Trad. Fernando Bravo García. Alba, Barcelona, 2010. 332 pp. 22 €
Juan Pablo Heras
Para los que no pudimos ver en escena ninguno de los espectáculos que forman el ciclo de “Teatro de la muerte”, que presentó al mundo el dramaturgo polaco Tadeusz Kantor entre 1975 y 1984, tanto La clase muerta como Wielopole, Wielopole resuenan como mitos fundacionales de la obra de muchos de los grandes creadores escénicos del tiempo que nos ha tocado vivir. La presente edición de las “partituras” que Kantor dio a la imprenta no nos permitirán revivir unas experiencias que nos están vedadas por el paso del tiempo, y a las que tan sólo podemos aproximarnos mediante grabaciones inencontrables o fragmentos espectrales disponibles en Youtube. Los textos que acaba de reeditar Alba nos acercan más bien al esqueleto y los órganos interiores de aquellas creaciones. No se trata, desde luego, de textos dramáticos al uso, sino más bien de textos escénicos, que reproducen, por un lado, las muchas notas que Kantor proponía como punto de partida, y, por otro, las verbalizaciones e imágenes que surgieron del trabajo mismo de los actores.
La clase muerta se sustenta en la imagen de una clase escolar poblada por viejos que remedan grotescamente los niños que fueron, y por maniquíes de cera que les doblan. Renuente a toda trama reconocible, Kantor se impone a sí mismo como maestro de una letanía absurda que los patéticos escolares repiten u olvidan en una espiral infinita. Además, deconstruye un delirante texto de S. I. Witkiewicz titulado Tumor Mózgowicz (algo así como Tumor Cerebrález) cuyos personajes son asumidos ocasionalmente por los actores, solamente para desvelar la futilidad e intrascendencia de toda acción frente a la presencia palpable de la muerte. Los movimientos de los actores se asimilan a los de autómatas rudimentarios, hasta el punto de que las diferencias con respecto a los maniquíes se difuminan. Como dijo Kantor en otra ocasión, cuando contemplamos a un maniquí le atribuimos apariencia de vida al mismo tiempo que le negamos la posibilidad de conciencia, lo que de inmediato nos asoma, en una mezcla de atracción y repugnancia, al vacío opaco de la muerte. En este cortejo de fantasmas absolutamente carnales, la irrupción del humor y de leves notas emocionales en tanta oscuridad se constituye como una de las notas características del teatro de Kantor.
Si La clase muerta ha quedado como modelo de lo que Kantor representó para el teatro universal, es sin duda Wielopole, Wielopole el espectáculo que dejó una huella más profunda en nuestro país. Autores tan diferentes como Rodrigo García o José Luis Alonso de Santos han reconocido abiertamente el impacto que tuvo en su propia experiencia como espectadores y creadores. La acción se sitúa en la habitación infantil de Kantor, en su pueblo natal, Wielopole, donde él mismo se sitúa para evocar distintos personajes y situaciones de su pasado. Kantor siempre aparecía en sus propios espectáculos, a veces como personaje y otras como un espectador dentro de la propia escena. Alonso de Santos recogió esta idea en El álbum familiar, donde demostró que es posible escribir una obra de teatro en primera persona del singular. Wielopole, Wielopole recurre a las líneas fundamentales de los relatos evangélicos para proponer una serie de imágenes y acciones que aluden al pasado profundo de la familia de Kantor y al de la propia historia de Polonia. El interés de Kantor no es revivir el pasado sino hacernos conscientes de la irreversibilidad del tiempo. Si en La clase muerta, la Muerte era representada por una mujer de la limpieza armada con una guadaña en forma de cepillo, en Wielopole, Wielopole es una fotógrafa la que dispara con su cámara a familias y grupos de soldados, a los que separa así de su existencia real para convertirlos en recuerdo de la muerte.
Leer a Kantor nos hace partícipes de su mundo interior, pero a la vez nos vuelve todavía más conscientes de lo que perdimos por no contemplar su trabajo. Por suerte, todavía nos quedan los que, creo, son sus más dignos herederos: La Zaranda, esa impresionante compañía con sede en Jerez de la Frontera, con la diferencia de que ellos cuentan con uno de los mejores escritores secretos de nuestro país: Eusebio Calonge. Dicho queda.
Juan Pablo Heras
Para los que no pudimos ver en escena ninguno de los espectáculos que forman el ciclo de “Teatro de la muerte”, que presentó al mundo el dramaturgo polaco Tadeusz Kantor entre 1975 y 1984, tanto La clase muerta como Wielopole, Wielopole resuenan como mitos fundacionales de la obra de muchos de los grandes creadores escénicos del tiempo que nos ha tocado vivir. La presente edición de las “partituras” que Kantor dio a la imprenta no nos permitirán revivir unas experiencias que nos están vedadas por el paso del tiempo, y a las que tan sólo podemos aproximarnos mediante grabaciones inencontrables o fragmentos espectrales disponibles en Youtube. Los textos que acaba de reeditar Alba nos acercan más bien al esqueleto y los órganos interiores de aquellas creaciones. No se trata, desde luego, de textos dramáticos al uso, sino más bien de textos escénicos, que reproducen, por un lado, las muchas notas que Kantor proponía como punto de partida, y, por otro, las verbalizaciones e imágenes que surgieron del trabajo mismo de los actores.
La clase muerta se sustenta en la imagen de una clase escolar poblada por viejos que remedan grotescamente los niños que fueron, y por maniquíes de cera que les doblan. Renuente a toda trama reconocible, Kantor se impone a sí mismo como maestro de una letanía absurda que los patéticos escolares repiten u olvidan en una espiral infinita. Además, deconstruye un delirante texto de S. I. Witkiewicz titulado Tumor Mózgowicz (algo así como Tumor Cerebrález) cuyos personajes son asumidos ocasionalmente por los actores, solamente para desvelar la futilidad e intrascendencia de toda acción frente a la presencia palpable de la muerte. Los movimientos de los actores se asimilan a los de autómatas rudimentarios, hasta el punto de que las diferencias con respecto a los maniquíes se difuminan. Como dijo Kantor en otra ocasión, cuando contemplamos a un maniquí le atribuimos apariencia de vida al mismo tiempo que le negamos la posibilidad de conciencia, lo que de inmediato nos asoma, en una mezcla de atracción y repugnancia, al vacío opaco de la muerte. En este cortejo de fantasmas absolutamente carnales, la irrupción del humor y de leves notas emocionales en tanta oscuridad se constituye como una de las notas características del teatro de Kantor.
Si La clase muerta ha quedado como modelo de lo que Kantor representó para el teatro universal, es sin duda Wielopole, Wielopole el espectáculo que dejó una huella más profunda en nuestro país. Autores tan diferentes como Rodrigo García o José Luis Alonso de Santos han reconocido abiertamente el impacto que tuvo en su propia experiencia como espectadores y creadores. La acción se sitúa en la habitación infantil de Kantor, en su pueblo natal, Wielopole, donde él mismo se sitúa para evocar distintos personajes y situaciones de su pasado. Kantor siempre aparecía en sus propios espectáculos, a veces como personaje y otras como un espectador dentro de la propia escena. Alonso de Santos recogió esta idea en El álbum familiar, donde demostró que es posible escribir una obra de teatro en primera persona del singular. Wielopole, Wielopole recurre a las líneas fundamentales de los relatos evangélicos para proponer una serie de imágenes y acciones que aluden al pasado profundo de la familia de Kantor y al de la propia historia de Polonia. El interés de Kantor no es revivir el pasado sino hacernos conscientes de la irreversibilidad del tiempo. Si en La clase muerta, la Muerte era representada por una mujer de la limpieza armada con una guadaña en forma de cepillo, en Wielopole, Wielopole es una fotógrafa la que dispara con su cámara a familias y grupos de soldados, a los que separa así de su existencia real para convertirlos en recuerdo de la muerte.
Leer a Kantor nos hace partícipes de su mundo interior, pero a la vez nos vuelve todavía más conscientes de lo que perdimos por no contemplar su trabajo. Por suerte, todavía nos quedan los que, creo, son sus más dignos herederos: La Zaranda, esa impresionante compañía con sede en Jerez de la Frontera, con la diferencia de que ellos cuentan con uno de los mejores escritores secretos de nuestro país: Eusebio Calonge. Dicho queda.
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