Menos Cuarto, Palencia, 2009. 296 pp. 17 €
Ignacio Sanz
La memoria es el hilo conductor que vertebra este libro, una memoria que bebe en una época mágica: la de la infancia de su autora, Esperanza Ortega, conocida sobre todo como poeta.
El libro se lee como una novela. Pertenece la autora, nacida en 1953, a una familia de la pequeña burguesía palentina, una familia peculiar formada por un padre y una madre que han contraído nupcias por segunda vez. De modo que la muerte está presente en este relato, aunque ella de niña creía que solo se llevaba a los que vivían en el bajo y en el primer piso de su casa, que nunca alcanzaba a los del segundo piso. Hasta que se llevó a su padre cuando ella tenía 10 años. Esperanza era la pequeña de la casa, la más mimada, la que llegó descolgada, la que jugaba con la mayor de sus sobrinas. Apenas conserva recuerdo de los abuelos, pero ha tenido en el padre un referente inolvidable. No nos explica esa fascinación de un comerciante y empresario de cine por los libros. Una fascinación que trasladó a su hija cuando le regaló un libro que la dejó marcada para siempre: Flor de leyendas. No sólo Flor de leyendas es un gran libro, es que, además, se lo regaló su padre. Por cierto también el padre, don Teófilo Ortega, escribió alguno, aunque tras la guerra quedaran sepultados y se trató de borrar su rastro comprometido. La narradora nos recuerda a su padre sentado tarde tras tarde en su despacho, cuando subía del almacén, leyendo libros en silencio sentado en una silla en forma de herradura. No se le podía molestar, pero ella que lo admiraba, a veces abría la puerta y le sonreía. Esa estampa del padre enfrascado en la lectura, acaso hiciera lectora engatusada a su hija. Pero es una estampa, un recuerdo de los muchos que desfilan por estas páginas. Me ha impresionado la descripción que hace de una escena protagonizada por su hermano José y por ella, ya al final del libro, cuando la autora regresa a casa, tras una operación. Esperanza es trasladada en ambulancia y su hermano José, que hace las veces de padre, la coge en brazos y, como si su cuerpo fuera de delicado cristal, asciende los sucesivos tramos de escalera y la deposita en la cama en la que cuatro años antes había muerto su padre, en la habitación más luminosa, donde pasará los seis meses siguientes. A su hermano se le hinchan las venas.
Hay un recuerdo emocionado hacia las criadas que le contaban romances y canciones, como se los contaban también a Federico García Lorca en Fuente Vaqueros. Y mucho cariño hacia los profesores y los compañeros de instituto, donde se matricula, tras pasar por decepcionantes y tediosos colegios de monjas, tanto en Palencia como en Madrid.
Pero me temo que no estoy siendo fiel al libro que está perfectamente estructura en capítulos cuyos títulos resultan curiosos: la casa, la ropa, los alimentos, los libros, olores y ruidos, muñecos y muñecas, los colegios, las palabras, el cine, lo invisible, las escaleras.
El capítulo de lo invisible habla de Dios, de los ángeles, de los abuelos muertos, de la ilusión que trató de inculcarle su madre, del tiempo. La mirada de la autora es aquí una mirada marcadamente poética.
«Mi casa estaba llena de palabras hasta rebosar. Parecían legiones de hormigas, no dejaban de multiplicarse. Había una palabra para nombrar a cada cosa y si no encontrabas alguna que estabas buscando, preguntabas y enseguida te ofrecían en bandeja la más apropiada.»
Rascucia, zangolotina, a esgalla, estafermo, marión, mazacotes, arambol, coritas, cimbalillos... son algunas de las palabras que la autora relaciona con su aprendizaje en el seno de la familia.
Las cosas como eran es un regalo, un agudo ejercicio de memoria en el que a veces el lector, inevitablemente, se ve reflejado, porque como sabemos, más que hijos de unos padres, somos hijos de una época. Esperanza Ortega ha hecho un esfuerzo monumental para quitar el velo del olvido a su infancia y ofrecernos con toda nitidez un espejo emocional en el que reconocernos.
Ignacio Sanz
La memoria es el hilo conductor que vertebra este libro, una memoria que bebe en una época mágica: la de la infancia de su autora, Esperanza Ortega, conocida sobre todo como poeta.
El libro se lee como una novela. Pertenece la autora, nacida en 1953, a una familia de la pequeña burguesía palentina, una familia peculiar formada por un padre y una madre que han contraído nupcias por segunda vez. De modo que la muerte está presente en este relato, aunque ella de niña creía que solo se llevaba a los que vivían en el bajo y en el primer piso de su casa, que nunca alcanzaba a los del segundo piso. Hasta que se llevó a su padre cuando ella tenía 10 años. Esperanza era la pequeña de la casa, la más mimada, la que llegó descolgada, la que jugaba con la mayor de sus sobrinas. Apenas conserva recuerdo de los abuelos, pero ha tenido en el padre un referente inolvidable. No nos explica esa fascinación de un comerciante y empresario de cine por los libros. Una fascinación que trasladó a su hija cuando le regaló un libro que la dejó marcada para siempre: Flor de leyendas. No sólo Flor de leyendas es un gran libro, es que, además, se lo regaló su padre. Por cierto también el padre, don Teófilo Ortega, escribió alguno, aunque tras la guerra quedaran sepultados y se trató de borrar su rastro comprometido. La narradora nos recuerda a su padre sentado tarde tras tarde en su despacho, cuando subía del almacén, leyendo libros en silencio sentado en una silla en forma de herradura. No se le podía molestar, pero ella que lo admiraba, a veces abría la puerta y le sonreía. Esa estampa del padre enfrascado en la lectura, acaso hiciera lectora engatusada a su hija. Pero es una estampa, un recuerdo de los muchos que desfilan por estas páginas. Me ha impresionado la descripción que hace de una escena protagonizada por su hermano José y por ella, ya al final del libro, cuando la autora regresa a casa, tras una operación. Esperanza es trasladada en ambulancia y su hermano José, que hace las veces de padre, la coge en brazos y, como si su cuerpo fuera de delicado cristal, asciende los sucesivos tramos de escalera y la deposita en la cama en la que cuatro años antes había muerto su padre, en la habitación más luminosa, donde pasará los seis meses siguientes. A su hermano se le hinchan las venas.
Hay un recuerdo emocionado hacia las criadas que le contaban romances y canciones, como se los contaban también a Federico García Lorca en Fuente Vaqueros. Y mucho cariño hacia los profesores y los compañeros de instituto, donde se matricula, tras pasar por decepcionantes y tediosos colegios de monjas, tanto en Palencia como en Madrid.
Pero me temo que no estoy siendo fiel al libro que está perfectamente estructura en capítulos cuyos títulos resultan curiosos: la casa, la ropa, los alimentos, los libros, olores y ruidos, muñecos y muñecas, los colegios, las palabras, el cine, lo invisible, las escaleras.
El capítulo de lo invisible habla de Dios, de los ángeles, de los abuelos muertos, de la ilusión que trató de inculcarle su madre, del tiempo. La mirada de la autora es aquí una mirada marcadamente poética.
«Mi casa estaba llena de palabras hasta rebosar. Parecían legiones de hormigas, no dejaban de multiplicarse. Había una palabra para nombrar a cada cosa y si no encontrabas alguna que estabas buscando, preguntabas y enseguida te ofrecían en bandeja la más apropiada.»
Rascucia, zangolotina, a esgalla, estafermo, marión, mazacotes, arambol, coritas, cimbalillos... son algunas de las palabras que la autora relaciona con su aprendizaje en el seno de la familia.
Las cosas como eran es un regalo, un agudo ejercicio de memoria en el que a veces el lector, inevitablemente, se ve reflejado, porque como sabemos, más que hijos de unos padres, somos hijos de una época. Esperanza Ortega ha hecho un esfuerzo monumental para quitar el velo del olvido a su infancia y ofrecernos con toda nitidez un espejo emocional en el que reconocernos.
1 comentario:
Muy de acuerdo con esta crítica. Es un libro maravilloso.
Óscar
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