Prólogo de Gabriel García Márquez. Trad. Damián Alou Ramis. Lumen, Barcelona, 2007. 596 pp. 24,90 €
Enrique Planas
¿Cuál es la razón por la que Al y Max, los dos hampones que entran a la cafetería Henry's escondiendo sus rifles de cañón corto bajo los sacos, quieren matar al sueco Ole Andreson? Y más aún, ¿por qué cuando el joven Nick Adams llega al hotel donde se hospeda para alertar al sueco se encuentra con un hombre resignado a su fatal suerte, que ni siquiera intentará escapar de su condena? Estas son dos preguntas que quedan flotando como el polvo en un día seco y caluroso después de leer “Los asesinos”, considerado uno de los cuentos más enigmáticos y fascinantes de Ernest Hemingway, y utilizado por casi todos los que hemos llevado un taller de creación literaria. En este relato, brilla esa técnica narrativa conocida como el dato escondido, el acto de narrar por omisión, de darle sentido al silencio, de expresar más con lo que se calla que con lo que se dice. Pocos como el autor de Fiesta para ofrecer historias donde el signo de interrogación se engancha del cuello del lector, y este, obligado a afinar su imaginación o su desconfianza en las personas, debe llenar los vacíos, completar el 90% de ese iceberg que el escritor, con su deliberada economía de palabras, solo nos muestra lo que asoma en la superficie del agua.
En Cuentos, la recopilación hecha por el propio Hemingway en 1938 (conocida como los cuarenta y nueve primeros cuentos) que editorial Lumen lanza en una espléndida edición, se hace evidente, sin embargo, que Hemingway no sólo nos seduce por oscurecer deliberadamente los rincones de sus tramas. En “La breve vida feliz de Francis Macomber”, por ejemplo, la historia de una pareja de millonarios que contratan a Robert Wilson para que los guíe en un safari y los apoye en su empresa de matar a un espléndido león, no se escamotea la información de la historia (es más, la versatilidad del narrador para colocarse en los más diversos y a veces caprichosos puntos de vista nos ofrecen una perspectiva del relato tan amplia como es el primitivo paisaje de la sabana africana), sino que son los mismos personajes los que se revelan incapaces de mostrarse sinceros, permanentemente calculadores, en permanente confrontación por el poder. Un trío de personajes tan complejos como primarios en sus pulsiones en cuyo juego de roles ninguno muestra sus cartas. Siempre solos, brutales, individualistas. ¿Cuál es el origen del miedo de Macomber? ¿Desde cuándo su mujer le ha perdido el respeto? ¿Cómo resolverán su descarado deseo el cazador y la mujer de su cliente? Son respuestas que nunca obtendremos, y que no vale la pena resolver.
Enrique Planas
¿Cuál es la razón por la que Al y Max, los dos hampones que entran a la cafetería Henry's escondiendo sus rifles de cañón corto bajo los sacos, quieren matar al sueco Ole Andreson? Y más aún, ¿por qué cuando el joven Nick Adams llega al hotel donde se hospeda para alertar al sueco se encuentra con un hombre resignado a su fatal suerte, que ni siquiera intentará escapar de su condena? Estas son dos preguntas que quedan flotando como el polvo en un día seco y caluroso después de leer “Los asesinos”, considerado uno de los cuentos más enigmáticos y fascinantes de Ernest Hemingway, y utilizado por casi todos los que hemos llevado un taller de creación literaria. En este relato, brilla esa técnica narrativa conocida como el dato escondido, el acto de narrar por omisión, de darle sentido al silencio, de expresar más con lo que se calla que con lo que se dice. Pocos como el autor de Fiesta para ofrecer historias donde el signo de interrogación se engancha del cuello del lector, y este, obligado a afinar su imaginación o su desconfianza en las personas, debe llenar los vacíos, completar el 90% de ese iceberg que el escritor, con su deliberada economía de palabras, solo nos muestra lo que asoma en la superficie del agua.
En Cuentos, la recopilación hecha por el propio Hemingway en 1938 (conocida como los cuarenta y nueve primeros cuentos) que editorial Lumen lanza en una espléndida edición, se hace evidente, sin embargo, que Hemingway no sólo nos seduce por oscurecer deliberadamente los rincones de sus tramas. En “La breve vida feliz de Francis Macomber”, por ejemplo, la historia de una pareja de millonarios que contratan a Robert Wilson para que los guíe en un safari y los apoye en su empresa de matar a un espléndido león, no se escamotea la información de la historia (es más, la versatilidad del narrador para colocarse en los más diversos y a veces caprichosos puntos de vista nos ofrecen una perspectiva del relato tan amplia como es el primitivo paisaje de la sabana africana), sino que son los mismos personajes los que se revelan incapaces de mostrarse sinceros, permanentemente calculadores, en permanente confrontación por el poder. Un trío de personajes tan complejos como primarios en sus pulsiones en cuyo juego de roles ninguno muestra sus cartas. Siempre solos, brutales, individualistas. ¿Cuál es el origen del miedo de Macomber? ¿Desde cuándo su mujer le ha perdido el respeto? ¿Cómo resolverán su descarado deseo el cazador y la mujer de su cliente? Son respuestas que nunca obtendremos, y que no vale la pena resolver.
Nos fascinan los cuentos de Hemingway por el vacío que nos proponen, por ese enorme precipicio que se abre ante nosotros y al que no nos podemos resistir la tentación de mirar un fondo nunca nítido. La tentación del abismo, digamos para sonar dramáticos. ¿Es que un lector puede pedir algo mejor?
No hay comentarios:
Publicar un comentario