Mentiría, de entrada, si omitiera que soy un devoto de la obra, de toda la obra de Leonardo Sciascia. Si por mí fuera, la pondría como lectura obligatoria en escuelas, universidades, empresas públicas y privadas, partidos políticos. Y no porque tenga mucha fe en la eficacia de las lecturas obligatorias, pero sí me consuela pensar que algo queda, que menos es nada. Una cucharada de Sciascia en el desayuno, abrir la ventana para que sople un poco de Sciascia, un segundo de Sciascia en la parrilla televisiva, tendrían en nuestra sociedad insospechados efectos benéficos.
De entre los libros de no ficción de su bibliografía, acaso mi favorito sea este Negro sobre negro. Lo he releído varias veces en mi vieja edición de Bruguera, de 1984, y vuelvo a hacerlo ahora en esta otra, elegante y cuidada, de Global Rythm. Siempre que abro estas páginas –y no dejo de asombrarme por ello– descubro infinidad de nuevas revelaciones, como si el libro siguiera creciéndose y enriqueciéndose cada año. Y sé que es algo más que una sugestión: las ideas que el autor siciliano moviliza no sólo mantienen su vigencia, sino que toman la forma, se adaptan de un modo asombroso a los nuevos tiempos, en parte porque son producto de una lucidez muy sólida, en parte porque el mundo tiene la costumbre de recaer en errores y miserias sospechosamente similares.
Planteado como una suerte de dietario, Sciascia trabajó en este proyecto durante diez agitados años, de 1969 a 1979. Sobrino nieto de la Ilustración, laico, voltaireano, montaigneano confeso, el racalmutense proyecta la misma mirada inciso-cortante en su infatigable peregrinaje de la actualidad al pasado, con el objeto de que una y otro se iluminen mutuamente, que se froten como piedras hasta que la fricción produzca una chispa razonable, un destello que logre conjurar la estupidez.
En esta colección de notas breves hay, para empezar, una prosa limpia, clara y pulida, algo inalterable en sus mejores novelas –Todo modo, El archivo de Egipto– que también reconocemos aquí, ajustada al formato con maestría intachable. Hay también mucha y muy buena lectura, de Pirandello a Borges pasando por Brancati, Stendhal, Kundera, Shakespeare o Pasolini. En ninguno de estos casos, sin embargo, se les trata como venerables ídolos de mármol, sino como sutiles instrumentos ópticos dirigidos a descubrir nuevos perfiles de la realidad.
Otro de los alicientes de estas páginas son esos enigmas históricos que Sciascia recoge en libros como La desaparición de Majorana, De la parte de los infieles o Los apuñaladores, y que ahora aborda más telegráficamente, pero aplicando idénticas mañas deductivas. Asimismo, encontramos entre reflexiones sobre la sicilianidad –esa marca genética que el escritor intentó descifrar toda su vida–, temores acerca del destino del patrimonio histórico y críticas al circo de la intelectualidad, recuerdos y aforismos, inquisiciones demoledoras en materia política, consejos implícitos para leer mejor los periódicos, vacunas contra las manipulaciones a las que estamos expuestos a diario.
Las últimas páginas del libro son un anticipo de su polémico volumen El caso Aldo Moro, una reflexión sobre el dramático secuestro y asesinato del líder democristiano a manos de las Brigadas Rojas. Y tal vez sea en estos textos donde mejor se percibe lo que apuntábamos arriba: siendo un hombre puro de su tiempo, fieramente siciliano -por más afrancesado que se nos presente-, Sciascia hace siempre gala de una visión de largo alcance y de una conciencia universal, que le valieron por cierto una curiosa mala fama de agorero. Qué grandes observaciones habría aportado, me pregunto, de haber vivido en los tiempos del 11-M, Berlusconi, Litvinenko y las pateras del Estrecho de Gibraltar.
“Hoy en día”, escribía, “la estupidez y el fanatismo son inseparables, ya que no se diferencian: no hay fanático que no sea estúpido y no hay estúpido que no sea fanático”. No se puede fechar mejor este aserto: lo dicho, hoy en día.
De entre los libros de no ficción de su bibliografía, acaso mi favorito sea este Negro sobre negro. Lo he releído varias veces en mi vieja edición de Bruguera, de 1984, y vuelvo a hacerlo ahora en esta otra, elegante y cuidada, de Global Rythm. Siempre que abro estas páginas –y no dejo de asombrarme por ello– descubro infinidad de nuevas revelaciones, como si el libro siguiera creciéndose y enriqueciéndose cada año. Y sé que es algo más que una sugestión: las ideas que el autor siciliano moviliza no sólo mantienen su vigencia, sino que toman la forma, se adaptan de un modo asombroso a los nuevos tiempos, en parte porque son producto de una lucidez muy sólida, en parte porque el mundo tiene la costumbre de recaer en errores y miserias sospechosamente similares.
Planteado como una suerte de dietario, Sciascia trabajó en este proyecto durante diez agitados años, de 1969 a 1979. Sobrino nieto de la Ilustración, laico, voltaireano, montaigneano confeso, el racalmutense proyecta la misma mirada inciso-cortante en su infatigable peregrinaje de la actualidad al pasado, con el objeto de que una y otro se iluminen mutuamente, que se froten como piedras hasta que la fricción produzca una chispa razonable, un destello que logre conjurar la estupidez.
En esta colección de notas breves hay, para empezar, una prosa limpia, clara y pulida, algo inalterable en sus mejores novelas –Todo modo, El archivo de Egipto– que también reconocemos aquí, ajustada al formato con maestría intachable. Hay también mucha y muy buena lectura, de Pirandello a Borges pasando por Brancati, Stendhal, Kundera, Shakespeare o Pasolini. En ninguno de estos casos, sin embargo, se les trata como venerables ídolos de mármol, sino como sutiles instrumentos ópticos dirigidos a descubrir nuevos perfiles de la realidad.
Otro de los alicientes de estas páginas son esos enigmas históricos que Sciascia recoge en libros como La desaparición de Majorana, De la parte de los infieles o Los apuñaladores, y que ahora aborda más telegráficamente, pero aplicando idénticas mañas deductivas. Asimismo, encontramos entre reflexiones sobre la sicilianidad –esa marca genética que el escritor intentó descifrar toda su vida–, temores acerca del destino del patrimonio histórico y críticas al circo de la intelectualidad, recuerdos y aforismos, inquisiciones demoledoras en materia política, consejos implícitos para leer mejor los periódicos, vacunas contra las manipulaciones a las que estamos expuestos a diario.
Las últimas páginas del libro son un anticipo de su polémico volumen El caso Aldo Moro, una reflexión sobre el dramático secuestro y asesinato del líder democristiano a manos de las Brigadas Rojas. Y tal vez sea en estos textos donde mejor se percibe lo que apuntábamos arriba: siendo un hombre puro de su tiempo, fieramente siciliano -por más afrancesado que se nos presente-, Sciascia hace siempre gala de una visión de largo alcance y de una conciencia universal, que le valieron por cierto una curiosa mala fama de agorero. Qué grandes observaciones habría aportado, me pregunto, de haber vivido en los tiempos del 11-M, Berlusconi, Litvinenko y las pateras del Estrecho de Gibraltar.
“Hoy en día”, escribía, “la estupidez y el fanatismo son inseparables, ya que no se diferencian: no hay fanático que no sea estúpido y no hay estúpido que no sea fanático”. No se puede fechar mejor este aserto: lo dicho, hoy en día.
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