Trad. Zahara García. Destino, Barcelona, 2010. 232 pp. 19 €
Ignacio Sanz
Con frecuencia la vida nos ofrece historias con finales felices, cargadas de cierto sentimentalismo. Aunque puestos a ser pesimistas sepamos que, al final, nuestros huesos acabarán en un pudridero. En literatura, sin embargo, no suelen gozar de buena prensa las historias con finales felices por más que la vida venga a corroborar que, en efecto, Cenicienta se pueda casar con el príncipe. Dicho de otra manera, de cuando en cuando, triunfa la bondad y la belleza frente a la maldad y la envidia que corroen al mundo. Cenicienta no es más que un arquetipo, por supuesto, pero un arquetipo fácil de asumir por mentes simples.
Las radionovelas de mi infancia y juventud que escuchaban con tanto fervor las mujeres de mi pueblo envueltas por un silencio tajante mientras cosían en las calles apacibles, solían ser un remedo de Cenicienta, si bien un remedo urdido con una trama complejísima como un inacabable Guadiana. Supongo que las telecomedias actuales, llamadas también culebrones, acabarán con el triunfo de la bondad y la belleza frente a esos personajes inquinosos que de soslayo he visto alguna tarde en los bares de mi barrio.
¿Por qué, se preguntarán los lectores, se larga éste una parrafada sobre las historias con finales felices? Es muy sencillo. Acabo de leer El libro más bello del mundo y otras historias, que agrupa ocho cuentos; unos de estos cuentos, “Odette Toulemonde”, ha dado pie a una película rodada por el propio Schimitt como señala el autor en un apéndice; se trata de un historia que acaba bien, es decir con el triunfo de la Cenicienta sobre la madrastra perversa, en este caso una viuda pobre con dos hijos, frente a una frívola burguesa con un corazón helado.
Schimitt es un escritor sólidamente formado que maneja con soltura las intrigas en su justa dosis, un escritor que conoce los abismos del alma humana y que mezcla los estados de necesidad, a veces extrema, con las conductas heroicas y sublimes.
Utiliza la tercera persona lo que le permite moverse con los hilos de la trama con cierta comodidad, como un dios todopoderoso.
Yo imagino que las hijas de aquellas costureras de mi pueblo, transformadas ahora en aplicadas oficinistas en Madrid, Barcelona o Bilbao, viajando en el metro, absortas en la lectura de estos cuentos que beben en las fuentes de una tradición clásica. Y las imagino soñadoras y esperanzadas, pensando que el milagro del zapato que se ajuste a su pie es posible. Es decir, las imagino casadas con el escritor de éxito a quien, por la fuerza de la costumbre y por insensibilidad aborrece su mujer. O a la dueña de un imperio japonés que se puede permitir hacer obras solidarias y que comenzó a forjar su fortuna a partir de la venta de un Picasso que le fue dejado en herencia cuando estudiaba en Francia, por la pobre patrona de la casa donde se hospedaba.
Historias dulces, bien acicaladas, que redimen al lector de una existencia vulgar y que le permiten soñar con la posibilidad de que un príncipe con ojos azules nos espera a la salida del metro para invitarnos a tomar un helado.
“La princesa descalza”, otro de los cuentos, el más corto y con final sorprendente y desgraciado, resulta acaso el más intrigante de estos ocho cuentos, propios para una tarde plácida de domingo.
Ignacio Sanz
Con frecuencia la vida nos ofrece historias con finales felices, cargadas de cierto sentimentalismo. Aunque puestos a ser pesimistas sepamos que, al final, nuestros huesos acabarán en un pudridero. En literatura, sin embargo, no suelen gozar de buena prensa las historias con finales felices por más que la vida venga a corroborar que, en efecto, Cenicienta se pueda casar con el príncipe. Dicho de otra manera, de cuando en cuando, triunfa la bondad y la belleza frente a la maldad y la envidia que corroen al mundo. Cenicienta no es más que un arquetipo, por supuesto, pero un arquetipo fácil de asumir por mentes simples.
Las radionovelas de mi infancia y juventud que escuchaban con tanto fervor las mujeres de mi pueblo envueltas por un silencio tajante mientras cosían en las calles apacibles, solían ser un remedo de Cenicienta, si bien un remedo urdido con una trama complejísima como un inacabable Guadiana. Supongo que las telecomedias actuales, llamadas también culebrones, acabarán con el triunfo de la bondad y la belleza frente a esos personajes inquinosos que de soslayo he visto alguna tarde en los bares de mi barrio.
¿Por qué, se preguntarán los lectores, se larga éste una parrafada sobre las historias con finales felices? Es muy sencillo. Acabo de leer El libro más bello del mundo y otras historias, que agrupa ocho cuentos; unos de estos cuentos, “Odette Toulemonde”, ha dado pie a una película rodada por el propio Schimitt como señala el autor en un apéndice; se trata de un historia que acaba bien, es decir con el triunfo de la Cenicienta sobre la madrastra perversa, en este caso una viuda pobre con dos hijos, frente a una frívola burguesa con un corazón helado.
Schimitt es un escritor sólidamente formado que maneja con soltura las intrigas en su justa dosis, un escritor que conoce los abismos del alma humana y que mezcla los estados de necesidad, a veces extrema, con las conductas heroicas y sublimes.
Utiliza la tercera persona lo que le permite moverse con los hilos de la trama con cierta comodidad, como un dios todopoderoso.
Yo imagino que las hijas de aquellas costureras de mi pueblo, transformadas ahora en aplicadas oficinistas en Madrid, Barcelona o Bilbao, viajando en el metro, absortas en la lectura de estos cuentos que beben en las fuentes de una tradición clásica. Y las imagino soñadoras y esperanzadas, pensando que el milagro del zapato que se ajuste a su pie es posible. Es decir, las imagino casadas con el escritor de éxito a quien, por la fuerza de la costumbre y por insensibilidad aborrece su mujer. O a la dueña de un imperio japonés que se puede permitir hacer obras solidarias y que comenzó a forjar su fortuna a partir de la venta de un Picasso que le fue dejado en herencia cuando estudiaba en Francia, por la pobre patrona de la casa donde se hospedaba.
Historias dulces, bien acicaladas, que redimen al lector de una existencia vulgar y que le permiten soñar con la posibilidad de que un príncipe con ojos azules nos espera a la salida del metro para invitarnos a tomar un helado.
“La princesa descalza”, otro de los cuentos, el más corto y con final sorprendente y desgraciado, resulta acaso el más intrigante de estos ocho cuentos, propios para una tarde plácida de domingo.
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