Trad. Isabel Ferrer y Carlos Milla. Miscelánea, Barcelona, 2010. 208 pp. 18 €
Jorge Díaz
Doctorow es de esos autores que sabes que son importantes, de los que publican mucho en Estados Unidos y además desde hace casi cincuenta años. Eres capaz hasta de decir el nombre de un par de novelas suyas, en mi caso Ciudad de dios y Ragtime, pero nunca le has leído.
Llegué a Homer y Langley por recomendación de un librero amigo. Ya no son tantos los libreros que recomiendan lecturas a sus clientes, conocen sus gustos, leen lo que sale para ver a quién le puede gustar… Los autores nos quejamos del futuro, no sé si el de ellos será mejor o peor, ya veremos. Sería una pena que desaparecieran del todo.
La novela cuenta una historia basada en un caso real, el de los hermanos Collier, dos excéntricos que vivieron en Nueva York en la primera mitad del siglo XX. Su casa era un palacete de la calle ciento veintiocho con la Quinta Avenida, una dirección lujosa en la época pero que años después queda situada en pleno Harlem. El palacete estaba completamente lleno de periódicos, objetos recogidos de la basura, pianos, un Ford T en el comedor… Creía que se trataba de una enfermedad psiquiátrica conocida como síndrome de Diógenes. Al parecer, el caso de los hermanos Collier es tan especial que tiene su propio nombre, síndrome de Collier.
Doctorow cuenta que leyó la historia de los dos hermanos durante su juventud, cuando apareció en los periódicos: uno de los hermanos muere por el derrumbamiento de los periódicos, el otro solo, ciego y atrapado, moriría de hambre días después; los bomberos tardaron casi una semana en dar con los cuerpos, tal era el estado de la casa. En aquel momento, según el autor, supo que escribiría esa historia. Ha pasado más de medio siglo desde entonces, tiempo suficiente para que la sociedad olvidara a los famosos Collier y sólo el autor recordara los detalles.
Doctorow hace una magnífica labor de reconstrucción. Cambia la historia para que podamos entenderla: la resitúa en el tiempo y les hace vivir hasta entrados los setenta para que su falta de sintonía con el mundo externo sea aún mayor; la resitúa también en el espacio, del Harlem traslada el palacete hasta el Upper East Side, frente al Central Park, la zona más lujosa de la ciudad, para que su presencia sea aún más incómoda.
El mundo ha perdido la elegancia de cuando los Collier se encerraron en sí mismos. La etiqueta, los modales y las apariencias se pierden a un ritmo muy similar al que ellos sufren. De repente, durante una década, están de moda, son hippies, no tan distintos de los de fuera. Pero la sociedad no es tan coherente como los dos hermanos y, en lugar de evolucionar, involuciona. Pocos años después, vuelven a ser extravagantes y la ciudad, sus servicios, sus ejércitos de abogados, los acosa.
El mayor acierto, de los muchos de la novela, es darle la narración al hermano ciego: nada más hermoso que su visión y su clarividencia.
Homer se da cuenta de la pendiente por la que Langley se desliza y en la que le lleva a él. Se percata de que se embalan, de que poco a poco se va haciendo imposible parar. Sin embargo, lo acepta.
No se opone a la locura, la relativiza, la acompaña e incluso colabora en alguno de los experimentos del hermano, por ejemplo, la de darle de comer decenas de naranjas diarias para que recupere la vista.
Se ve obligado también Doctorow a justificar la presencia de los periódicos: todos los ejemplares de diarios matutinos y vespertinos de la ciudad de Nueva York, posiblemente una de las que más diarios publica. Langley busca en ellos la lógica de la vida, la forma de hacer un diario universal que sirva para todos los días y todas las épocas: un número determinado de muertes violentas, una cadencia natural de catástrofes, unas guerras periódicas, unas victorias y derrotas deportivas programadas…
Una vez leído, dan ganas de buscar todas esas novelas de Doctorow que se dejaron pasar por pereza. A ver si me pongo con ellas.
Jorge Díaz
Doctorow es de esos autores que sabes que son importantes, de los que publican mucho en Estados Unidos y además desde hace casi cincuenta años. Eres capaz hasta de decir el nombre de un par de novelas suyas, en mi caso Ciudad de dios y Ragtime, pero nunca le has leído.
Llegué a Homer y Langley por recomendación de un librero amigo. Ya no son tantos los libreros que recomiendan lecturas a sus clientes, conocen sus gustos, leen lo que sale para ver a quién le puede gustar… Los autores nos quejamos del futuro, no sé si el de ellos será mejor o peor, ya veremos. Sería una pena que desaparecieran del todo.
La novela cuenta una historia basada en un caso real, el de los hermanos Collier, dos excéntricos que vivieron en Nueva York en la primera mitad del siglo XX. Su casa era un palacete de la calle ciento veintiocho con la Quinta Avenida, una dirección lujosa en la época pero que años después queda situada en pleno Harlem. El palacete estaba completamente lleno de periódicos, objetos recogidos de la basura, pianos, un Ford T en el comedor… Creía que se trataba de una enfermedad psiquiátrica conocida como síndrome de Diógenes. Al parecer, el caso de los hermanos Collier es tan especial que tiene su propio nombre, síndrome de Collier.
Doctorow cuenta que leyó la historia de los dos hermanos durante su juventud, cuando apareció en los periódicos: uno de los hermanos muere por el derrumbamiento de los periódicos, el otro solo, ciego y atrapado, moriría de hambre días después; los bomberos tardaron casi una semana en dar con los cuerpos, tal era el estado de la casa. En aquel momento, según el autor, supo que escribiría esa historia. Ha pasado más de medio siglo desde entonces, tiempo suficiente para que la sociedad olvidara a los famosos Collier y sólo el autor recordara los detalles.
Doctorow hace una magnífica labor de reconstrucción. Cambia la historia para que podamos entenderla: la resitúa en el tiempo y les hace vivir hasta entrados los setenta para que su falta de sintonía con el mundo externo sea aún mayor; la resitúa también en el espacio, del Harlem traslada el palacete hasta el Upper East Side, frente al Central Park, la zona más lujosa de la ciudad, para que su presencia sea aún más incómoda.
El mundo ha perdido la elegancia de cuando los Collier se encerraron en sí mismos. La etiqueta, los modales y las apariencias se pierden a un ritmo muy similar al que ellos sufren. De repente, durante una década, están de moda, son hippies, no tan distintos de los de fuera. Pero la sociedad no es tan coherente como los dos hermanos y, en lugar de evolucionar, involuciona. Pocos años después, vuelven a ser extravagantes y la ciudad, sus servicios, sus ejércitos de abogados, los acosa.
El mayor acierto, de los muchos de la novela, es darle la narración al hermano ciego: nada más hermoso que su visión y su clarividencia.
Homer se da cuenta de la pendiente por la que Langley se desliza y en la que le lleva a él. Se percata de que se embalan, de que poco a poco se va haciendo imposible parar. Sin embargo, lo acepta.
No se opone a la locura, la relativiza, la acompaña e incluso colabora en alguno de los experimentos del hermano, por ejemplo, la de darle de comer decenas de naranjas diarias para que recupere la vista.
Se ve obligado también Doctorow a justificar la presencia de los periódicos: todos los ejemplares de diarios matutinos y vespertinos de la ciudad de Nueva York, posiblemente una de las que más diarios publica. Langley busca en ellos la lógica de la vida, la forma de hacer un diario universal que sirva para todos los días y todas las épocas: un número determinado de muertes violentas, una cadencia natural de catástrofes, unas guerras periódicas, unas victorias y derrotas deportivas programadas…
Una vez leído, dan ganas de buscar todas esas novelas de Doctorow que se dejaron pasar por pereza. A ver si me pongo con ellas.
1 comentario:
Muy bueno este escrito, ya tenia pensado comprar el libro pero gracias a ti lo compro mañana.Saludos
Publicar un comentario