Trad: Ana Duque e Isabel Galera. Desnivel, Madrid, 2007. 384 pp. 24 €
Alberto Luque Cortina
El 3 de junio de 1950 Maurice Herzog y Louis Lachenal se convirtieron, con permiso de Mallory, en los primeros hombres en coronar un ochomil al hollar la cima del Annapurna, de 8.091 metros de altura, en Nepal. La ascensión de Herzog, y su no menos mítico descenso, culminaba los esfuerzos de un grupo creciente de montañeros –y de gobiernos–, en su mayoría europeos, que desde el primer cuarto del siglo XX habían puesto sus ojos en los catorce ochomiles del planeta, todos ellos en las cordilleras del Himalaya y del Karakorum. Esta carrera, comparable a la conquista de los polos, alcanzaría un nuevo clímax mediático con la ascensión en 1953 del Everest (8.848 m) por el neozelandés Edmund Hillary y el sherpa Tenzing Norgay.
La “conquista” de las cumbres asiáticas dio lugar a una nueva generación de alpinistas, o más exactamente himalayistas, entre los que se encuentra el austriaco Kurt Diemberger (1932), quien tiene el privilegio de haber realizado las primeras ascensiones del Broad Peak (8.047 m) en 1957 y del Dhaulagiri (8.167 m) en 1960. Aunque estos dos hitos históricos le sitúan en el olimpo de la alta montaña, su figura siempre ha estado a la sombra de los grandes nombres como Maurice Herzog, Walter Bonatti, Hermann Buhl o Reinhold Messner, etc. De alguna manera Diemberger fue el secundario de lujo de la «revolución himalayista», uno de los grandes de la historia del montañismo pero sin el carisma mediático de los anteriores.
Muchas cosas han cambiado desde que Buhl y Diemberger hicieran cima en el Broad Peak, hace ahora cincuenta años: los avances tecnológicos han atraído hasta esos lugares a numerosos diletantes con gruesas cuentas bancarias; al mismo tiempo, los escaladores de raza han radicalizado su forma de enfrentarse a las altas cumbres, rechazando el uso indiscriminado de oxígeno y porteadores. También ha cambiado la mentalidad de muchos alpinistas que plantean sus expediciones de modo que resulten atractivas a posibles patrocinadores bajo la fórmula del «más alto, más rápido, más peligroso, más dramático». Este hecho no puede soslayarse: el mundo de la montaña está rodeado por la mística de la épica, del sacrificio, la superación personal, y también, de la tragedia. Las montañas se cuentan por sus metros y sus muertos. Es significativo que el último gran éxito de la última década haya sido Mal de altura (Ediciones B, 2001), de John Krakauer, que narra la fatídica expedición «comercial» al Everest de 1996, en la que cinco montañeros perdieron la vida. El propio Diemberger fue el protagonista involuntario de la tragedia del K2, en 1986, cuando cinco montañeros murieron en esa montaña mágica y terrible. En un doloroso intento de purificación escribió K2. El nudo infinito (Desnivel, 2004), donde cuenta aquellos terribles hechos.
Ahora, muchos años después, Diemberger regresa con El séptimo sentido, un libro lleno de vida y de recuerdos que se acerca más a su autobiografía Entre cero y ocho mil metros (Desnivel, 1995) que a K2. El nudo infinito, por su carácter retrospectivo y el tono vitalista de la obra. A través de veintiún capítulos Diemberger repasa sus vivencias como montañero y escalador. Están, claro, las grandes cumbres himaláyicas y algunos episodios bien conocidos, como la muerte de Hermann Buhl en el Chogolisa (7.654 m) y algunas referencias al desastre del K2, pero también otros hechos más amables, como sus primeras experiencias senderistas, su aprendizaje alpino o la ascensión a algunas cimas «menores». Estas otras experiencias no pasarán a los anales de la escalada, pero ¿son realmente «menores»? El autor se empeña en demostrar lo contrario. De alguna manera El séptimo sentido podría resumirse en los versos de Schiller que Diemberger cita oportunamente: «Lo que te puede ofrecer un solo instante / no hay eternidad que te lo devuelva». Estas palabras encierran una interesante propuesta de vida: disfruta del momento y llévalo hasta el final, ya sea en el Tíbet o en Pirineos. Afortunadamente, las emociones carecen de un altímetro que las clasifique; las cifras, después de todo, sólo dan información pero no reportan placer (salvo en el caso de las mencionadas cuentas bancarias).
Este libro narra algunos de esos momentos inolvidables para el autor, a veces sobrecogedores, otros sencillos y aparentemente intrascendentes, como una excursión por el campo. Es precisamente en la descripción de esos episodios «menores» donde se encuentran los pasajes más atractivos y esclarecedores. Quizá la prosa de Diemberger carezca de la eficacia narrativa de Krakauer, de la vivacidad de Joe Simpson, o del magnetismo místico de Messner, pero hay en su escritura a veces un tanto desmadejada un poso de honestidad y de verdad sencilla que la engrandece. Para Diemberger, el séptimo sentido en la alta montaña es aquél que se impone a los otros seis en los momentos decisivos, el sentido que llama a seguir adelante cuando todo te dice «regresa». Posiblemente existan otras metáforas más brillantes de la vida, pero a mí me gusta esta, la que se construye a través de pequeños y en apariencia insignificantes, mas poderosos en su trascendencia, destellos de voluntad.
Alberto Luque Cortina
El 3 de junio de 1950 Maurice Herzog y Louis Lachenal se convirtieron, con permiso de Mallory, en los primeros hombres en coronar un ochomil al hollar la cima del Annapurna, de 8.091 metros de altura, en Nepal. La ascensión de Herzog, y su no menos mítico descenso, culminaba los esfuerzos de un grupo creciente de montañeros –y de gobiernos–, en su mayoría europeos, que desde el primer cuarto del siglo XX habían puesto sus ojos en los catorce ochomiles del planeta, todos ellos en las cordilleras del Himalaya y del Karakorum. Esta carrera, comparable a la conquista de los polos, alcanzaría un nuevo clímax mediático con la ascensión en 1953 del Everest (8.848 m) por el neozelandés Edmund Hillary y el sherpa Tenzing Norgay.
La “conquista” de las cumbres asiáticas dio lugar a una nueva generación de alpinistas, o más exactamente himalayistas, entre los que se encuentra el austriaco Kurt Diemberger (1932), quien tiene el privilegio de haber realizado las primeras ascensiones del Broad Peak (8.047 m) en 1957 y del Dhaulagiri (8.167 m) en 1960. Aunque estos dos hitos históricos le sitúan en el olimpo de la alta montaña, su figura siempre ha estado a la sombra de los grandes nombres como Maurice Herzog, Walter Bonatti, Hermann Buhl o Reinhold Messner, etc. De alguna manera Diemberger fue el secundario de lujo de la «revolución himalayista», uno de los grandes de la historia del montañismo pero sin el carisma mediático de los anteriores.
Muchas cosas han cambiado desde que Buhl y Diemberger hicieran cima en el Broad Peak, hace ahora cincuenta años: los avances tecnológicos han atraído hasta esos lugares a numerosos diletantes con gruesas cuentas bancarias; al mismo tiempo, los escaladores de raza han radicalizado su forma de enfrentarse a las altas cumbres, rechazando el uso indiscriminado de oxígeno y porteadores. También ha cambiado la mentalidad de muchos alpinistas que plantean sus expediciones de modo que resulten atractivas a posibles patrocinadores bajo la fórmula del «más alto, más rápido, más peligroso, más dramático». Este hecho no puede soslayarse: el mundo de la montaña está rodeado por la mística de la épica, del sacrificio, la superación personal, y también, de la tragedia. Las montañas se cuentan por sus metros y sus muertos. Es significativo que el último gran éxito de la última década haya sido Mal de altura (Ediciones B, 2001), de John Krakauer, que narra la fatídica expedición «comercial» al Everest de 1996, en la que cinco montañeros perdieron la vida. El propio Diemberger fue el protagonista involuntario de la tragedia del K2, en 1986, cuando cinco montañeros murieron en esa montaña mágica y terrible. En un doloroso intento de purificación escribió K2. El nudo infinito (Desnivel, 2004), donde cuenta aquellos terribles hechos.
Ahora, muchos años después, Diemberger regresa con El séptimo sentido, un libro lleno de vida y de recuerdos que se acerca más a su autobiografía Entre cero y ocho mil metros (Desnivel, 1995) que a K2. El nudo infinito, por su carácter retrospectivo y el tono vitalista de la obra. A través de veintiún capítulos Diemberger repasa sus vivencias como montañero y escalador. Están, claro, las grandes cumbres himaláyicas y algunos episodios bien conocidos, como la muerte de Hermann Buhl en el Chogolisa (7.654 m) y algunas referencias al desastre del K2, pero también otros hechos más amables, como sus primeras experiencias senderistas, su aprendizaje alpino o la ascensión a algunas cimas «menores». Estas otras experiencias no pasarán a los anales de la escalada, pero ¿son realmente «menores»? El autor se empeña en demostrar lo contrario. De alguna manera El séptimo sentido podría resumirse en los versos de Schiller que Diemberger cita oportunamente: «Lo que te puede ofrecer un solo instante / no hay eternidad que te lo devuelva». Estas palabras encierran una interesante propuesta de vida: disfruta del momento y llévalo hasta el final, ya sea en el Tíbet o en Pirineos. Afortunadamente, las emociones carecen de un altímetro que las clasifique; las cifras, después de todo, sólo dan información pero no reportan placer (salvo en el caso de las mencionadas cuentas bancarias).
Este libro narra algunos de esos momentos inolvidables para el autor, a veces sobrecogedores, otros sencillos y aparentemente intrascendentes, como una excursión por el campo. Es precisamente en la descripción de esos episodios «menores» donde se encuentran los pasajes más atractivos y esclarecedores. Quizá la prosa de Diemberger carezca de la eficacia narrativa de Krakauer, de la vivacidad de Joe Simpson, o del magnetismo místico de Messner, pero hay en su escritura a veces un tanto desmadejada un poso de honestidad y de verdad sencilla que la engrandece. Para Diemberger, el séptimo sentido en la alta montaña es aquél que se impone a los otros seis en los momentos decisivos, el sentido que llama a seguir adelante cuando todo te dice «regresa». Posiblemente existan otras metáforas más brillantes de la vida, pero a mí me gusta esta, la que se construye a través de pequeños y en apariencia insignificantes, mas poderosos en su trascendencia, destellos de voluntad.
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