El Páramo, Córdoba, 2010. 317 pp. 20 €
Pedro M. Domene
El niño y el adolescente o, por razones sociológicas, los muchachos y las muchachas de una época, a excepción del niño-pícaro, y en determinados períodos de nuestra literatura, son algunos de los protagonistas más frecuentes en la narrativa del siglo XIX y XX. La realidad del mundo infantil y juvenil se muestra en su esplendor no solo en las renombradas obras de Miguel Delibes, El camino (1950) o Las ratas (1962), sino en toda una amplia tradición anterior y posterior que oscila entre los huérfanos de ¡Adiós, Cordera! (1891), el niño Pepe Garcés de Crónica del alba (1942), los suburbios descritos en Cabeza rapada (1958), los adolescentes que protagonizan Balada de gamberros (1965), el entrañable Santi, el mejor ejemplo del exilio infantil en El otro árbol de Guernica (1967), los recuerdos del niño de Conversación sobre la guerra (1978), o el nieto, a quien va dirigida la historia, de La sonrisa etrusca (1985), por citar algunos de los muchos ejemplos recogidos por Eduardo Godoy Gallardo en, La infancia en la narrativa española de posguerra (1979).
Alejandro López Andrada realiza, desde sus comienzos, una auténtica mitificación épica de la memoria, con esa fuerte presencia e influencia de la tierra en muchos de sus textos más variados, un espacio rural que conoció durante su infancia, su posterior adolescencia y que ahora, en su madurez literaria, recrea como esa marca de identidad de un lugar y de una época que, en buena parte de su literatura, ha derivado en una exquisita expresión lírica, una fuerza narrativa y una profunda visión ensayística. Quizá por eso, López Andrada se ha convertido en la conciencia de esa agigantada destrucción de algunas profesiones y bastantes costumbres, recuerda la desaparición de algunos personajes singulares que vivieron la difícil posguerra, identificados como perdedores y, aún más, solitarios porque siempre han luchado por una supervivencia, como bien apuntaba en su espléndida trilogía, El viento derruido (2004), Los años de la niebla (2005) y El óxido del cielo (2009), auténtico manual de antropología social.
La nueva novela de Alejandro López Andrada (Villanueva del Duque, Córdoba, 1957), Un dibujo en el viento (2010), formaría parte de esta singular tradición del niño-adolescente que sobrevive triste y atormentado en una época concreta: la agonía de unos años que incluyen esa extraña sensación de orfandad y desarraigo que supone una situación donde, para los mayores, la memoria aún es algo por lo que luchar. Cristino, el protagonista, es un adolescente que vive las contradicciones de una singular época histórica, la de una España franquista, en sus últimas bocanadas, aunque con la misma fuerza represiva ejercida de las décadas posteriores a la guerra civil, hecho que el niño percibe en su propio entorno: Veredas Blancas, el espacio geográfico creado por López Andrada, un lugar que durante muchos años le ha servido para dejar constancia de una particular cosmogonía. Un posible territorio literario donde desarrollar buena parte del sufrimiento, del desarraigo y de la pérdida de identidad en una región, fácilmente identificable con Los Pedroches, cuyos habitantes sobrevivían a ese enfrentamiento silencioso entre dos Españas: la de los gloriosos vencedores y la de los sufridos vencidos, todos arrastrados a un silencio solo recuperado por una literatura valiente. López Andrada se convierte en ese notario que con su prosa levanta acta del derrumbe de toda una identidad, la de los orgullosos habitantes de una tierra como la sierra cordobesa, la desaparición de muchas de sus oficios, de su sabiduría ancestral en torno al campo y al paisaje que los caracteriza y, sobre todo, a ese espectro que supone el paso del tiempo y de la conciencia colectiva. Pero, en esta ocasión, el narrador cordobés, ha optado por la ficción, con ligeros tintes de connotaciones políticas al hilo de la represión ejercida aún durante los años en que se sitúa la acción, la segunda mitad del 68, cuando el joven Cristino empieza a despertar a una adolescencia en la que percibe los cambios que se producen a su alrededor, cuando empieza a ser consciente de lo que hasta ese momento nunca había percibido: un gran secreto de familia que incluye rencor, dolor, muerte. La suya es esa imagen idílica con que se identifica la infancia: la de los juegos, las gamberradas junto a Bernardino, el Gordo Fatum o el chache Ismael, esa etapa de las eternas preguntas de un joven, que años después aún conserva lo relacionado con su vida pasada y la supervivencia impuesta, motivo de esa conciencia real que posibilita un relato como Un dibujo en el viento, cuando entonces la felicidad no era una sensación posible, y no fue así porque Cristino vivió la separación de una madre, ausente de la casa familiar durante meses para cuidar a una abuela enferma, el distanciamiento de un padre, sus anodinas travesuras, el estigma de una educación sesgada, sus primeros amores, incluso esa dura violencia sostenida en un ambiente no menos hostil, con continuos temores a lo desconocido y al miedo, sobre todo, a un suceso singular, ese secreto inconfesable que se refiere a su familia, relacionado con el abuelo, el tío Nicolás, con su propio padre, además de conocidos vecinos como Floro, el taxidermista, el guardia Jimeno, el Pastor de las Nieblas que, para él y para otros muchos, en una angustiosa sociedad, hicieron algo heroico aquel 15 de diciembre 1968, un hecho que, muchos años después, en la intimidad del pensamiento de un Cristino adulto, cuando se encara con esa realidad sombría que supone la soledad, el largo silencio y el paso del tiempo y su memoria recupera la imagen de unos muertos, cuyo espíritu, sigue vivo, mientras se siente rodeado por las sombras de una confidencia tan extrema, su evocación ya se convierte en palabra escrita
Pedro M. Domene
El niño y el adolescente o, por razones sociológicas, los muchachos y las muchachas de una época, a excepción del niño-pícaro, y en determinados períodos de nuestra literatura, son algunos de los protagonistas más frecuentes en la narrativa del siglo XIX y XX. La realidad del mundo infantil y juvenil se muestra en su esplendor no solo en las renombradas obras de Miguel Delibes, El camino (1950) o Las ratas (1962), sino en toda una amplia tradición anterior y posterior que oscila entre los huérfanos de ¡Adiós, Cordera! (1891), el niño Pepe Garcés de Crónica del alba (1942), los suburbios descritos en Cabeza rapada (1958), los adolescentes que protagonizan Balada de gamberros (1965), el entrañable Santi, el mejor ejemplo del exilio infantil en El otro árbol de Guernica (1967), los recuerdos del niño de Conversación sobre la guerra (1978), o el nieto, a quien va dirigida la historia, de La sonrisa etrusca (1985), por citar algunos de los muchos ejemplos recogidos por Eduardo Godoy Gallardo en, La infancia en la narrativa española de posguerra (1979).
Alejandro López Andrada realiza, desde sus comienzos, una auténtica mitificación épica de la memoria, con esa fuerte presencia e influencia de la tierra en muchos de sus textos más variados, un espacio rural que conoció durante su infancia, su posterior adolescencia y que ahora, en su madurez literaria, recrea como esa marca de identidad de un lugar y de una época que, en buena parte de su literatura, ha derivado en una exquisita expresión lírica, una fuerza narrativa y una profunda visión ensayística. Quizá por eso, López Andrada se ha convertido en la conciencia de esa agigantada destrucción de algunas profesiones y bastantes costumbres, recuerda la desaparición de algunos personajes singulares que vivieron la difícil posguerra, identificados como perdedores y, aún más, solitarios porque siempre han luchado por una supervivencia, como bien apuntaba en su espléndida trilogía, El viento derruido (2004), Los años de la niebla (2005) y El óxido del cielo (2009), auténtico manual de antropología social.
La nueva novela de Alejandro López Andrada (Villanueva del Duque, Córdoba, 1957), Un dibujo en el viento (2010), formaría parte de esta singular tradición del niño-adolescente que sobrevive triste y atormentado en una época concreta: la agonía de unos años que incluyen esa extraña sensación de orfandad y desarraigo que supone una situación donde, para los mayores, la memoria aún es algo por lo que luchar. Cristino, el protagonista, es un adolescente que vive las contradicciones de una singular época histórica, la de una España franquista, en sus últimas bocanadas, aunque con la misma fuerza represiva ejercida de las décadas posteriores a la guerra civil, hecho que el niño percibe en su propio entorno: Veredas Blancas, el espacio geográfico creado por López Andrada, un lugar que durante muchos años le ha servido para dejar constancia de una particular cosmogonía. Un posible territorio literario donde desarrollar buena parte del sufrimiento, del desarraigo y de la pérdida de identidad en una región, fácilmente identificable con Los Pedroches, cuyos habitantes sobrevivían a ese enfrentamiento silencioso entre dos Españas: la de los gloriosos vencedores y la de los sufridos vencidos, todos arrastrados a un silencio solo recuperado por una literatura valiente. López Andrada se convierte en ese notario que con su prosa levanta acta del derrumbe de toda una identidad, la de los orgullosos habitantes de una tierra como la sierra cordobesa, la desaparición de muchas de sus oficios, de su sabiduría ancestral en torno al campo y al paisaje que los caracteriza y, sobre todo, a ese espectro que supone el paso del tiempo y de la conciencia colectiva. Pero, en esta ocasión, el narrador cordobés, ha optado por la ficción, con ligeros tintes de connotaciones políticas al hilo de la represión ejercida aún durante los años en que se sitúa la acción, la segunda mitad del 68, cuando el joven Cristino empieza a despertar a una adolescencia en la que percibe los cambios que se producen a su alrededor, cuando empieza a ser consciente de lo que hasta ese momento nunca había percibido: un gran secreto de familia que incluye rencor, dolor, muerte. La suya es esa imagen idílica con que se identifica la infancia: la de los juegos, las gamberradas junto a Bernardino, el Gordo Fatum o el chache Ismael, esa etapa de las eternas preguntas de un joven, que años después aún conserva lo relacionado con su vida pasada y la supervivencia impuesta, motivo de esa conciencia real que posibilita un relato como Un dibujo en el viento, cuando entonces la felicidad no era una sensación posible, y no fue así porque Cristino vivió la separación de una madre, ausente de la casa familiar durante meses para cuidar a una abuela enferma, el distanciamiento de un padre, sus anodinas travesuras, el estigma de una educación sesgada, sus primeros amores, incluso esa dura violencia sostenida en un ambiente no menos hostil, con continuos temores a lo desconocido y al miedo, sobre todo, a un suceso singular, ese secreto inconfesable que se refiere a su familia, relacionado con el abuelo, el tío Nicolás, con su propio padre, además de conocidos vecinos como Floro, el taxidermista, el guardia Jimeno, el Pastor de las Nieblas que, para él y para otros muchos, en una angustiosa sociedad, hicieron algo heroico aquel 15 de diciembre 1968, un hecho que, muchos años después, en la intimidad del pensamiento de un Cristino adulto, cuando se encara con esa realidad sombría que supone la soledad, el largo silencio y el paso del tiempo y su memoria recupera la imagen de unos muertos, cuyo espíritu, sigue vivo, mientras se siente rodeado por las sombras de una confidencia tan extrema, su evocación ya se convierte en palabra escrita
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