Trad. Jordi Fibla. Mondadori. Barcelona, 2010. 255 pp. 18 €
Coradino Vega
Coetzee hace muchas cosas y las hace todas bien; no en vano ahí están son volúmenes de memorias, sus novelas y sus ensayos para demostrarlo. Es un autor consagrado, reconocido por todo el mundo. Pero lo que más sorprende de Coetzee es que haya seguido produciendo obras maestras después de ganar el Nobel. Hasta ese momento, sus impactantes novelas se habían caracterizado por una atmósfera lúgubre, entre kafkiana y dostoyevskiana, flirteando a menudo con la parábola o la biografía de personajes. Luego, a la crudeza expositiva de Disgrace (la traducción al español de este título no es muy afortunada que digamos) siguió el desapego emocional que marca sus dos primeros libros de memorias, Infancia y Juventud, ambos escritos en una tercera persona que parece la forma más adecuada que encuentra Coetzee para hablarnos de sí mismo. Poco a poco, el tono se va templando y las novelas que siguen a la concesión del Nobel ―Elizabeth Costello, Hombre lento y Diario de un mal año― se desprenden de la frialdad que la crítica siempre vio en Coetzee, para alcanzar una suerte de genialidad que mezcla un humor muy sutil con el desafío intelectual, la escéptica esperanza con la ternura de la senectud, la elegía por la extinción de una civilización con la invención de moldes verdaderamente nuevos, originales, convirtiéndole posiblemente en el mejor escritor vivo de nuestro tiempo.
Para acercarse al yo, Coetzee ficcionaliza su vida. ¿Quién es ese tipo llamado John Maxwell Coetzee?, parece preguntarse. ¿No es acaso la reconstrucción de toda experiencia ―aunque se trate de tu propia biografía― una pura ficción? Hay no obstante una especie de pudor, de contención, de elegancia. A eso obedece quizá la tercera persona que sorprendía tanto en Infancia y Juventud: a la voluntad de distanciamiento. Pero con Verano, el tercer volumen de esta autobiografía hecha ficción, Coetzee no se conforma con ese posicionamiento y se atreve a dar un nuevo giro de tuerca.
En el que hasta ahora es el último libro del escritor sudafricano, un investigador inglés trata de reconstruir la biografía del treintañero Coetzee, tras la muerte del insigne Premio Nobel. El acercamiento al yo se hace por tanto aún más desde fuera. Para ello, aparecen fragmentos de posibles relatos que Coetzee escribió cuando fue expulsado de Estados Unidos y regresó a Ciudad del Cabo a vivir con su devastado padre. En un afán de constatación, el investigador entrevista además a cuatro mujeres que lo trataron por esa época y a un colega universitario. Sin embargo, lejos de caer en la autocomplacencia ―quién osaría esperarlo de Coetzee―, o incurrir en la tentación de sospechar que el otro pudiera tener una opinión favorable de uno, este tercer volumen completa el despiadado ajuste de cuentas que hace su autor con aquel que lleva su mismo nombre. La destrucción del hombre es implacable; la exposición del dolor, conmovedoramente parca y lacerante. El nivel de autoexigencia de Coetzee es tan alto en el plano humano como en el literario. En ese esfuerzo quizás radique la última posibilidad de redención.
Coradino Vega
Coetzee hace muchas cosas y las hace todas bien; no en vano ahí están son volúmenes de memorias, sus novelas y sus ensayos para demostrarlo. Es un autor consagrado, reconocido por todo el mundo. Pero lo que más sorprende de Coetzee es que haya seguido produciendo obras maestras después de ganar el Nobel. Hasta ese momento, sus impactantes novelas se habían caracterizado por una atmósfera lúgubre, entre kafkiana y dostoyevskiana, flirteando a menudo con la parábola o la biografía de personajes. Luego, a la crudeza expositiva de Disgrace (la traducción al español de este título no es muy afortunada que digamos) siguió el desapego emocional que marca sus dos primeros libros de memorias, Infancia y Juventud, ambos escritos en una tercera persona que parece la forma más adecuada que encuentra Coetzee para hablarnos de sí mismo. Poco a poco, el tono se va templando y las novelas que siguen a la concesión del Nobel ―Elizabeth Costello, Hombre lento y Diario de un mal año― se desprenden de la frialdad que la crítica siempre vio en Coetzee, para alcanzar una suerte de genialidad que mezcla un humor muy sutil con el desafío intelectual, la escéptica esperanza con la ternura de la senectud, la elegía por la extinción de una civilización con la invención de moldes verdaderamente nuevos, originales, convirtiéndole posiblemente en el mejor escritor vivo de nuestro tiempo.
Para acercarse al yo, Coetzee ficcionaliza su vida. ¿Quién es ese tipo llamado John Maxwell Coetzee?, parece preguntarse. ¿No es acaso la reconstrucción de toda experiencia ―aunque se trate de tu propia biografía― una pura ficción? Hay no obstante una especie de pudor, de contención, de elegancia. A eso obedece quizá la tercera persona que sorprendía tanto en Infancia y Juventud: a la voluntad de distanciamiento. Pero con Verano, el tercer volumen de esta autobiografía hecha ficción, Coetzee no se conforma con ese posicionamiento y se atreve a dar un nuevo giro de tuerca.
En el que hasta ahora es el último libro del escritor sudafricano, un investigador inglés trata de reconstruir la biografía del treintañero Coetzee, tras la muerte del insigne Premio Nobel. El acercamiento al yo se hace por tanto aún más desde fuera. Para ello, aparecen fragmentos de posibles relatos que Coetzee escribió cuando fue expulsado de Estados Unidos y regresó a Ciudad del Cabo a vivir con su devastado padre. En un afán de constatación, el investigador entrevista además a cuatro mujeres que lo trataron por esa época y a un colega universitario. Sin embargo, lejos de caer en la autocomplacencia ―quién osaría esperarlo de Coetzee―, o incurrir en la tentación de sospechar que el otro pudiera tener una opinión favorable de uno, este tercer volumen completa el despiadado ajuste de cuentas que hace su autor con aquel que lleva su mismo nombre. La destrucción del hombre es implacable; la exposición del dolor, conmovedoramente parca y lacerante. El nivel de autoexigencia de Coetzee es tan alto en el plano humano como en el literario. En ese esfuerzo quizás radique la última posibilidad de redención.
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