Anagrama, Barcelona, 2010. 217 pp. 18 €
Amadeo Cobas
Todo libro es un viaje; toda historia es contada como un tránsito desde un punto de partida y hasta desembocar en un final. Es indiferente que se trate de una novela, un relato, una biografía… El orden en la narración requiere situar al lector en el origen de lo que va a recibir por parte del escritor. Tal que aquí. Soledad Puértolas principia este periplo literario precisamente con el inicio de un viaje vacacional; uno que tiene la playa como destino y despertar el interés de sus lectores como objetivo. Se nota el oficio de la autora, porque logra, en las seis páginas que dura el relato primero, sentarnos ávidos de saber más.
Se trata de relatos muy introspectivos, en los que la protagonista de turno viaja al mismo tiempo que reflexiona sobre su vida, girando el cuello hacia el pasado o tendiendo la vista para atisbar el futuro. Concluyendo: realiza la duplicidad del viaje, así físico como interior.
Seúl, Londres, Abelleira, Noruega, París…, no importa la distancia o el lugar en el que finaliza el trayecto. Aquí la clave es la placidez del desplazamiento, contado con pausa y acomodo; son viajes bebidos cual humeante café, puede usted servirse un té si lo prefiere, con dilación muy conseguida, exhalados igual que si fueran las vaharadas de un secreto que se comparte y que por su importancia debe ser digerido con calma.
La autora es amiga del detalle, huelga decirlo, «Nos llevábamos la comida a la boca, masticábamos, tragábamos», le gusta la demora que conlleva una digestión lenta de sus relatos, son viajes que no hay prisa en rematar, antes impera la decoración que requiere un vistazo calmo de sus pormenores, desperezando al lector sus sentidos, sumergiéndose en unas aguas aquietadas y mansas. Y son relatos que no acaban, sino que se desvanecen cual suspiro aunque es indudable que su aroma se mantendrá, es más: volverán las olas de lo narrado a acariciar los pies del lector, refrescándole doblemente el recuerdo de la historia inacabada con la que ha disfrutado.
Mención aparte merecen los personajes que surcan estos cuentos. Son cotidianos, son tan cercanos que hablan de nosotros mismos, les suceden cosas que nos han sucedido o podrían sucedernos. En algún caso, deberían sucedernos. Y esa cercanía les da viveza, los hace importantes dentro de su aparente sencillez. Algo equivalente a almorzar una comida casera después de semanas de comer en un restaurante. Así de ricas son estas historias, así de fundamentales quienes participan en las mismas, esbozados en ocasiones con cuatro certeros y suficientes trazos para volverlos como de nuestra familia.
Y luego está el amor. No en un segundo plano, ni muchísimo menos, sino como es en la vida real: su dinamizador. El motivo que nos mueve a hacer cosas con aparente sinsentido, a bailar sin más música que la que suena en el corazón, porque «…pese a todo…el amor merece la pena. Sobre todo, cuando no se espera, cuando no se busca». En estos relatos se aprende que el amor insufla aliento a quien osa exponerse a su influjo para dejarse llevar a párpado plegado.
Eso sí. Aquí hay desgarro también. El amor no siempre se posa. Lo que pudo haber sido y no fue grava las vidas de quienes deambulan por las respectivas suyas, dejados, abandonados, indecisos, inertes frente al momento en que han de dar un giro a su existencia… y no lo hacen. Ay, el remordimiento convivirá para siempre con ellos.
Hay que ser valiente.
Aunque dé miedo ser valiente…
Amadeo Cobas
Todo libro es un viaje; toda historia es contada como un tránsito desde un punto de partida y hasta desembocar en un final. Es indiferente que se trate de una novela, un relato, una biografía… El orden en la narración requiere situar al lector en el origen de lo que va a recibir por parte del escritor. Tal que aquí. Soledad Puértolas principia este periplo literario precisamente con el inicio de un viaje vacacional; uno que tiene la playa como destino y despertar el interés de sus lectores como objetivo. Se nota el oficio de la autora, porque logra, en las seis páginas que dura el relato primero, sentarnos ávidos de saber más.
Se trata de relatos muy introspectivos, en los que la protagonista de turno viaja al mismo tiempo que reflexiona sobre su vida, girando el cuello hacia el pasado o tendiendo la vista para atisbar el futuro. Concluyendo: realiza la duplicidad del viaje, así físico como interior.
Seúl, Londres, Abelleira, Noruega, París…, no importa la distancia o el lugar en el que finaliza el trayecto. Aquí la clave es la placidez del desplazamiento, contado con pausa y acomodo; son viajes bebidos cual humeante café, puede usted servirse un té si lo prefiere, con dilación muy conseguida, exhalados igual que si fueran las vaharadas de un secreto que se comparte y que por su importancia debe ser digerido con calma.
La autora es amiga del detalle, huelga decirlo, «Nos llevábamos la comida a la boca, masticábamos, tragábamos», le gusta la demora que conlleva una digestión lenta de sus relatos, son viajes que no hay prisa en rematar, antes impera la decoración que requiere un vistazo calmo de sus pormenores, desperezando al lector sus sentidos, sumergiéndose en unas aguas aquietadas y mansas. Y son relatos que no acaban, sino que se desvanecen cual suspiro aunque es indudable que su aroma se mantendrá, es más: volverán las olas de lo narrado a acariciar los pies del lector, refrescándole doblemente el recuerdo de la historia inacabada con la que ha disfrutado.
Mención aparte merecen los personajes que surcan estos cuentos. Son cotidianos, son tan cercanos que hablan de nosotros mismos, les suceden cosas que nos han sucedido o podrían sucedernos. En algún caso, deberían sucedernos. Y esa cercanía les da viveza, los hace importantes dentro de su aparente sencillez. Algo equivalente a almorzar una comida casera después de semanas de comer en un restaurante. Así de ricas son estas historias, así de fundamentales quienes participan en las mismas, esbozados en ocasiones con cuatro certeros y suficientes trazos para volverlos como de nuestra familia.
Y luego está el amor. No en un segundo plano, ni muchísimo menos, sino como es en la vida real: su dinamizador. El motivo que nos mueve a hacer cosas con aparente sinsentido, a bailar sin más música que la que suena en el corazón, porque «…pese a todo…el amor merece la pena. Sobre todo, cuando no se espera, cuando no se busca». En estos relatos se aprende que el amor insufla aliento a quien osa exponerse a su influjo para dejarse llevar a párpado plegado.
Eso sí. Aquí hay desgarro también. El amor no siempre se posa. Lo que pudo haber sido y no fue grava las vidas de quienes deambulan por las respectivas suyas, dejados, abandonados, indecisos, inertes frente al momento en que han de dar un giro a su existencia… y no lo hacen. Ay, el remordimiento convivirá para siempre con ellos.
Hay que ser valiente.
Aunque dé miedo ser valiente…
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