Ignacio Sanz
Manuel Rivas, autor de libros celebérrimos como El lápiz del carpintero o ¿Qué me quieres amor?, rastrea las huellas de su propia vida familiar en este delicioso libro atravesado por la melancolía. Para llevar adelante su empeño afila la memoria tratando de dar voz a los que históricamente han sido desposeídos de ella, a los humildes, a los vencidos, a los que nunca la han levantado. Y nos pone a pasear por un paisaje, el de su infancia, lleno de renuncias y estrecheces, pero repleto de tesón y de poesía. Los andamios, las cuadras, los cuartos de costura, las cocinas o la matanza del cerdo. El escritor zamorano Tomás Sánchez Santiago ha escrito en su Lumbre baja escenas de la vida cotidiana donde hace protagonistas a seres anónimos que guardan cierta concomitancia con las descripciones de este libro.
Se trata de una serie hilada de recuerdos, un friso memoralístico que avanza cronológicamente en el que Rivas indaga en el dolor, en las carencias, pero también en los sueños y en la vida.
Con un aliento lírico, lejos de tremendismos, su voz nos va envolviendo mientras nos da cuenta pormenorizada de los personajes que iluminaron su infancia y adolescencia, aunque en el último capítulo, acaso para homenajear a su hermana María que le ha acompañado a lo largo de esta travesía, haciendo una cabriola con la memoria, nos relata su muerte prematura pasado ya el horizonte temporal en el que se enmarcan las memorias. Estamos atravesando los últimos años cincuenta, los sesenta y llegamos hasta la muerte del dictador en mitad de los setenta.
Rivas es coruñés, hijo de albañil taciturno que en los ratos libres y en los fines de semana, para seguir arrimando el hombro a la economía familiar, ejercía como saxofonista en orquestinas que animaban las fiestas del entorno, aunque a veces llegaban hasta El Bierzo.
Su madre ordeñaba vacas y repartía la leche. En los ratos libres trabajaba como modista. Cuántas fatigas.
Rivas tuvo abuelos y tíos que le hicieron soñar en medio de las privaciones. La familia rodó de casa en casa por los barrios periféricos. Siempre en precario. Parece mentira que se nos haya olvidado tan fácilmente de dónde venimos y la actitud heroica de aquellos padres que lucharon denodadamente para salir del atolladero, por sacar agua de unos pozos que se negaban a alumbrarla.
Algunas descripciones de la ciudad que se expande me han recordado escenarios de ciudades norteafricanas que he visitado en los últimos años. El mismo caos. Y las primeras autopistas de la periferia invadidas por peatones atropellados por carecer de túneles o de puentes para atravesarlas. Así perdió la vida un compañero de instituto de Rivas.
Las páginas van salpicadas de fotos viejas en blanco y negro. No son fotos hechas por profesionales, más bien parecen sacadas de un álbum familiar, acaso lo sean. Y, sin embargo, ilustran magníficamente esas escenas que Rivas describe. En todo caso sirven para acentuar el lirismo de esas voces bajas, esas historias ajenas a las grandes epopeyas que cimentan nuestro bienestar presente. A pesar de la crisis.
El padre, la madre y María resultan personajes hipnóticos. Como el propio Rivas que se abre el pecho al bies y nos descubre, como quien no quiere la cosa, un corazón palpitante y una memoria viva al lado de los suyos, esos seres sencillos que nos recuerdan, naturalmente, las hazañas de nuestros propios padres, emigrantes humildes que sacaron su coraje ante una realidad cambiante que les desplazaba de su mundo.
En algún momento me ha recordado a la novela de Julio Llamazares, Escenas de cine mudo. Pero con las peculiaridades propias del mundo gallego. Las mismas ráfagas de humor y una cierta indefinición, de tal manera que el lector no sabe si está leyendo unas memorias noveladas o una novela que se guía por el curso iluminado de la memoria.
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