Trad. Pere Gimferrer. Barcelona, El Aleph, 2006. 240 pp. 16 €
Alicia Soria
Voltaire, aquel magnífico libertino al que hoy rememoramos casi inmaculado, lo dijo sin disimulo: «No es suficiente conquistar, se debe aprender a seducir».
Si nos remontamos a su origen etimológico, el término “seducir” procede de seducere, esto es, «apartar de la vía» o «extraviar la verdad». Curiosamente, el aprendizaje de la seducción fue una de las asignaturas obligatorias en los círculos distinguidos de Francia y buena parte de Europa durante finales del siglo XVIII y principios del XIX. Llamativa paradoja ésta, la de un siglo proclamado “de las Luces” y de la Razón, que dedica buena parte de sus energías sociales a la tan poco lúcida ni razonable tarea de seducir al bello sexo (tanto al opuesto como al propio, en función de la apetencia y ocasión). Los salones galantes fueron el mejor de los escenarios para tal labor, y sin duda acogieron escenas deliciosas dignas de retrato a parte: pensemos, por ejemplo, en el ya mencionado Voltaire festejando a la aguda Émile de Breteuil, marquesa de Châtelet, una de las primeras matemáticas y físicas de la historia cuya intensa actividad intelectual no impidió mantener un romance con el autor de Candido, entre otros.
Esta dicotomía entre ensalzamiento de la razón y búsqueda de la sensualidad, ayudada por una estructura de las relaciones sociales extremadamente rígida, propicia el desarrollo de una abrumadora sofisticación de los vínculos afectivos. Todo ello generó una amplio abanico de estrategias del buen y el mal gusto en materia amorosa, abarcando desde la seducción a la obscenidad. Algunas de las más relevantes novelas europeas de aquel siglo fueron fiel reflejo de las distintas actitudes adoptadas en el obsesionante asunto del cortejo, en sus más diversas manifestaciones. Desde el contenido dramatismo de J. W. Goethe en Las afinidades electivas, pasando por la astucia pícara de Choderlos de Laclos en Las amistades peligrosas, hasta alcanzar la rabiosa perversidad del marqués de Sade en Justine o en La marquesa de Gange, las muestras de habilidad literaria en torno a las estrategias eróticas y sentimentales son incontables. No debemos olvidar que en la época abundaron ejemplos de libertinaje que han alcanzado la categoría de mitos. Por mencionar tan sólo dos de los más apreciados por el público, recordemos a Giacomo Casanova o a Ange Goudar, magníficos ejemplos de una dolce vita en la que sensualidad e ingenio se ponían al servicio de una insaciable avidez de aventuras. Ambos personajes fueron coetáneos del desaforado Donatien Alphonse François de Sade, conocido como marqués de Sade, autor de una vida y obra absolutamente insólitas.
«Imperioso, colérico, irascible, extremo en todo, con una imaginación disoluta como nunca se ha visto, ateo al punto del fanatismo, ahí me tenéis en una cáscara de nuez... Mátenme de nuevo o tómenme como soy, porque no cambiaré». Así se definió Sade, uno de aquellos raros hombres que han logrado insertar su propio nombre en la realidad: ¿quién no ha utilizado alguna vez el adjetivo “sádico”? Arrastrado por sus impulsos y aferrado a sus convicciones, el marqués llevó una existencia salpicada de escándalos sexuales en una época en la que escandalizar no era tan sencillo. Combinando buenas dosis de descontrol, poca fortuna y bastante ingenuidad, Sade acabó por pasar cerca de treinta años en la cárcel, donde desarrolló la mayor parte de su obra literaria. Ésta ha sido objeto de interpretaciones de todos los colores y escuelas, tomada como insignia de muy diversas facciones intelectuales, a las que por el momento va sobreviviendo con frescura inmarcesible.
No deja de sorprender este gusto por la interpretación sadiana, en vista de lo poco diestro que fue el marqués en materia de máscaras (torpeza que manifestó, dicho sea de paso, tanto en su obra como en su propia existencia). Quizá La marquesa de Gange sea una excepción de esa regla, en tanto se trata de un notable ejercicio de impostura, en la que el autor entona voz de falsete para cantar una canción santurrona de la que hace mofa. En esta novela nos canta los infortunios de la casta marquesa de Gange, la dama más virtuosa que uno pueda imaginar, y sin embargo la más desdichada. Su virtud la hace tan hermosa, que se convierte en arrebatador objeto del deseo de su cuñado, el perverso abate Théodore, y éste no cejará en su empeño de verla caer en sus brazos, no ya únicamente por la belleza de la marquesa, sino por el placer de verla caer. El viaje a los infiernos al que somete a Euphrasie, marquesa de Gange, es tan tortuoso como insorteable. La historia que narra aquí Sade se parece en buena medida a la ya mencionada obra de Laclos, Las amistades peligrosas, aunque sin el refinamiento de ésta, y bastante más rocambolesca. Con todo, en grandes rasgos el retrato de Théodore se parece mucho al de Valmont, y en síntesis es el reflejo de aquel ideal de libertino al que nos referíamos anteriormente. En palabras del mismo Sade: «¿Acaso el que no desea a las mujeres sino para burlarlas, no las ama sino para poseerlas, no las posee sino para traicionarlas, y las desprecia cuando han dejado de gustarle, que no conoce respeto a ninguna cosa sagrada cuando se trata de seducirlas, y que no las seduce sino para deshornarlas?».
Ante un propósito tan firme, Euphrasie está perdida de antemano. Y no porque su castidad flaquee, ni titubee su virtud. La marquesa de Gange está perdida porque la sombra de la duda ya pesa sobre su cabeza, y su buen nombre se puso en entredicho. En un momento de desesperación, la infortunada protagonista exclama: «¡Adónde puede llevar la más leve imprudencia a una mujer!». Exclamación que el propio autor anota a pie de página: «Si alguno de nuestros lectores se preguntaran dónde reside la finalidad moral de esta obra, les responderíamos con esta sabia reflexión de la marquesa». A nuestra mente acude, pálida y doliente, la figura de la presidenta de Tourvel. ¿Cabe resistirse a la seducción? Tal parece ser la pregunta de Laclos y Sade. Y tomando nuevamente palabras de La marquesa de Ganges, podemos repetir la sentencia del seductor: «Sé para ella como la serpiente para Eva; también Eva estaba rezando cuando cayó en la tentación». Euphrasie reza sin cesar, pero ello no la salva de visitar el infierno.
No encontraremos, pues, en esta novela al mismo Donatien Alphonse François de Sade que nos divierte, sorprende o escandaliza en sus obras más conocidas. El que ahora nos habla es un Sade que juega a ver el mundo desde los ojos de la víctima, pero sin despojarse de la moral del ejecutor. Un Sade que intenta jugar con el lector, si bien con escaso espíritu retozón. Pero en realidad, ¿qué es la seducción, sino la diversión de la razón cuando juega con la emoción? Merece la pena dejarse llevar por el placer del divertimento y aceptar el lance del divino marqués. Caer en la tentación y ver qué pasa. El lector que no se deje engañar por la capciosa advertencia del prefacio del autor («obramos movidos por el afán de agradar al lector virtuoso, que nos agradecerá no haber osado decirlo todo, cuando todo lo que fue en realidad serviría únicamente para quebrantar la esperanza, tan consoladora para la virtud, de que quienes la persiguen deben inexorablemente sufrir su vez persecución»), recibirá su premio. Abandonar la virtud tiene recompensas. O, tal como dijo Mme. D’Épinay, lúcida contemporánea de aquellos autores libertinos: «¡Bella virtud, la que nos prendemos con alfileres!».
Voltaire, aquel magnífico libertino al que hoy rememoramos casi inmaculado, lo dijo sin disimulo: «No es suficiente conquistar, se debe aprender a seducir».
Si nos remontamos a su origen etimológico, el término “seducir” procede de seducere, esto es, «apartar de la vía» o «extraviar la verdad». Curiosamente, el aprendizaje de la seducción fue una de las asignaturas obligatorias en los círculos distinguidos de Francia y buena parte de Europa durante finales del siglo XVIII y principios del XIX. Llamativa paradoja ésta, la de un siglo proclamado “de las Luces” y de la Razón, que dedica buena parte de sus energías sociales a la tan poco lúcida ni razonable tarea de seducir al bello sexo (tanto al opuesto como al propio, en función de la apetencia y ocasión). Los salones galantes fueron el mejor de los escenarios para tal labor, y sin duda acogieron escenas deliciosas dignas de retrato a parte: pensemos, por ejemplo, en el ya mencionado Voltaire festejando a la aguda Émile de Breteuil, marquesa de Châtelet, una de las primeras matemáticas y físicas de la historia cuya intensa actividad intelectual no impidió mantener un romance con el autor de Candido, entre otros.
Esta dicotomía entre ensalzamiento de la razón y búsqueda de la sensualidad, ayudada por una estructura de las relaciones sociales extremadamente rígida, propicia el desarrollo de una abrumadora sofisticación de los vínculos afectivos. Todo ello generó una amplio abanico de estrategias del buen y el mal gusto en materia amorosa, abarcando desde la seducción a la obscenidad. Algunas de las más relevantes novelas europeas de aquel siglo fueron fiel reflejo de las distintas actitudes adoptadas en el obsesionante asunto del cortejo, en sus más diversas manifestaciones. Desde el contenido dramatismo de J. W. Goethe en Las afinidades electivas, pasando por la astucia pícara de Choderlos de Laclos en Las amistades peligrosas, hasta alcanzar la rabiosa perversidad del marqués de Sade en Justine o en La marquesa de Gange, las muestras de habilidad literaria en torno a las estrategias eróticas y sentimentales son incontables. No debemos olvidar que en la época abundaron ejemplos de libertinaje que han alcanzado la categoría de mitos. Por mencionar tan sólo dos de los más apreciados por el público, recordemos a Giacomo Casanova o a Ange Goudar, magníficos ejemplos de una dolce vita en la que sensualidad e ingenio se ponían al servicio de una insaciable avidez de aventuras. Ambos personajes fueron coetáneos del desaforado Donatien Alphonse François de Sade, conocido como marqués de Sade, autor de una vida y obra absolutamente insólitas.
«Imperioso, colérico, irascible, extremo en todo, con una imaginación disoluta como nunca se ha visto, ateo al punto del fanatismo, ahí me tenéis en una cáscara de nuez... Mátenme de nuevo o tómenme como soy, porque no cambiaré». Así se definió Sade, uno de aquellos raros hombres que han logrado insertar su propio nombre en la realidad: ¿quién no ha utilizado alguna vez el adjetivo “sádico”? Arrastrado por sus impulsos y aferrado a sus convicciones, el marqués llevó una existencia salpicada de escándalos sexuales en una época en la que escandalizar no era tan sencillo. Combinando buenas dosis de descontrol, poca fortuna y bastante ingenuidad, Sade acabó por pasar cerca de treinta años en la cárcel, donde desarrolló la mayor parte de su obra literaria. Ésta ha sido objeto de interpretaciones de todos los colores y escuelas, tomada como insignia de muy diversas facciones intelectuales, a las que por el momento va sobreviviendo con frescura inmarcesible.
No deja de sorprender este gusto por la interpretación sadiana, en vista de lo poco diestro que fue el marqués en materia de máscaras (torpeza que manifestó, dicho sea de paso, tanto en su obra como en su propia existencia). Quizá La marquesa de Gange sea una excepción de esa regla, en tanto se trata de un notable ejercicio de impostura, en la que el autor entona voz de falsete para cantar una canción santurrona de la que hace mofa. En esta novela nos canta los infortunios de la casta marquesa de Gange, la dama más virtuosa que uno pueda imaginar, y sin embargo la más desdichada. Su virtud la hace tan hermosa, que se convierte en arrebatador objeto del deseo de su cuñado, el perverso abate Théodore, y éste no cejará en su empeño de verla caer en sus brazos, no ya únicamente por la belleza de la marquesa, sino por el placer de verla caer. El viaje a los infiernos al que somete a Euphrasie, marquesa de Gange, es tan tortuoso como insorteable. La historia que narra aquí Sade se parece en buena medida a la ya mencionada obra de Laclos, Las amistades peligrosas, aunque sin el refinamiento de ésta, y bastante más rocambolesca. Con todo, en grandes rasgos el retrato de Théodore se parece mucho al de Valmont, y en síntesis es el reflejo de aquel ideal de libertino al que nos referíamos anteriormente. En palabras del mismo Sade: «¿Acaso el que no desea a las mujeres sino para burlarlas, no las ama sino para poseerlas, no las posee sino para traicionarlas, y las desprecia cuando han dejado de gustarle, que no conoce respeto a ninguna cosa sagrada cuando se trata de seducirlas, y que no las seduce sino para deshornarlas?».
Ante un propósito tan firme, Euphrasie está perdida de antemano. Y no porque su castidad flaquee, ni titubee su virtud. La marquesa de Gange está perdida porque la sombra de la duda ya pesa sobre su cabeza, y su buen nombre se puso en entredicho. En un momento de desesperación, la infortunada protagonista exclama: «¡Adónde puede llevar la más leve imprudencia a una mujer!». Exclamación que el propio autor anota a pie de página: «Si alguno de nuestros lectores se preguntaran dónde reside la finalidad moral de esta obra, les responderíamos con esta sabia reflexión de la marquesa». A nuestra mente acude, pálida y doliente, la figura de la presidenta de Tourvel. ¿Cabe resistirse a la seducción? Tal parece ser la pregunta de Laclos y Sade. Y tomando nuevamente palabras de La marquesa de Ganges, podemos repetir la sentencia del seductor: «Sé para ella como la serpiente para Eva; también Eva estaba rezando cuando cayó en la tentación». Euphrasie reza sin cesar, pero ello no la salva de visitar el infierno.
No encontraremos, pues, en esta novela al mismo Donatien Alphonse François de Sade que nos divierte, sorprende o escandaliza en sus obras más conocidas. El que ahora nos habla es un Sade que juega a ver el mundo desde los ojos de la víctima, pero sin despojarse de la moral del ejecutor. Un Sade que intenta jugar con el lector, si bien con escaso espíritu retozón. Pero en realidad, ¿qué es la seducción, sino la diversión de la razón cuando juega con la emoción? Merece la pena dejarse llevar por el placer del divertimento y aceptar el lance del divino marqués. Caer en la tentación y ver qué pasa. El lector que no se deje engañar por la capciosa advertencia del prefacio del autor («obramos movidos por el afán de agradar al lector virtuoso, que nos agradecerá no haber osado decirlo todo, cuando todo lo que fue en realidad serviría únicamente para quebrantar la esperanza, tan consoladora para la virtud, de que quienes la persiguen deben inexorablemente sufrir su vez persecución»), recibirá su premio. Abandonar la virtud tiene recompensas. O, tal como dijo Mme. D’Épinay, lúcida contemporánea de aquellos autores libertinos: «¡Bella virtud, la que nos prendemos con alfileres!».
2 comentarios:
Muchas gracias, Alicia, por una reseña tan brillante y seductora.
Te dejas algo importantisimo, y que diferencia esta novela de las del resto del marques...en el resto, la "virtud" no es real...sino una mascara...en este caso de la marquesa de Gange es real.
Y he aqui que curiosamente cuando la virtud es real no consiguen doblegarla, aunque si hacer de su vida un infierno.
Ademas fijese en como describe la gallardia de la marquesa en sus momentos mas adversos. Puede que odia esa actitud, sin embargo claramente el marques lo admira. Solo en este caso no deja que la victima se traicione a si misma.
Y si en el fondo el marques admirara un autentico espirtu virtuoso??.
No, la gente no suele caer en estas cosas.
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