Trad. Valeria Ciompi. Alianza Editorial (Biblioteca de Fantasía y Terror), Madrid, 2007. 185 pp. 6,25 €
El sueño es una segunda vida. No he podido franquear sin estremecerme las puertas de marfil o de cuerno que nos separan del mundo invisible. Los primeros instantes del sueño son la imagen de la muerte; un aturdimiento nebuloso se apodera de nuestro pensamiento, y no podemos determinar el instante preciso en que el yo, bajo otra forma, continúa la obra de la existencia.
Así comienza “Aurelia”, un viaje alucinado por el territorio del sueño, la pesadilla y la locura, que abre esta recopilación de narraciones fantásticas de Gérard de Nerval (1808-1855). Los otros cuentos del volumen son “El monstruo verde”, breve, divertido y demoníaco; “La mano encantada”, fantástico y burgués; y “Pandora”, donde se insiste en el tema del sueño en un mundo de suntuosa seducción cosmopolita. He de confesar que Nerval fue uno de esos autores que me llevaron a interesarme por la lectura y por la escritura en el momento metamórfico de la adolescencia. Releer “Aurelia” ha sido para mí un redescubrimiento que, a diferencia de otros redescubrimientos frustrantes, no me ha decepcionado: he disfrutado de una obra en la que antes lo que más me interesaba eran su música y sus metáforas, y en la que hoy vinculo con admiración el imaginario y la musicalidad con las grandes obsesiones de Nerval. La coherencia entre el fondo y la forma en “Aurelia” es tan sólida que ni uno solo de sus alardes lingüísticos resulta estéril, no hay “molduras” sin función arquitectónica, no hay volutas de humo; el lector vaga por el relato con ese ritmo, a ratos moroso, a ratos acelerado, de los sueños: las transiciones de una escena a otra se producen atendiendo a una lógica que a menudo vulnera el rigor de las coordenadas espacio-temporales. Ahora aquí, de pronto allá, tal vez soñando, tal vez delirando, con una inquietud de repente agradabilísima y de repente malsana. Una aventura y un gozo que tal vez evoquen la experiencia de la sexualidad y, cómo no, la de la muerte...
La hiperestesia onírica desdibuja el límite entre la vigilia, el sueño y la demencia; entre la “normalidad” de un subconsciente activo y la locura; entre lo real, lo fantástico y lo psicopatológico. La hiperestesia transforma cada sueño o cada alucinación —no se sabe— en un habitáculo horrendo a causa de la saturación de impresiones que hiere al hipersensible, o en un espacio de bienestar dionisiaco en el que los átomos de un cuerpo y de una identidad se licuan y evaporan de placer. Nerval define el sueño como una puerta mística que une la vida con lo que nos espera en la muerte: plantea una necesidad explícita de relatar y de interpretar el sueño — de aprisionarlo y de hacerlo perdurable— como modo de conocimiento y camino hacia la felicidad y la salud. Nerval es un romántico que entronca con la gran familia de los autores visionarios alemanes, con Hoffmann —a quien tradujo—, con Novalis, con Hölderlin, con Jean Paul, y, al mismo tiempo, inaugura una sensibilidad moderna hacia el hecho artístico en la que le acompañan Nodier, Hugo, Baudelaire, Rimbaud, Mallarmé o Proust, como señala Albert Béguin en su maravilloso y ya clásico estudio El alma romántica y el sueño. Sin “Aurelia” resultaría difícil pensar en el movimiento surrealista.
El narrador en primera persona de “Aurelia” habla desde un estado de “curación” que el lector puede poner en duda: su hiperestesia onírica le ha servido para redimirse de sus pecados —el toque religioso emparenta a Nerval con Novalis—, entre otros, del pecado de su mal comportamiento con Aurelia. El lector ignora en qué consiste ese mal comportamiento, incluso lo ignora casi todo sobre la mujer, porque el protagonista no es otro que ese yo alucinado y alucinante que anticipa la tesis psicoanalítica y surrealista de que el sueño es un ámbito liberador de las represiones de la vigilia —de las pulsiones eróticas freudianas y en ese punto es donde la figura de Aurelia adquiere posiblemente su sentido—, un lugar donde esa ignorancia básica que consiste en no saber cómo se conecta el mundo del espíritu y el de la materia se resuelve a través de la intuición y de la revelación.
Nerval en el dibujo de los sueños o de los delirios recurre a una simbología familiar para los amantes del género fantástico: la amada muerta, Eurídice, el fetichismo, la insinuación necrófila, el tema del doble, del otro, el avatar y el espejo, la imagen de Aurelia que le habla desde el fondo del azogue oscuro, el microcosmos como reflejo del macrocosmos, la dualidad del cuerpo y del alma, del amor y de la muerte como formas de desintegración de un yo confuso, resbaladizo, instalado en el aletargamiento o en la enajenación, enfermo moral y psíquicamente. Incluso la concepción de la ciencia como un acto de vanidad frente al creador, tiene la reminiscencia romántica del Frankenstein de Mary Shelley. El sincretismo místico —la cara de una Venus es la misma que la cara de una Virgen— deriva casi en heterodoxia blasfema: los románticos son ángeles caídos y nocturnales. También el narrador, Nerval, el yo, subraya la necesidad de encontrar el “signo borrado”: una necesidad que, desde la mística y la poesía romántica, entronca directamente con gran parte del quehacer poético occidental en los siglos XX y XXI.
La preocupación, casi egotista, por el yo individual diluye, como ya se ha insinuado, la pasión romántica en “Aurelia”. Sólo el yo ocupa el primer plano, un yo múltiple, escindido, visionario, esquizofrénico, que nos hace entender el papel de la locura en la vida de Nerval y su destino inequívoco como precursor de la ética (y de la estética) del psicoanálisis.
Gérard de Nerval se suicidó ahorcándose en una farola de París.
Así comienza “Aurelia”, un viaje alucinado por el territorio del sueño, la pesadilla y la locura, que abre esta recopilación de narraciones fantásticas de Gérard de Nerval (1808-1855). Los otros cuentos del volumen son “El monstruo verde”, breve, divertido y demoníaco; “La mano encantada”, fantástico y burgués; y “Pandora”, donde se insiste en el tema del sueño en un mundo de suntuosa seducción cosmopolita. He de confesar que Nerval fue uno de esos autores que me llevaron a interesarme por la lectura y por la escritura en el momento metamórfico de la adolescencia. Releer “Aurelia” ha sido para mí un redescubrimiento que, a diferencia de otros redescubrimientos frustrantes, no me ha decepcionado: he disfrutado de una obra en la que antes lo que más me interesaba eran su música y sus metáforas, y en la que hoy vinculo con admiración el imaginario y la musicalidad con las grandes obsesiones de Nerval. La coherencia entre el fondo y la forma en “Aurelia” es tan sólida que ni uno solo de sus alardes lingüísticos resulta estéril, no hay “molduras” sin función arquitectónica, no hay volutas de humo; el lector vaga por el relato con ese ritmo, a ratos moroso, a ratos acelerado, de los sueños: las transiciones de una escena a otra se producen atendiendo a una lógica que a menudo vulnera el rigor de las coordenadas espacio-temporales. Ahora aquí, de pronto allá, tal vez soñando, tal vez delirando, con una inquietud de repente agradabilísima y de repente malsana. Una aventura y un gozo que tal vez evoquen la experiencia de la sexualidad y, cómo no, la de la muerte...
La hiperestesia onírica desdibuja el límite entre la vigilia, el sueño y la demencia; entre la “normalidad” de un subconsciente activo y la locura; entre lo real, lo fantástico y lo psicopatológico. La hiperestesia transforma cada sueño o cada alucinación —no se sabe— en un habitáculo horrendo a causa de la saturación de impresiones que hiere al hipersensible, o en un espacio de bienestar dionisiaco en el que los átomos de un cuerpo y de una identidad se licuan y evaporan de placer. Nerval define el sueño como una puerta mística que une la vida con lo que nos espera en la muerte: plantea una necesidad explícita de relatar y de interpretar el sueño — de aprisionarlo y de hacerlo perdurable— como modo de conocimiento y camino hacia la felicidad y la salud. Nerval es un romántico que entronca con la gran familia de los autores visionarios alemanes, con Hoffmann —a quien tradujo—, con Novalis, con Hölderlin, con Jean Paul, y, al mismo tiempo, inaugura una sensibilidad moderna hacia el hecho artístico en la que le acompañan Nodier, Hugo, Baudelaire, Rimbaud, Mallarmé o Proust, como señala Albert Béguin en su maravilloso y ya clásico estudio El alma romántica y el sueño. Sin “Aurelia” resultaría difícil pensar en el movimiento surrealista.
El narrador en primera persona de “Aurelia” habla desde un estado de “curación” que el lector puede poner en duda: su hiperestesia onírica le ha servido para redimirse de sus pecados —el toque religioso emparenta a Nerval con Novalis—, entre otros, del pecado de su mal comportamiento con Aurelia. El lector ignora en qué consiste ese mal comportamiento, incluso lo ignora casi todo sobre la mujer, porque el protagonista no es otro que ese yo alucinado y alucinante que anticipa la tesis psicoanalítica y surrealista de que el sueño es un ámbito liberador de las represiones de la vigilia —de las pulsiones eróticas freudianas y en ese punto es donde la figura de Aurelia adquiere posiblemente su sentido—, un lugar donde esa ignorancia básica que consiste en no saber cómo se conecta el mundo del espíritu y el de la materia se resuelve a través de la intuición y de la revelación.
Nerval en el dibujo de los sueños o de los delirios recurre a una simbología familiar para los amantes del género fantástico: la amada muerta, Eurídice, el fetichismo, la insinuación necrófila, el tema del doble, del otro, el avatar y el espejo, la imagen de Aurelia que le habla desde el fondo del azogue oscuro, el microcosmos como reflejo del macrocosmos, la dualidad del cuerpo y del alma, del amor y de la muerte como formas de desintegración de un yo confuso, resbaladizo, instalado en el aletargamiento o en la enajenación, enfermo moral y psíquicamente. Incluso la concepción de la ciencia como un acto de vanidad frente al creador, tiene la reminiscencia romántica del Frankenstein de Mary Shelley. El sincretismo místico —la cara de una Venus es la misma que la cara de una Virgen— deriva casi en heterodoxia blasfema: los románticos son ángeles caídos y nocturnales. También el narrador, Nerval, el yo, subraya la necesidad de encontrar el “signo borrado”: una necesidad que, desde la mística y la poesía romántica, entronca directamente con gran parte del quehacer poético occidental en los siglos XX y XXI.
La preocupación, casi egotista, por el yo individual diluye, como ya se ha insinuado, la pasión romántica en “Aurelia”. Sólo el yo ocupa el primer plano, un yo múltiple, escindido, visionario, esquizofrénico, que nos hace entender el papel de la locura en la vida de Nerval y su destino inequívoco como precursor de la ética (y de la estética) del psicoanálisis.
Gérard de Nerval se suicidó ahorcándose en una farola de París.
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