Trad. Jaime Barrera Plana. Belacqua, Barcelona, 2007. 189 pp. 16 €
Sofía Rhei
Del mismo modo que las novelas de Kawabata poseen todas las cualidades del relato corto (levedad, intensidad que no decae, esmero en cada palabra, líneas argumentales aparentemente sencillas), se puede decir que sus cuentos no pierden nada con respecto a las novelas. La ambientación está completa, así como los sutiles cuadros psicológicos de los personajes; ninguno de los sentidos de la percepción es descuidado, y el trabajo con los puntos de vista es admirable.
Quizá sea, precisamente, la asombrosa capacidad de este autor para retratar el punto de vista femenino una de las características que redondea sus relatos. Al contrario que su discípulo Mishima, que suele construir un mundo de hombres que se definen a sí mismos por sus ideales y ambiciones, Kawabata da voz a todos los elementos del relato, e incluso carga de significación a vegetales y animales, con un innegable aunque sutil pulso animista. En la mayor parte de los cuentos de este libro hay una intensa presencia de las percepciones femeninas (puede aprenderse bastante en ellos acerca de las connotaciones de lo femenino en Japón), como también sucede en Kioto, Lo bello y lo triste...
Es fascinante observar la manera en que Kawabata trata el tiempo y la memoria simplemente a través de la estructura del relato. La manera en que se imbrican los principios y finales de los sucesos, que no suele coincidir con los principios y finales de los relatos, es todo un discurso acerca de los recovecos y las trampas de la memoria (y de la identidad que se basa en ella), de la importancia de las casualidades y lo inesperado, que puede irrumpir imperceptiblemente en la rutina o la felicidad y cambiarlas por completo. Cada uno de estos cuentos comienza con una imagen, con un detalle o con otro cuento: un crisantemo que crece en una roca, la primera nieve sobre el monte Fuji, un artículo leído en un periódico. Esta introducción desde el detalle es fundamental en la estrategia narrativa del autor, que se complace en introducir los temas principales como de perfil, como sin darles importancia, con la naturalidad de lo inevitable. Kawabata nunca nos habla de la piedra que cae al lago: intuimos la tensión del brazo que la lanza, la parábola que describe en el aire, que también podría deberse a otras causas, y vemos cómo se expanden cada vez más las ondas en el lago.
Esta manera de contar traza un dibujo discontinuo de los personajes: el extrañamiento, la perplejidad, la predestinación, impotencia frente a lo inevitable, el asistir a los acontecimientos de la propia vida como se contempla una tormenta desde lejos pero sin dejarse arrastrar por ella. Las pasiones, en sus fugaces momentos de plenitud, y su visión desde fuera, sus reconstrucciones, recomienzos y recuerdos, y sobre todo la posibilidad del amor que acaso fue y no se recuerda, o que pudo haber sido; y la muerte, desde su principio por el olvido, y los diversos desvanecimientos del cuerpo, de la palabra, y del entorno, son los polos entre los que transcurre el espacio blanco de estos relatos hechos de matices.
Encontramos, en el cuento Lo que su esposo no hacía, la fijación-fetiche con alguna parte o situación inusual del cuerpo (en este caso, el lóbulo de la oreja), como en Lo bello y lo triste era el pecho izquierdo de Keiko, en País de nieve la mano izquierda de Shimamura, en La casa de las bellas durmientes las jóvenes dormidas, etcétera. Esta obsesión parece conectar el erotismo o la memoria con una suerte de espiritualidad a través de la excepción. Este es uno de los motivos sobre los que el autor vuelve una y otra vez, junto con las relaciones eróticas entre personas con una gran diferencia de edad. Quizá sea este un tema querido por Kawabata porque le permite explorar a fondo todos los matices de un fuerte contraste, otra de sus recurrencias: la fascinación por mostrar un extremo a través del opuesto, o una situación cotidiana a partir de su contrario. Por último, reseñar la importancia metafórica o simbólica que poseen los elementos vegetales (la hilera de ginkgo, la floración de los árboles de sasanga o higanbana, la sensación de felicidad causada por un bosquecillo, etcétera), y, en dos de los cuentos (el primero y el quinto), la correspondencia entre el amor y la muerte a través de la figura de una piedra o roca.
La traducción de Jaime Barrera Parra, que se sirve de delicadas perífrasis para que nada se pierda, es un placer en sí misma. Al mismo tiempo que ayuda a comprender determinados rasgos culturales, crea el ambiente propicio para entrar en la escritura, así como en la cultura japonesa.
Sofía Rhei
Del mismo modo que las novelas de Kawabata poseen todas las cualidades del relato corto (levedad, intensidad que no decae, esmero en cada palabra, líneas argumentales aparentemente sencillas), se puede decir que sus cuentos no pierden nada con respecto a las novelas. La ambientación está completa, así como los sutiles cuadros psicológicos de los personajes; ninguno de los sentidos de la percepción es descuidado, y el trabajo con los puntos de vista es admirable.
Quizá sea, precisamente, la asombrosa capacidad de este autor para retratar el punto de vista femenino una de las características que redondea sus relatos. Al contrario que su discípulo Mishima, que suele construir un mundo de hombres que se definen a sí mismos por sus ideales y ambiciones, Kawabata da voz a todos los elementos del relato, e incluso carga de significación a vegetales y animales, con un innegable aunque sutil pulso animista. En la mayor parte de los cuentos de este libro hay una intensa presencia de las percepciones femeninas (puede aprenderse bastante en ellos acerca de las connotaciones de lo femenino en Japón), como también sucede en Kioto, Lo bello y lo triste...
Es fascinante observar la manera en que Kawabata trata el tiempo y la memoria simplemente a través de la estructura del relato. La manera en que se imbrican los principios y finales de los sucesos, que no suele coincidir con los principios y finales de los relatos, es todo un discurso acerca de los recovecos y las trampas de la memoria (y de la identidad que se basa en ella), de la importancia de las casualidades y lo inesperado, que puede irrumpir imperceptiblemente en la rutina o la felicidad y cambiarlas por completo. Cada uno de estos cuentos comienza con una imagen, con un detalle o con otro cuento: un crisantemo que crece en una roca, la primera nieve sobre el monte Fuji, un artículo leído en un periódico. Esta introducción desde el detalle es fundamental en la estrategia narrativa del autor, que se complace en introducir los temas principales como de perfil, como sin darles importancia, con la naturalidad de lo inevitable. Kawabata nunca nos habla de la piedra que cae al lago: intuimos la tensión del brazo que la lanza, la parábola que describe en el aire, que también podría deberse a otras causas, y vemos cómo se expanden cada vez más las ondas en el lago.
Esta manera de contar traza un dibujo discontinuo de los personajes: el extrañamiento, la perplejidad, la predestinación, impotencia frente a lo inevitable, el asistir a los acontecimientos de la propia vida como se contempla una tormenta desde lejos pero sin dejarse arrastrar por ella. Las pasiones, en sus fugaces momentos de plenitud, y su visión desde fuera, sus reconstrucciones, recomienzos y recuerdos, y sobre todo la posibilidad del amor que acaso fue y no se recuerda, o que pudo haber sido; y la muerte, desde su principio por el olvido, y los diversos desvanecimientos del cuerpo, de la palabra, y del entorno, son los polos entre los que transcurre el espacio blanco de estos relatos hechos de matices.
Encontramos, en el cuento Lo que su esposo no hacía, la fijación-fetiche con alguna parte o situación inusual del cuerpo (en este caso, el lóbulo de la oreja), como en Lo bello y lo triste era el pecho izquierdo de Keiko, en País de nieve la mano izquierda de Shimamura, en La casa de las bellas durmientes las jóvenes dormidas, etcétera. Esta obsesión parece conectar el erotismo o la memoria con una suerte de espiritualidad a través de la excepción. Este es uno de los motivos sobre los que el autor vuelve una y otra vez, junto con las relaciones eróticas entre personas con una gran diferencia de edad. Quizá sea este un tema querido por Kawabata porque le permite explorar a fondo todos los matices de un fuerte contraste, otra de sus recurrencias: la fascinación por mostrar un extremo a través del opuesto, o una situación cotidiana a partir de su contrario. Por último, reseñar la importancia metafórica o simbólica que poseen los elementos vegetales (la hilera de ginkgo, la floración de los árboles de sasanga o higanbana, la sensación de felicidad causada por un bosquecillo, etcétera), y, en dos de los cuentos (el primero y el quinto), la correspondencia entre el amor y la muerte a través de la figura de una piedra o roca.
La traducción de Jaime Barrera Parra, que se sirve de delicadas perífrasis para que nada se pierda, es un placer en sí misma. Al mismo tiempo que ayuda a comprender determinados rasgos culturales, crea el ambiente propicio para entrar en la escritura, así como en la cultura japonesa.
3 comentarios:
¿Y merece la pena leer la correspondecia Kawabata-Mishima, Sofía?
Enhorabuena por la reseña y por la página.
Imprescindible, como todo lo de kawabata. Una delicatessen
Siento no estar de acuerdo en que la traducción de Jaime Barrera Parra es buena. Tengo la misma edición que comentas en tu reseña y contiene varios laismos. No me parece aceptable.
Saludos.
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