Trad. Enrique Bernárdez. Nórdica, Madrid, 2007. 350 pp. 20 €
Marta Sanz
Hay quien mantiene que los escritores no pueden dedicarse a la crítica porque tienden a justificar las obras sobre las que proyectan o creen reconocer sus vicios y virtudes literarios. En el extremo opuesto, otros consideran que sólo los escritores deberían dedicarse a las labores críticas ya que sólo ellos poseen la sensibilidad adecuada para captar las vicisitudes de la creación, los precipicios y los logros de la palabra escrita. Con libros como Arde el musgo gris esta polémica es estéril: el lector crítico entiende el verdadero significado del concepto de fascinación y el escritor crítico experimenta la punzada de la envidia. Al menos yo la he notado justo en medio del entrecejo: este es un libro que hubiera querido escribir. En su totalidad, en su concepción, en su intención, en cada una de sus páginas, en su ritmo, en sus colores y en sus opciones lingüísticas, una detrás de otra.
Sabemos muy poco de la literatura islandesa, pero Thor Vilhjálmsson es uno de sus autores más sobresalientes: por esta obra obtuvo el Premio de Literatura del Consejo Nórdico —el pequeño Nobel lo llaman— en 1988. En ella sumerge al lector en una naturaleza que no sé si podríamos llamar paisaje, porque parece ingobernable y sublime en cada recodo; a través de ella, desde ella, dentro de ella, sobre ella se empapa y transita un juez, Ásmundur, que viaja vadeando ríos y arroyos, remontando colinas, bordeando acantilados y playas, para indagar un caso de incesto y de infanticidio. El juez es el trasunto de un personaje muy popular en la cultura islandesa, Einar Benediktsson, poeta, juez y reformador progresista de un país que en el siglo XIX aún se regía por unas directrices que propiciaban modos de comportamiento, de producción y de relación casi medievales.
Crimen, sexo, incesto, infanticidio, suicidio, naturaleza, un personaje histórico que además es escritor... con esos ingredientes Thor –Enrique Bernárdez nos advierte de que en Islandia el único modo de llamar al otro es por medio de su nombre de pila— podría haber tramado un novela digestiva en su falta de relieve, en la satisfacción de las expectativas de un lector ávido de morbo, de cierta dosis de culturalismo y de tramas que desenredar: podría haber escrito una de esas novelas que subrayaron una determinada manera de entender la literatura, que aún pervive, y que de tanto éxito y prestigio, comercial y académico, gozaron en España en la década de los ochenta; sin embargo, Thor Vilhjálmsson busca otra forma de complicidad con los lectores: la que surge del riesgo, del forzamiento al límite de los cinco sentidos, de la percepción y de las habilidades intelectivas, la que se atreve a mirar el entorno a través de un lenguaje inaugural que nombra lo que está pero aún no ha sido desvelado. La novela de Vilhjálmsson no es poética porque se permeabilice a los rímur; ese modo de poesía complejísima que nace de los campesinos islandeses —quizá el rímur es la metáfora de la idiosincrasia de un pueblo definido por una inteligencia natural que puede ser devastadora, pero nunca simple—; la novela de Vilhjálmsson es poética porque propone un modo de acercarse al significado, quizá a la verdad, que desde la dispersión de los sentidos busca la síntesis en el proceso de lectura; cada imagen es de una intensidad punzante: hacía mucho tiempo que no leía escenas de sexo, las brutales, las tiernas y las exquisitas, en las que el lector llega a sentir su propio cuerpo, su morbilidad; imágenes y escenas, como una de las que abre el libro, “Matar a un ser humano”, de una fuerza moral y plástica que al principio parece suspender la comprensión de la globalidad, pero que después poco a poco adquiere su pleno sentido dentro de la lógica del relato. El significado se construye a base de sensaciones repetidas, de golpes, que van permitiendo atisbar el dibujo escondido dentro del trazado aparente como en esas láminas en que dos perfiles enfrentados ocultan la silueta de una copa o una bella muchacha camufla el espantoso rostro de la bruja del cuento... La lectura de este libro se convierte, por esta razón, por este misterio, en una experiencia única en el que se escuchan al unísono las voces de Vilhjálmsson y de Benediktsson, entrelazándose, permeabilizándose como el agua en la tierra, fantasmagóricas en sus superposiciones, educando el oído del lector que sabe escuchar.
Arde el musgo gris tampoco es una novela épica porque en ella se nombre a los personajes de las sagas; sus personajes son por sí solos lo suficientemente épicos, totales, en lo que tienen de único y en lo que comparten con el género humano: Solvéig Súsanna es una de esas mujeres de ficción difíciles de olvidar por su disposición simultánea para el amor y para la destrucción o el desapego, por su carnalidad y por un espíritu que denodadamente lucha por ser libre, una Medea que pare en un hoyo, tal vez en una de esas zorreras donde las crías del mamífero son envenenadas por la mano del hombre. La novela retrata un mundo que evoluciona con lentitud y en el que chocan la tradición y el progreso, los atavismos, el instinto y la civilización, lo animalesco y lo cultivado, la superstición y la racionalidad, el amor de un Dios primitivo y vengador o de un Dios compasivo y amante, la necesidad de amor y el frío, la soledad y los otros, la pusilanimidad, el miedo al cambio y la inquietud que asalta a cada ser humano cuando decide actuar, la contradicción entre el pastor y el juez, entre la clemencia y la necesidad de las correcciones, la contradicción en el corazón mismo de Ásmundur: cuando el juez imagina una edad de oro para Islandia, la fuerza de las cascadas encauzada en los parámetros de la cultura de Occidente, la tímida mujer del campesino reacciona: «Se me ponen los pelos de punta (...) Que nuestras benditas cascadas sean encadenadas. Qué será de la belleza que caldeaba nuestros corazones en medio de nuestros afanes. No está nada claro que la riqueza esté siempre acompañada de bendiciones. Si todo ha de medirse por su utilidad. Me pregunto si dejaremos de oler el bendito aroma de la hierba...» Y, entonces Ásmundur-Benediktsson-Vilhjálmsson siente que odia y ama a su pueblo, a su primario país de amores criminales, de tabúes, de extraña lucidez y de ignorancia, en la misma e inquietante proporción.
Marta Sanz
Hay quien mantiene que los escritores no pueden dedicarse a la crítica porque tienden a justificar las obras sobre las que proyectan o creen reconocer sus vicios y virtudes literarios. En el extremo opuesto, otros consideran que sólo los escritores deberían dedicarse a las labores críticas ya que sólo ellos poseen la sensibilidad adecuada para captar las vicisitudes de la creación, los precipicios y los logros de la palabra escrita. Con libros como Arde el musgo gris esta polémica es estéril: el lector crítico entiende el verdadero significado del concepto de fascinación y el escritor crítico experimenta la punzada de la envidia. Al menos yo la he notado justo en medio del entrecejo: este es un libro que hubiera querido escribir. En su totalidad, en su concepción, en su intención, en cada una de sus páginas, en su ritmo, en sus colores y en sus opciones lingüísticas, una detrás de otra.
Sabemos muy poco de la literatura islandesa, pero Thor Vilhjálmsson es uno de sus autores más sobresalientes: por esta obra obtuvo el Premio de Literatura del Consejo Nórdico —el pequeño Nobel lo llaman— en 1988. En ella sumerge al lector en una naturaleza que no sé si podríamos llamar paisaje, porque parece ingobernable y sublime en cada recodo; a través de ella, desde ella, dentro de ella, sobre ella se empapa y transita un juez, Ásmundur, que viaja vadeando ríos y arroyos, remontando colinas, bordeando acantilados y playas, para indagar un caso de incesto y de infanticidio. El juez es el trasunto de un personaje muy popular en la cultura islandesa, Einar Benediktsson, poeta, juez y reformador progresista de un país que en el siglo XIX aún se regía por unas directrices que propiciaban modos de comportamiento, de producción y de relación casi medievales.
Crimen, sexo, incesto, infanticidio, suicidio, naturaleza, un personaje histórico que además es escritor... con esos ingredientes Thor –Enrique Bernárdez nos advierte de que en Islandia el único modo de llamar al otro es por medio de su nombre de pila— podría haber tramado un novela digestiva en su falta de relieve, en la satisfacción de las expectativas de un lector ávido de morbo, de cierta dosis de culturalismo y de tramas que desenredar: podría haber escrito una de esas novelas que subrayaron una determinada manera de entender la literatura, que aún pervive, y que de tanto éxito y prestigio, comercial y académico, gozaron en España en la década de los ochenta; sin embargo, Thor Vilhjálmsson busca otra forma de complicidad con los lectores: la que surge del riesgo, del forzamiento al límite de los cinco sentidos, de la percepción y de las habilidades intelectivas, la que se atreve a mirar el entorno a través de un lenguaje inaugural que nombra lo que está pero aún no ha sido desvelado. La novela de Vilhjálmsson no es poética porque se permeabilice a los rímur; ese modo de poesía complejísima que nace de los campesinos islandeses —quizá el rímur es la metáfora de la idiosincrasia de un pueblo definido por una inteligencia natural que puede ser devastadora, pero nunca simple—; la novela de Vilhjálmsson es poética porque propone un modo de acercarse al significado, quizá a la verdad, que desde la dispersión de los sentidos busca la síntesis en el proceso de lectura; cada imagen es de una intensidad punzante: hacía mucho tiempo que no leía escenas de sexo, las brutales, las tiernas y las exquisitas, en las que el lector llega a sentir su propio cuerpo, su morbilidad; imágenes y escenas, como una de las que abre el libro, “Matar a un ser humano”, de una fuerza moral y plástica que al principio parece suspender la comprensión de la globalidad, pero que después poco a poco adquiere su pleno sentido dentro de la lógica del relato. El significado se construye a base de sensaciones repetidas, de golpes, que van permitiendo atisbar el dibujo escondido dentro del trazado aparente como en esas láminas en que dos perfiles enfrentados ocultan la silueta de una copa o una bella muchacha camufla el espantoso rostro de la bruja del cuento... La lectura de este libro se convierte, por esta razón, por este misterio, en una experiencia única en el que se escuchan al unísono las voces de Vilhjálmsson y de Benediktsson, entrelazándose, permeabilizándose como el agua en la tierra, fantasmagóricas en sus superposiciones, educando el oído del lector que sabe escuchar.
Arde el musgo gris tampoco es una novela épica porque en ella se nombre a los personajes de las sagas; sus personajes son por sí solos lo suficientemente épicos, totales, en lo que tienen de único y en lo que comparten con el género humano: Solvéig Súsanna es una de esas mujeres de ficción difíciles de olvidar por su disposición simultánea para el amor y para la destrucción o el desapego, por su carnalidad y por un espíritu que denodadamente lucha por ser libre, una Medea que pare en un hoyo, tal vez en una de esas zorreras donde las crías del mamífero son envenenadas por la mano del hombre. La novela retrata un mundo que evoluciona con lentitud y en el que chocan la tradición y el progreso, los atavismos, el instinto y la civilización, lo animalesco y lo cultivado, la superstición y la racionalidad, el amor de un Dios primitivo y vengador o de un Dios compasivo y amante, la necesidad de amor y el frío, la soledad y los otros, la pusilanimidad, el miedo al cambio y la inquietud que asalta a cada ser humano cuando decide actuar, la contradicción entre el pastor y el juez, entre la clemencia y la necesidad de las correcciones, la contradicción en el corazón mismo de Ásmundur: cuando el juez imagina una edad de oro para Islandia, la fuerza de las cascadas encauzada en los parámetros de la cultura de Occidente, la tímida mujer del campesino reacciona: «Se me ponen los pelos de punta (...) Que nuestras benditas cascadas sean encadenadas. Qué será de la belleza que caldeaba nuestros corazones en medio de nuestros afanes. No está nada claro que la riqueza esté siempre acompañada de bendiciones. Si todo ha de medirse por su utilidad. Me pregunto si dejaremos de oler el bendito aroma de la hierba...» Y, entonces Ásmundur-Benediktsson-Vilhjálmsson siente que odia y ama a su pueblo, a su primario país de amores criminales, de tabúes, de extraña lucidez y de ignorancia, en la misma e inquietante proporción.
3 comentarios:
Me uno al entusiasmo de Marta. "Arde el musgo gris" es un libro hipnótico, riquísimo, estimulante... Tan mágico y extraño como el paisaje que describe continuamente.
Por qué le estoy cogiendo tanta manía a la literatura mira qué bien escribo es algo que no sé responder todavía. No pude con esta novela.
He leído el libro 2 veces, creo que es necesario. Se disfruta nuevamente de las maravillosas descripciones. La traducción de Enrique Bernárdez es espectacular, no se si hubiera sido la misma experiencia traducido por otra persona.
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