Guillermo Ruiz Villagordo
¿Recuerdan la película Secretary? Hace algunos años removió el llamado circuito de cine independiente. En ella una joven secretaria, Maggie Gyllenhaal, entabla con su jefe, el abogado que encarna James Spader, una relación de dominación y sumisión sexual que no tiene nada que envidiar a la mejor historia de amor. Pues bien, el relato en el que está basada fue escrito por Mary Gaitskill.
Me aventuro a opinar que lo que llamaba tanto la atención no era el haber proyectado luz sobre unas prácticas tradicionalmente consideradas marginales, sino haberlas insertado en un contexto tan previsible y atento a las normas como el laboral, para colmo con un tono humorístico con tintes ácidos. Esa naturalidad con la que se nos muestran mezclados aspectos corrientes y molientes con otros oscuros parece ser marca de la autora, y de hecho la encontramos a lo largo de toda esta novela, Veronica (por cierto, sin acento porque no lo lleva el nombre original en inglés), esta vez transformando lo irónico en francamente cáustico, sin rastro de amabilidad.
En esta historia de alguna manera circular, Alison recuerda a Veronica, a la que conoció siendo una joven modelo cuando ésta estaba ya en plena decadencia y enferma de sida, pero lo hace cuando ella misma es un reflejo del destino de su amiga, desposeída del mundo (en realidad por propia decisión) y, por tanto, muy libre de juzgarlo cruelmente. Así, Alison nos narra dando saltos aquí y allá, la historia de ambas, la de Verónica y la suya propia, ésta en dos planos distintos pero obviamente complementarios: su pasado de hija y hermana convencional, desinhibida chica bohemia y utilizada joven modelo, y su presente de vieja enferma, que se nos muestra en el recorrido de un día por los restos de su vida en el que visita a amigos y conocidos mientras pasea por calles y calles, quizá su verdadero hogar, a modo de involuntario homenaje a esos libros que ya nos estamos imaginando (¿a que si?).
Hablaba de esa mezcla de elementos dispares y, entre los múltiples fragmentos que podría citar para mostrarla al lector, escojo éste aparentemente secundario en el que Alison recuerda su estancia en París: «...Pero el apartamento estaba preparado para hacer fiestecitas siempre que les viniera en gana. Había flores frescas en jarrones recién bruñidos. La despensa estaba repleta de vino y exquisitos frutos secos, aceitunas enormes, higos, almendras garrapiñadas y animales de mazapán que yo comía hasta enfermar cuando estaba sola. En la nevera había pescado salado, patés y quesos. También cajas de jeringuillas con antibióticos para la sífilis y la gonorrea. Siempre había cocaína en un plato grande de porcelana sobre la repisa de la chimenea...»
La prosa de Mary Gaitskill es tersa, envolvente, pero con aristas puntiagudas que guardan un dolor soterrado. Produce el mismo efecto que ciertos recuerdos, malos o buenos, al meterse por las rendijas de nuestras tareas habituales, de camino al trabajo en el autobús o fregando después de comer: un sentimiento de desolación de brevísima duración, la suficiente para que lo cotidiano vuelva a ocupar su terreno.
Rodrigo Fresán (y me resisto a creer que sólo él) compara a Mary Gaitskill con Bret Easton Ellis, pero, aunque tratan temas parecidos, el trabajo de la primera es más minucioso, más elaborado y menos complaciente con el lector, mientras que el segundo expone las vísceras de la sociedad de forma que el lector las encuentre atractivas y altamente adictivas (su última novela, Lunar Park, es un intento fallido pero digno de ser considerado por redimirse). Para mí y supongo que para muchos otros es la distancia que separa a la auténtica literatura, la que no se vale de trucos burdos para hacer que el camino hacia su verdad sea todo lo recto que pretende, de la adocenada escritura comercial.
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