Trad. Cecilia Filipetto. Acantilado, Barcelona, 2007. 204 pp. 16 €
Julián Díez
La obra de James Thurber no es muy conocida para el lector español de hoy, pese a que tenga incontables ejemplos de la forma de humor americano de la que es un elemento seminal. La observación de lo cotidiano de Thurber, su capacidad para construir escenas jocosas simplemente con una descripción minuciosa de hechos reales a los que se aporta un sutil giro hacia el absurdo, es el pilar sobre el que se construye hoy la stand up comedy, los monólogos que tienen su santo patrono en Jerry Seinfeld. Y tiene también excelsos seguidores en el cine, empezando por Woody Allen, o en la literatura, incluso en algunos trabajos —de corte, eso sí, más sofisticado— de John Updike, John Cheever o Philip Roth.
Por esa conexión directa con su entorno, seguramente, es por lo que la obra de Thurber no ha sido demasiado traducida, en particular en los últimos años. Incluso en este volumen o el anterior ofrecido por Acantilado, La vida secreta de Walter Mitty, hay relatos que tienen manifiesta conexión con el contexto del autor, la sofisticada vida neoyorquina de mediados del siglo XX. Y ello pese a que se trata de selecciones de textos, no de alguna de las innumerables antologías de relatos originales del autor, que seguramente tendrán un componente mayoritario de ese tipo de historias coyunturales. El maestro Miguel Delibes explicaba recientemente cómo había llegado a lo universal a través de lo local castellano, pero teniendo presente la necesidad de esquivar lo anecdótico por ser lo más apegado a la circunstancia concreta. El humor de Thurber es, en esencia, una disección de lo anecdótico, lo que impone en ocasiones esa limitación localista.
Por todo esto es especialmente de agradecer la (como siempre) cuidada edición de Acantilado, y en particular la traducción de Celia Filipetto, que fluye a través de los juegos de palabras del autor sin la necesidad de recursos como las notas a pie de página.
En los cuentos de esta selección destacan varios temas más genéricos, que revisando algo de información sobre el autor parecen característicos del conjunto de su obra. Por un lado, los retratos costumbristas de pareja, bastante demoledores; inolvidable “El señor Preble se deshace de su mujer”, en el que el protagonista manifiesta a su esposa su idea de matarla, y se enreda con ella en una discusión por la inutilidad de sus métodos. Baste la última frase: el hombre se va a buscar una pala para liquidarla y enterrarla en el sótano, pero se deja la puerta del sótano abierta. “¿Dónde has nacido… en una tienda de campaña?”, le grita la inefable gruñona cuando se marcha.
El retrato de la realidad estadounidense, de tipos y tópicos, es otro de los puntos fuertes de la antología. El entrañable retrato de la tía Ida, una muy característica anciana bizarra americana, o el del buscavidas Doc Marlowe destacan en este apartado. Finalmente, Thurber bromea —de manera bastante contundente en ocasiones— sobre modas y modos de su entorno, algunos supervivientes hasta hoy: resulta especialmente curioso ver cómo la parodia de un libro de autoayuda que hace Thurber podría trasladarse casi al milímetro a comentar los estantes de nuestras librerías. También es más que llamativa la forma en que Thurber baja a tierra las genialidades surrealistas de la autobiografía de Dalí, o una extraña mixtura entre Macbeth y las novelas de Agatha Christie. En ciertas ocasiones, lo muy coyuntural y local sí da pie a un texto memorable, caso de “Cómo ver una mala obra de teatro”, que por cierto contiene los únicos ejemplos del volumen de la otra faceta más conocida de su autor, la de caricaturista.
Personalmente —y es algo totalmente fruto de condicionantes propios; concretamente, de mi miopía—, mi relato preferido del volumen sería “El almirante al timón”, un curioso hito, en el que Thurber emplea sus limitaciones visuales para crear a su alrededor un singular entorno fantasmagórico, fruto de la plasmación literal de las imágenes que cualquier persona con problemas en la vista puede adivinar cuando pasea sin gafas. Una obviedad así contado, pero una idea que jamás había visto convertida en una obra literaria, cosa que Thurber hace con rica imaginería.
Julián Díez
La obra de James Thurber no es muy conocida para el lector español de hoy, pese a que tenga incontables ejemplos de la forma de humor americano de la que es un elemento seminal. La observación de lo cotidiano de Thurber, su capacidad para construir escenas jocosas simplemente con una descripción minuciosa de hechos reales a los que se aporta un sutil giro hacia el absurdo, es el pilar sobre el que se construye hoy la stand up comedy, los monólogos que tienen su santo patrono en Jerry Seinfeld. Y tiene también excelsos seguidores en el cine, empezando por Woody Allen, o en la literatura, incluso en algunos trabajos —de corte, eso sí, más sofisticado— de John Updike, John Cheever o Philip Roth.
Por esa conexión directa con su entorno, seguramente, es por lo que la obra de Thurber no ha sido demasiado traducida, en particular en los últimos años. Incluso en este volumen o el anterior ofrecido por Acantilado, La vida secreta de Walter Mitty, hay relatos que tienen manifiesta conexión con el contexto del autor, la sofisticada vida neoyorquina de mediados del siglo XX. Y ello pese a que se trata de selecciones de textos, no de alguna de las innumerables antologías de relatos originales del autor, que seguramente tendrán un componente mayoritario de ese tipo de historias coyunturales. El maestro Miguel Delibes explicaba recientemente cómo había llegado a lo universal a través de lo local castellano, pero teniendo presente la necesidad de esquivar lo anecdótico por ser lo más apegado a la circunstancia concreta. El humor de Thurber es, en esencia, una disección de lo anecdótico, lo que impone en ocasiones esa limitación localista.
Por todo esto es especialmente de agradecer la (como siempre) cuidada edición de Acantilado, y en particular la traducción de Celia Filipetto, que fluye a través de los juegos de palabras del autor sin la necesidad de recursos como las notas a pie de página.
En los cuentos de esta selección destacan varios temas más genéricos, que revisando algo de información sobre el autor parecen característicos del conjunto de su obra. Por un lado, los retratos costumbristas de pareja, bastante demoledores; inolvidable “El señor Preble se deshace de su mujer”, en el que el protagonista manifiesta a su esposa su idea de matarla, y se enreda con ella en una discusión por la inutilidad de sus métodos. Baste la última frase: el hombre se va a buscar una pala para liquidarla y enterrarla en el sótano, pero se deja la puerta del sótano abierta. “¿Dónde has nacido… en una tienda de campaña?”, le grita la inefable gruñona cuando se marcha.
El retrato de la realidad estadounidense, de tipos y tópicos, es otro de los puntos fuertes de la antología. El entrañable retrato de la tía Ida, una muy característica anciana bizarra americana, o el del buscavidas Doc Marlowe destacan en este apartado. Finalmente, Thurber bromea —de manera bastante contundente en ocasiones— sobre modas y modos de su entorno, algunos supervivientes hasta hoy: resulta especialmente curioso ver cómo la parodia de un libro de autoayuda que hace Thurber podría trasladarse casi al milímetro a comentar los estantes de nuestras librerías. También es más que llamativa la forma en que Thurber baja a tierra las genialidades surrealistas de la autobiografía de Dalí, o una extraña mixtura entre Macbeth y las novelas de Agatha Christie. En ciertas ocasiones, lo muy coyuntural y local sí da pie a un texto memorable, caso de “Cómo ver una mala obra de teatro”, que por cierto contiene los únicos ejemplos del volumen de la otra faceta más conocida de su autor, la de caricaturista.
Personalmente —y es algo totalmente fruto de condicionantes propios; concretamente, de mi miopía—, mi relato preferido del volumen sería “El almirante al timón”, un curioso hito, en el que Thurber emplea sus limitaciones visuales para crear a su alrededor un singular entorno fantasmagórico, fruto de la plasmación literal de las imágenes que cualquier persona con problemas en la vista puede adivinar cuando pasea sin gafas. Una obviedad así contado, pero una idea que jamás había visto convertida en una obra literaria, cosa que Thurber hace con rica imaginería.
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