miércoles, junio 02, 2010

Una vaca, dos niños y trescientos ruiseñores, Ignacio Sanz

Edelvives, Madrid, 2010. 168 pp. 8,50 €

Care Santos

Un buen narrador es aquel capaz de dar vida y sentimiento a cualquier anécdota, por insignificante que sea, de hacernos olvidar el qué en favor del cómo. Ignacio Sanz es un narrador portentoso. En sus manos, en sus palabras, cualquier pequeña peripecia adquiere texturas únicas, matizadas. Si la peripecia es, además, tan original e insólita como la que sirve de armazón a esta novela, el cuento se convierte en un verdadero deleite para lectores de cualquier edad.
Vicente Huidobro, el poeta chileno a quien "su país se le hacía muy alargado y demasiado estrecho" es el protagonista de esta historia que acaba de obtener el Premio Alandar de literatura infantil. Aunque no sólo él: también una vaca, la Jacinta, y tres centenares de pájaros mallorquines y viajeros a su pesar. Una nota advierte al principio del libro que lo que vamos a conocer es un episodio muy bien documentado de la vida del poeta. Es decir: que en verdad Huidobro tuvo la ocurrencia de embarcar en su Santiago natal con rumbo a España llevando consigo una vaca, responsable de la alimentación de sus dos hijos, y de regresar siete años más tarde, requerido por su familia, después de que los hijos hubieran recibido educación en París y Madrid llevando consigo a la misma vaca, ya casi emparentada con su linaje por cuestiones lácticas, y por añadidura trescientes ruiseñores con los que pretendía poblar el nuevo continente.
Los ruiseñores, adalides de la libertad, no soportan el largo viaje. No así la vaca y sus moscas, que gozan de una salud envidiable a pesar de las duras condiciones. Casi se diría que está la Jacinta más contenta que los niños, quienes asisten desolados a la muerte de los pájaros mientras su padre, en pleno arrebato creativo, no sale de su camarote individual y su madre se queja de todo lo que le ocurre.
Habla de muchas cosas esta novela. Del significado y la utilidad de la poesía, una tarea tan inútil e incomprendida que puede permitirse el lujo de ser excéntrica. Del significado de la lealtad. Del valor de los sueños, sobre todo de los imposibles. Del empeño, de la esperanza, de la ilusión. De la construcción de un mundo mejor, donde a lo más menudo -el canto de un pájaro- se le concede la posibilidad de cambiar las cosas. De los sinsabores de la creación literaria, del universo personal y poblado de fantasmas del escritor. Y también de la comprensión de lo ajeno, de la amistad frente a la diferencia.
El libro se estructura en dos partes. La primera, contada por un narrador ágil, con ciertos toques de humor y grandes dosis de ternura, nos cuenta el periplo de la familia Huidobro entre Chile y España, su etapa europea, el capricho ornitológico del poeta y el regreso. La segunda, centrada en la navegación, adopta forma de diario de a bordo y está escrita por los dos hijos del poeta, Vicente y Manuela. El tiempo en ella se detiene, por contraste con el rápido avance al que hemos asistido en la primera parte, y abunda la recreación de los detalles, la pormenorizada crónica del viaje de los trescientos pájaros cautivos. Acaso el autor, pensando que se dirigía a un público joven, ha querido aproximar el relato a sus receptores. No eran tan necesario, en realidad: Sanz es un narrador magnético, que no precisa ampararse en otra voz para cautivar, que encandila con una naturalidad asombrosa.
Cuando el barco -el Tierra de Fuego- atraca en Chile, también nosotros, lectores, formamos parte de esa familia de raros, como la vaca, como los pájaros muertos, como el poeta regresado para siempre, como el capitán Guajardo, que comprendió.
Este libro merece una vida larga. Como la de la vaca Jacinta, la que daba veinticinco litros diarios de leche cremosa y dulce, que volvió a su país a morir y que ahora abraza -gracias a estas estupendas páginas- una merecida posteridad.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Estoy deseando leer esta hermosa historia. Últimamente parece que a los narradores les está dando por recurrir a lo biográfico, a lo histórico para pintarlo a su antojo. Escuchar a Ignacio Sanz contar una historia es un convite, así que leerle tiene que ser un atracón de los sentidos, y ya, no digamos si él nos lo lee... en directo. Me alegro por este excelente escritor. JMdelaH