Pre-Textos, Valencia, 2010. 56 pp. 8 €
José Luis Gómez Toré
Autor de libros como La sal y Estudio de lo visible, Mariano Peyrou (Buenos Aires, 1971) ha hecho de su escritura, y Temperatura voz es un buen ejemplo de ello, un ejercicio de constante indagación en el lenguaje como ejercicio de cultivada perplejidad ante lo real. El brillante uso de la elipsis y las asociaciones inesperadas dejan entrever un cierto aire ashberiano, que Peyrou comparte con otros poetas coetáneos. Sin embargo, lo importante no son aquí los parecidos de familia, sino la forma en que el poeta sabe inscribir una mirada propia en lo que podríamos llamar parafraseando al propio autor, su particular estudio de lo visible, un juego de espejos en el que el propio acto de percibir es sometido a examen. El flujo de conciencia que parece arrastrar la marcha de estos versos prescinde de los signos de puntuación y juega a borrar los límites de la autonomía de cada poema dentro del poemario. Así, la percepción se convierte en una especie de “work in progress”, en el frágil andamio sobre el que sostener la apropiación del instante. A la conciencia de lo inconcluso y lo fragmentario contribuye asimismo el recurso, ocasional pero significativo, de que el último verso de algunos textos lo constituya una frase inacabada, que el lector puede jugar a acabar (o no) con el inicio del siguiente poema o fragmento.
“Y aquí los nombres son lo más real”, escribe el poeta, y sin embargo no hay en su propuesta un asomo de platonismo. Los nombres no son las esencias secretas de las cosas, al modo de Juan Ramón o cierto Jorge Guillén, sino la precaria condensación de una experiencia, el punto de ebullición de una realidad siempre cambiante. De ahí también la renuncia a un yo poético demasiado fuerte, la persecución de una cierta impersonalidad en el decir. El tono propio del poeta, que desde luego existe, no constituye la ocasión para una orgullosa proclamación del sujeto y de una experiencia supuestamente privilegiada. Es en el correr cotidiano de los días donde el tono de la escritura se revela, como nos sugiere el título, como la temperatura de un lenguaje en su comercio diario con las cosas. Porque la palabra no se empeña en congelar el movimiento de la existencia, porque ella misma se sabe tiempo, la poesía de Peyrou acoge el fluir de lo real. De esa realidad apresada en su dinamismo forma parte también lo imaginario, ya que la mirada se reconoce creadora y funda espacios, señala trayectorias, tiende “una cuerda tan larga que sólo tiene un cabo”.
José Luis Gómez Toré
Autor de libros como La sal y Estudio de lo visible, Mariano Peyrou (Buenos Aires, 1971) ha hecho de su escritura, y Temperatura voz es un buen ejemplo de ello, un ejercicio de constante indagación en el lenguaje como ejercicio de cultivada perplejidad ante lo real. El brillante uso de la elipsis y las asociaciones inesperadas dejan entrever un cierto aire ashberiano, que Peyrou comparte con otros poetas coetáneos. Sin embargo, lo importante no son aquí los parecidos de familia, sino la forma en que el poeta sabe inscribir una mirada propia en lo que podríamos llamar parafraseando al propio autor, su particular estudio de lo visible, un juego de espejos en el que el propio acto de percibir es sometido a examen. El flujo de conciencia que parece arrastrar la marcha de estos versos prescinde de los signos de puntuación y juega a borrar los límites de la autonomía de cada poema dentro del poemario. Así, la percepción se convierte en una especie de “work in progress”, en el frágil andamio sobre el que sostener la apropiación del instante. A la conciencia de lo inconcluso y lo fragmentario contribuye asimismo el recurso, ocasional pero significativo, de que el último verso de algunos textos lo constituya una frase inacabada, que el lector puede jugar a acabar (o no) con el inicio del siguiente poema o fragmento.
“Y aquí los nombres son lo más real”, escribe el poeta, y sin embargo no hay en su propuesta un asomo de platonismo. Los nombres no son las esencias secretas de las cosas, al modo de Juan Ramón o cierto Jorge Guillén, sino la precaria condensación de una experiencia, el punto de ebullición de una realidad siempre cambiante. De ahí también la renuncia a un yo poético demasiado fuerte, la persecución de una cierta impersonalidad en el decir. El tono propio del poeta, que desde luego existe, no constituye la ocasión para una orgullosa proclamación del sujeto y de una experiencia supuestamente privilegiada. Es en el correr cotidiano de los días donde el tono de la escritura se revela, como nos sugiere el título, como la temperatura de un lenguaje en su comercio diario con las cosas. Porque la palabra no se empeña en congelar el movimiento de la existencia, porque ella misma se sabe tiempo, la poesía de Peyrou acoge el fluir de lo real. De esa realidad apresada en su dinamismo forma parte también lo imaginario, ya que la mirada se reconoce creadora y funda espacios, señala trayectorias, tiende “una cuerda tan larga que sólo tiene un cabo”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario