Trad. Francisco Barberán. Tusquets, Barcelona, 2010. 232 pp. 16,35 €
Fernando Sánchez Calvo
La editorial Tusquets ha tenido a bien publicar a un nuevo Murakami que, lejos del fenómeno de masas a quien con más o menos asiduidad casi todo lector ha visitado, abandona momentáneamente la novela como producto para analizar el modus vivendi necesario de todo aquel que quiera trabajar con dicho producto. No es un estilo de vida a seguir, ideal, por supuesto. El japonés es lo suficientemente inteligente como para no aconsejar más allá de la propia experiencia personal, experiencia que sin embargo queda avalada por la brillante trayectoria de un obrero de la narrativa que delega y fundamenta su éxito en el trabajo, después en el trabajo y por último en el trabajo. Para ello, equipara oficio tan noble y sacrificado con otra tarea no menos absorbente: la del fondista. Ambas actividades, escribir y correr, articulan este diario donde fechas, espacios y anécdotas acaban siempre envueltas por el manto de la reflexión (grande le queda la etiqueta de “ensayo”) de manera que una actividad no se puede explicar sin la otra y viceversa, al menos en la vida de Murakami. En homenaje al ya clásico de Carver De qué hablamos cuando hablamos de amor y traducido por Francisco Barberán, el libro también incluye un pequeño reportaje fotográfico de los principales retos deportivos (maratón, triatlón, etc) que el autor ha finalizado, acto que para él ya es sinónimo de triunfo.
No se puede decir que esta obra represente una obra menor dentro del conjunto, por tanto, puesto que no podemos comparar títulos de diferente género. Tampoco es un decálogo de consejos para escribir. Es, eso sí, una filosofía de vida para escritores que no han sido dotados de la genialidad sino para tipos que, con cierta dosis de talento, quieran dedicarse (en el sentido más amplio de la palabra) a contar historias de un modo decente y honesto. Sólo se necesitan dos virtudes o ingredientes: tiempo y voluntad. Arropados por este binomio (al que le sumamos el ya citado talento) cualquiera puede acabar una carrera y una novela dignamente: otra cosa es convertirse en el número uno. Con ello Murakami lucha contra el tópico del artista perezoso que no trabaja, que sólo espera a que llegue un buen momento de inspiración. Él mismo analiza irónicamente este lugar común de un modo bastante visual: «Por más que miro a mi alrededor, no encuentro el manantial por ninguna parte». Dicho de otro modo: que la inspiración me coja trabajando. Y es que, en ese sentido, este oficio está más lleno de presumidos que de vagos, de tipos que trabajan ocho horas seguidas durante dos años en una novela para luego afirmar delante de sus amistades que la escribieron en una semana y de un tirón. Parece un comportamiento infantil y lo es, y contra ello y ellos también apunta Murakami. No se intuye qué razón puede haber para que un escritor (reconocido o no) se avergüence de su trabajo. Cuando se actúa así, se es injusto con este noble oficio y se es injusto con uno mismo.
Centrándonos más en la propia ontología del oficio y sobre todo en la primera mitad del libro (en la segunda las reflexiones literarias decaen y dejan paso a las deportivas) Murakami hace hincapié en la concepción del acto de la escritura como una enfermedad en potencia que busca a un enfermo (el narrador) que la concrete. «Idéntico truco utilizo cuando escribo una novela larga: dejo de escribir en el preciso momento en que siento que podría seguir escribiendo. Si lo hago así, al día siguiente me resulta mucho más fácil reanudar la tarea». Recuperando un pensamiento ya centenario, escribir se concibe pues como una droga la cual puede acabar o relanzar al artista según los límites de saturación con los que se juegue. Sin embargo, para enfrentarse a esa actividad insana hay que estar muy sano y es ahí donde entra en acción el deporte. A ese delicioso veneno que es escribir sólo se le puede combatir con una gran forma física: esto nos lo da el ejercicio, correr en este caso.
Por otro lado, dicha pasión (si quiere crecer) debe ser alimentada por un arma de doble filo: la soledad; el escritor se ve obligado a convertirse durante un período extenso en un ser antisocial, puesto que su principal problema no es el dinero, sino el tiempo y la falta de concentración. Debe salir y entrar en la sociedad cuando lo necesite, puesto que sólo con ella y sin ella el novelista puede coger distanciamiento y rendir tributo después. Otro enfermo del oficio, Stephen King, ya lo dijo en su testamento teórico On Writing. «Hay que escribir para dentro y corregir para fuera». Dicho de otro modo y también por el mismo autor: «Cerrar la puerta de tu escritorio es la única manera de que los demás sepan que vas en serio y que no deben molestarte».
Afirma Murakami sobre el final del libro que su epitafio ideal sería «Al menos aguantó sin caminar hasta el final». Lo dice recordando una anécdota propia que le sucedió cuando fue a correr la originaria maratón a Grecia. Por lo visto un montón de artistas y famosos ya habían hecho lo mismo antes con el consiguiente reportaje fotográfico, pero de cara a la galería. Por lo visto es habitual correr unos cinco kilómetros en distintos puntos de la carrera, posar delante del objetivo y con ello ya se cumple. Cuando Murakami supo de esta práctica se indignó, obviamente. Nada más indigno para un fondista o un escritor que falsear la base. Por supuesto, el artista pasará la realidad por la pátina de la ficción, pero nunca la traicionará. No tiene sentido escribir un ensayo sobre el acto de correr si no has corrido. Aberrante también sería hablar de escribir sin haber escrito o de respirar sin haber respirado. Murakami corrió los 42 kilómetros y pico seguido del fotógrafo pero no para destacarse contra los que no acabaron, sino por puro homenaje a la experiencia, única fuente del arte, sea vital o libresca. Después de esto, el japonés ha continuado con su doble tarea, pues no se trata de correr una maratón sino de correr, del mismo modo que no se trata de escribir un libro, sino de escribir. Ya se dijo al principio que hablábamos de obreros, de narradores de fondo: no de velocistas.
Fernando Sánchez Calvo
La editorial Tusquets ha tenido a bien publicar a un nuevo Murakami que, lejos del fenómeno de masas a quien con más o menos asiduidad casi todo lector ha visitado, abandona momentáneamente la novela como producto para analizar el modus vivendi necesario de todo aquel que quiera trabajar con dicho producto. No es un estilo de vida a seguir, ideal, por supuesto. El japonés es lo suficientemente inteligente como para no aconsejar más allá de la propia experiencia personal, experiencia que sin embargo queda avalada por la brillante trayectoria de un obrero de la narrativa que delega y fundamenta su éxito en el trabajo, después en el trabajo y por último en el trabajo. Para ello, equipara oficio tan noble y sacrificado con otra tarea no menos absorbente: la del fondista. Ambas actividades, escribir y correr, articulan este diario donde fechas, espacios y anécdotas acaban siempre envueltas por el manto de la reflexión (grande le queda la etiqueta de “ensayo”) de manera que una actividad no se puede explicar sin la otra y viceversa, al menos en la vida de Murakami. En homenaje al ya clásico de Carver De qué hablamos cuando hablamos de amor y traducido por Francisco Barberán, el libro también incluye un pequeño reportaje fotográfico de los principales retos deportivos (maratón, triatlón, etc) que el autor ha finalizado, acto que para él ya es sinónimo de triunfo.
No se puede decir que esta obra represente una obra menor dentro del conjunto, por tanto, puesto que no podemos comparar títulos de diferente género. Tampoco es un decálogo de consejos para escribir. Es, eso sí, una filosofía de vida para escritores que no han sido dotados de la genialidad sino para tipos que, con cierta dosis de talento, quieran dedicarse (en el sentido más amplio de la palabra) a contar historias de un modo decente y honesto. Sólo se necesitan dos virtudes o ingredientes: tiempo y voluntad. Arropados por este binomio (al que le sumamos el ya citado talento) cualquiera puede acabar una carrera y una novela dignamente: otra cosa es convertirse en el número uno. Con ello Murakami lucha contra el tópico del artista perezoso que no trabaja, que sólo espera a que llegue un buen momento de inspiración. Él mismo analiza irónicamente este lugar común de un modo bastante visual: «Por más que miro a mi alrededor, no encuentro el manantial por ninguna parte». Dicho de otro modo: que la inspiración me coja trabajando. Y es que, en ese sentido, este oficio está más lleno de presumidos que de vagos, de tipos que trabajan ocho horas seguidas durante dos años en una novela para luego afirmar delante de sus amistades que la escribieron en una semana y de un tirón. Parece un comportamiento infantil y lo es, y contra ello y ellos también apunta Murakami. No se intuye qué razón puede haber para que un escritor (reconocido o no) se avergüence de su trabajo. Cuando se actúa así, se es injusto con este noble oficio y se es injusto con uno mismo.
Centrándonos más en la propia ontología del oficio y sobre todo en la primera mitad del libro (en la segunda las reflexiones literarias decaen y dejan paso a las deportivas) Murakami hace hincapié en la concepción del acto de la escritura como una enfermedad en potencia que busca a un enfermo (el narrador) que la concrete. «Idéntico truco utilizo cuando escribo una novela larga: dejo de escribir en el preciso momento en que siento que podría seguir escribiendo. Si lo hago así, al día siguiente me resulta mucho más fácil reanudar la tarea». Recuperando un pensamiento ya centenario, escribir se concibe pues como una droga la cual puede acabar o relanzar al artista según los límites de saturación con los que se juegue. Sin embargo, para enfrentarse a esa actividad insana hay que estar muy sano y es ahí donde entra en acción el deporte. A ese delicioso veneno que es escribir sólo se le puede combatir con una gran forma física: esto nos lo da el ejercicio, correr en este caso.
Por otro lado, dicha pasión (si quiere crecer) debe ser alimentada por un arma de doble filo: la soledad; el escritor se ve obligado a convertirse durante un período extenso en un ser antisocial, puesto que su principal problema no es el dinero, sino el tiempo y la falta de concentración. Debe salir y entrar en la sociedad cuando lo necesite, puesto que sólo con ella y sin ella el novelista puede coger distanciamiento y rendir tributo después. Otro enfermo del oficio, Stephen King, ya lo dijo en su testamento teórico On Writing. «Hay que escribir para dentro y corregir para fuera». Dicho de otro modo y también por el mismo autor: «Cerrar la puerta de tu escritorio es la única manera de que los demás sepan que vas en serio y que no deben molestarte».
Afirma Murakami sobre el final del libro que su epitafio ideal sería «Al menos aguantó sin caminar hasta el final». Lo dice recordando una anécdota propia que le sucedió cuando fue a correr la originaria maratón a Grecia. Por lo visto un montón de artistas y famosos ya habían hecho lo mismo antes con el consiguiente reportaje fotográfico, pero de cara a la galería. Por lo visto es habitual correr unos cinco kilómetros en distintos puntos de la carrera, posar delante del objetivo y con ello ya se cumple. Cuando Murakami supo de esta práctica se indignó, obviamente. Nada más indigno para un fondista o un escritor que falsear la base. Por supuesto, el artista pasará la realidad por la pátina de la ficción, pero nunca la traicionará. No tiene sentido escribir un ensayo sobre el acto de correr si no has corrido. Aberrante también sería hablar de escribir sin haber escrito o de respirar sin haber respirado. Murakami corrió los 42 kilómetros y pico seguido del fotógrafo pero no para destacarse contra los que no acabaron, sino por puro homenaje a la experiencia, única fuente del arte, sea vital o libresca. Después de esto, el japonés ha continuado con su doble tarea, pues no se trata de correr una maratón sino de correr, del mismo modo que no se trata de escribir un libro, sino de escribir. Ya se dijo al principio que hablábamos de obreros, de narradores de fondo: no de velocistas.
1 comentario:
Descubrí la literatura de Murakami hace años en una gasolinera de la A-6. Mientras la esperaba me entretuve con el expositor giratorio y me encontré(ó) Tokio Blues. Después cayeron todos los demás, uno por uno. Por tanto, puedo decir que me gusta la obra de Murakami. Sin embargo, esta "De que hablo..." no me interesó cuando la vi en la librería. Me gusta el deporte y lo practico pero correr me parece soberanamente aburrido. Esta reseña, no obstante, me abre la posibilidad de pensar en la lectura de esa primera mitad de reflexión sobre la creación literaria.
Gracias.
(este es un excelente espacio, si puedo dar mi opinión)
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