Gótico de Barcelona. El lugar es un espacio de encuentro de una serie de personajes de procedencia diversa cuyas vidas apuradas dejan de serlo durante el tiempo efímero en el que visitan el local. Libio Sanjuán, un escritor en crisis a causa del desamor que busca desesperadamente reconciliarse con literatura; Bernice, una joven colombiana pluriempleada que persigue una vida menos turbulenta que la que destino le tenía reservada en su país; Juan Salas, un lector voraz en cuyas manos el objeto libro es un apéndice más y el café se acaba convirtiendo en el lugar perfecto para entregarse a la lectura. Manuela, una anciana cabaretera que se deja llevar por la nostalgia como única forma de reparar los estragos del tiempo. Miranda, que regenta el local y fue la primera en caer fascinada por el lugar, y deviene, finalmente, un elemento aglutinador más entre los clientes. Esbozos de historias narradas con una prosa a ratos vehemente que se alterna con un lenguaje cotidiano que, en ocasiones, lleva a la autora a abusar del diminutivo, o a la elección no demasiado afortunada de expresiones aparatosas («deliciosísimo»).
En esta época terrible de incertidumbre permanente habrá lectores derrotados por el desánimo que juzgaran que El café de la luna incurre en un ejercicio de asianismo literario que no les ofrecerá solución a sus problemas. Y habrá lectores, igualmente afectados por este tiempo proceloso en el que parece que no cabe lugar a la esperanza, que identificarán El café de la luna con un territorio metafórico de salvación al que acudir en busca de consuelo, y que verán en la prosa sentimental, exuberante y con cierta voluntad lírica de la autora un bálsamo que les ofrezca cierto alivio contra la dialéctica agresiva que predomina ahora mismo en nuestras vidas.
1 comentario:
es un placer haber encontrado la maravilla de tu blog
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