Trad. Jesús Zulaika. Anagrama, Barcelona, 2010. 312 pp. 19 €
Alberto Luque Cortina
En un país como Estados Unidos proclive a la creación de mitos, Raymond Carver (1939 – 1988) ocupa un lugar preferente en su panteón literario: para muchos es el mejor cuentista estadounidense, pero esto es entrar en el canon, que no es más que una especie de podium imposible creado por los tecnócratas de la literatura. Prefiero pensar que Carver dejó un puñado de grandes cuentos que abrieron los ojos a una generación de escritores y, esto sobre todo, que impresionaron a muchísimos lectores, entre los que me encuentro. Precisamente llegué a Carver a través de un libro publicado por Anagrama: De qué hablamos cuando hablamos de amor. Más allá de las historias narradas —pequeños fragmentos de realidad, algunos terribles, otros prosaicos en apariencia— me llamó la atención su forma de revelar, mediante una prosa sobria y eficacísima, las más íntimas emociones de sus protagonistas.
Hoy sabemos que Raymond Carver no escribió esas historias, o al menos no en el modo en que las conocimos. Antes de publicarlas, su editor, Gordon Lish, se cargó en dos sesiones más de la mitad del texto original, cambió títulos e incluso incorporó generosamente frases de su propia cosecha, casi siempre determinantes —sobre todo en los finales—, para concebir así algunos de los cuentos más representativos de lo que se conocería como “realismo sucio”. Menuda ironía. Así se creó De qué hablamos cuando hablamos de amor, uno de los libros más influyentes de la literatura norteamericana contemporánea.
Todo esto lo sabemos gracias al “descubrimiento” de los originales de Carver con las tachaduras y “contribuciones” escritas a mano por Lish. Los textos “restaurados” (sic) por William L. Stull y Maureen P. Carroll, se publican ahora con el título Principiantes tal y como el autor los entregó a su editor.
Este hallazgo editorial viene ronroneando desde hace muchos años, y por supuesto ha desatado una intensa controversia en el mundillo literario. Aunque la diatriba me parece bastante pueril, resulta muy interesante, y pedagógico, cotejar ambos textos. Baste un ejemplo: en el cuento Diles a las mujeres que nos vamos Gordon Lish redujo el texto, tal y como advierten sus editores con jactancia matemática —como si la literatura pudiera medirse por el número de palabras—, en un 55%. También incorporó algunas frases decisivas, de lo que resulta un cuento completamente distinto al escrito por Carver. Para muchos esta injerencia del editor es imperdonable, pero olvidan cuánto disfrutaron al leer el cuento por primera vez y al mismo tiempo obvian la realidad: este u otro tipo de “intervenciones” son más frecuentes de lo que parece, y muy comunes en otras disciplinas artísticas de consumo, como el cine o la música: ¿acaso el Surfer Rosa de los Pixies hubiera sonado igual si Steve Albini no hubiera producido el disco?
En definitiva, no hay que rasgarse las vestiduras. Gordon Lish era un editor, cosa inusual, de enorme sensibilidad literaria, un tipo listo que supo pulir los cuentos de Carver. ¿Qué importa quién o cómo los escribiera? Siguen siendo extraordinarios. Una conclusión más interesante se deduce de la comparación de los textos, pues en esta se destripan y se hacen visibles los mecanismos de creación del cuento: cómo eliminar párrafos “innecesarios”, cómo alterar su sentido mediante una sola frase, cómo “fabricar” un final perfecto. Mecanismos que Lish conocía y utilizaba con eficacia.
¿Significa esto que la edición de Lish es mejor que esta que ahora se presenta? No tiene sentido entrar en el juego. Quien lea Principiantes por primera vez encontrará algunos de los mejores cuentos del escritor —como lo es en mi opinión el conmovedor "Algo sencillo y bueno" bajo una luz distinta pero igualmente fascinante. Precisamente en estos textos se evidencia ahora con mayor claridad —a través de la descripción reiterada de escenas, conversaciones y pensamientos cotidianos— su inteligencia en el manejo de los tiempos narrativos y su interés por comprender la tramoya oculta de nuestras emociones, interés que Lish no quiso ver o juzgó ineficaz para el éxito editorial del libro, por lo que acabó suprimiendo una gran cantidad de párrafos. Y a pesar de esta labor de poda, detrás de muchas de esas historias de parejas en crisis, infidelidades, alcoholismo y soledad, podía percibirse un tenue resquicio de esperanza, de confianza en el hombre, como si el escritor quisiera proclamar, y sabía de qué hablaba, que siempre existe la posibilidad de que las cosas mejoren, por muy leve que esta sea, o al menos siempre hay algo a lo que agarrarse para seguir adelante. Esta cualidad aparece ahora aún más nítida. De algún modo, el Carver original es más “humano”: otra razón para releer al norteamericano, si es que fuera necesaria alguna excusa para hacerlo.
Alberto Luque Cortina
En un país como Estados Unidos proclive a la creación de mitos, Raymond Carver (1939 – 1988) ocupa un lugar preferente en su panteón literario: para muchos es el mejor cuentista estadounidense, pero esto es entrar en el canon, que no es más que una especie de podium imposible creado por los tecnócratas de la literatura. Prefiero pensar que Carver dejó un puñado de grandes cuentos que abrieron los ojos a una generación de escritores y, esto sobre todo, que impresionaron a muchísimos lectores, entre los que me encuentro. Precisamente llegué a Carver a través de un libro publicado por Anagrama: De qué hablamos cuando hablamos de amor. Más allá de las historias narradas —pequeños fragmentos de realidad, algunos terribles, otros prosaicos en apariencia— me llamó la atención su forma de revelar, mediante una prosa sobria y eficacísima, las más íntimas emociones de sus protagonistas.
Hoy sabemos que Raymond Carver no escribió esas historias, o al menos no en el modo en que las conocimos. Antes de publicarlas, su editor, Gordon Lish, se cargó en dos sesiones más de la mitad del texto original, cambió títulos e incluso incorporó generosamente frases de su propia cosecha, casi siempre determinantes —sobre todo en los finales—, para concebir así algunos de los cuentos más representativos de lo que se conocería como “realismo sucio”. Menuda ironía. Así se creó De qué hablamos cuando hablamos de amor, uno de los libros más influyentes de la literatura norteamericana contemporánea.
Todo esto lo sabemos gracias al “descubrimiento” de los originales de Carver con las tachaduras y “contribuciones” escritas a mano por Lish. Los textos “restaurados” (sic) por William L. Stull y Maureen P. Carroll, se publican ahora con el título Principiantes tal y como el autor los entregó a su editor.
Este hallazgo editorial viene ronroneando desde hace muchos años, y por supuesto ha desatado una intensa controversia en el mundillo literario. Aunque la diatriba me parece bastante pueril, resulta muy interesante, y pedagógico, cotejar ambos textos. Baste un ejemplo: en el cuento Diles a las mujeres que nos vamos Gordon Lish redujo el texto, tal y como advierten sus editores con jactancia matemática —como si la literatura pudiera medirse por el número de palabras—, en un 55%. También incorporó algunas frases decisivas, de lo que resulta un cuento completamente distinto al escrito por Carver. Para muchos esta injerencia del editor es imperdonable, pero olvidan cuánto disfrutaron al leer el cuento por primera vez y al mismo tiempo obvian la realidad: este u otro tipo de “intervenciones” son más frecuentes de lo que parece, y muy comunes en otras disciplinas artísticas de consumo, como el cine o la música: ¿acaso el Surfer Rosa de los Pixies hubiera sonado igual si Steve Albini no hubiera producido el disco?
En definitiva, no hay que rasgarse las vestiduras. Gordon Lish era un editor, cosa inusual, de enorme sensibilidad literaria, un tipo listo que supo pulir los cuentos de Carver. ¿Qué importa quién o cómo los escribiera? Siguen siendo extraordinarios. Una conclusión más interesante se deduce de la comparación de los textos, pues en esta se destripan y se hacen visibles los mecanismos de creación del cuento: cómo eliminar párrafos “innecesarios”, cómo alterar su sentido mediante una sola frase, cómo “fabricar” un final perfecto. Mecanismos que Lish conocía y utilizaba con eficacia.
¿Significa esto que la edición de Lish es mejor que esta que ahora se presenta? No tiene sentido entrar en el juego. Quien lea Principiantes por primera vez encontrará algunos de los mejores cuentos del escritor —como lo es en mi opinión el conmovedor "Algo sencillo y bueno" bajo una luz distinta pero igualmente fascinante. Precisamente en estos textos se evidencia ahora con mayor claridad —a través de la descripción reiterada de escenas, conversaciones y pensamientos cotidianos— su inteligencia en el manejo de los tiempos narrativos y su interés por comprender la tramoya oculta de nuestras emociones, interés que Lish no quiso ver o juzgó ineficaz para el éxito editorial del libro, por lo que acabó suprimiendo una gran cantidad de párrafos. Y a pesar de esta labor de poda, detrás de muchas de esas historias de parejas en crisis, infidelidades, alcoholismo y soledad, podía percibirse un tenue resquicio de esperanza, de confianza en el hombre, como si el escritor quisiera proclamar, y sabía de qué hablaba, que siempre existe la posibilidad de que las cosas mejoren, por muy leve que esta sea, o al menos siempre hay algo a lo que agarrarse para seguir adelante. Esta cualidad aparece ahora aún más nítida. De algún modo, el Carver original es más “humano”: otra razón para releer al norteamericano, si es que fuera necesaria alguna excusa para hacerlo.
1 comentario:
Me ha gustado mucho la comparación con la dicotomía Albini/Pixies. Dejo por si a alguien le interesa otro crítica de este libro:
http://www.tercerainformacion.es/spip.php?article15889
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